|
Por Luz Ortega
Número 32
Introducción
La divulgación de la ciencia ha transitado un difícil
y largo camino para ir legitimándose como actividad profesional.
Sin embargo, aún cuando las instituciones nacionales dedicadas
al fomento de la ciencia y la tecnología ya le reconocen
su importancia como elemento para promover el desarrollo de una
cultura científica, continúa ubicada en una posición
subordinada, y muchas veces todavía marginal, quizá
por el equívoco de querer incluirla en el campo de la ciencia
y no en el de la cultura.
Para
entender un poco más la dinámica que subyace a los
esfuerzos por hacer de la divulgación un ámbito de
actividad para los profesionales de la comunicación, puede
ser de utilidad abordar el análisis a partir de la concepción
de la ciencia como un campo social, de acuerdo con la teoría
de los campos de Pierre Bourdieu, para así proceder a mostrar
cómo el discurso científico es, a través de
la divulgación, convertido en un discurso cultural, y cómo
el divulgador es así, un mediador entre dos campos sociales.
Sobre los campos
De acuerdo con la propuesta teórica que presenta Bourdieu,
toda formación social está estructurada en una serie
organizada de campos que son espacios estructurados que tienen sus
propias leyes de funcionamiento y sus propias relaciones de fuerza
establecidas entre los agentes que intervienen en dicho campo y
las posiciones que ellos ocupan. La estructura de cada campo corresponde
a la de la distribución del capital específico que
en ese campo se pone en juego, y que gobierna el "éxito"
que se adquiera o la ganancia que se obtenga, que puede ser en la
forma del prestigio dentro del campo (Bourdieu, 1993). De ahí
que se pueda hablar del campo educativo, el campo político,
el campo cultural, y claro, el campo científico o de la ciencia.
Como para Bourdieu todo campo social
mantiene una homología con la estructura de la sociedad (dividida
en clases), existen en su interior agentes en posiciones de dominio
y de subordinación, involucrados en una permanente lucha
por mantener su posición (los primeros) o por ascender a
otras (los segundos). Los campos, cabe destacar, son dinámicos.
Dentro del campo se han establecido
leyes de funcionamiento que dictan quién puede pertenecer
al campo y quién no; pero sobre todo, quién puede,
desde su posición, emitir discursos relativos al propio campo.
Porque para Bourdieu, en el seno de las luchas por la apropiación
del capital específico de cada campo se halla la lucha por
la posesión del poder simbólico. Esto es así
debido a que el poder adquirido dentro del campo por parte de agentes
o grupos, posibilita que a partir de sus posiciones privilegiadas
puedan hacer que sus visiones del mundo se conviertan en puntos
de referencia del conjunto social, visiones del mundo que adoptan
la forma de discursos que clasifican y separan, que distinguen a
los agentes en cada campo. Así, en el campo de la investigación
científica se da la competencia por el monopolio de la autoridad
científica, "de la capacidad de hablar y de operar legítimamente
en materia científica" (Giménez, 1994).
Del fútbol a la ciencia
En el campo futbolístico, por ejemplo, los agentes (jugadores,
árbitros de línea y central, banca, director técnico,
dueños del equipo, público y narrador deportivo, entre
otros) tienen asignadas posiciones específicas. En el campo
de juego sólo entran unos, otros se mantienen fuera de las
líneas que delimitan la cancha, otros más ocupan las
butacas o palcos, y el público televidente ni siquiera está
presente. Aun entre los jugadores, a quienes se les reconoce su
capacidad para el juego y quienes por ello están legitimados
para jugarlo, se asignan posiciones muy claras (centro, guardameta,
defensa, medio, etc.) que si no son respetadas causan una inmediata
amonestación.
La posesión del balón con el propósito de anotar
gol en la portería del contrario (capital del campo) es el
eje de la lucha de los equipos opuestos, que pueden intercambiar
sus posiciones de dominio del juego a lo largo del partido. Pero
en este campo, son los árbitros quienes tienen la mayor legitimidad
para emitir discursos respecto del juego mismo; son ellos quienes
pueden "decir" cómo fueron las jugadas y calificarlas.
Los jugadores pueden inconformarse y corren el riesgo de ser sancionados,
el entrenador puede también mostrar su desacuerdo con las
decisiones del árbitro, pero no pasará de ahí.
El narrador deportivo, por más que durante su transmisión
oriente las opiniones de los televidentes y se oponga a lo que dice
el árbitro central, no tiene reconocimiento alguno para emitir
juicios, como no sea el de su posición de narrador. De igual
manera el público asistente puede mostrar su inconformidad
con algunas decisiones del árbitro (una rechifla generalizada,
cornetazos, gritos o mentadas al árbitro), pero no tiene
poder para modificar las decisiones que se toman al interior de
la cancha.
No obstante lo "arbitrario"
del árbitro, todos aceptan las reglas del fútbol,
y con base en ellas se juega y se disfruta el juego.
Pero consideremos que los espectadores
(dentro y fuera del estadio) son quienes con el pago de sus entradas
y con el tiempo invertido en ver el partido por televisión
y con el consumo de los productos que se anuncian proveen las ganancias
económicas para jugadores y dueños del equipo (esto
es, que el capital específico del campo -los goles anotados-
se convierte en capital económico). En el caso del campo
científico, somos nosotros, los ciudadanos, espectadores
de un juego en el que no se nos permite participar.
Utilizando las homologías
que propone Bourdieu entre la estructura de los campos y la estructura
de la sociedad, se puede establecer que en el campo de la ciencia
también hay agentes con posiciones en conflicto, un capital
cuya posesión se busca ganar, y un discurso que se quiere
monopolizar, sobre todo cuando se considera que para ser reconocido
como tal, el discurso científico tiene que manejar un sistema
de conceptos, de términos que puedan definirse sin ambigüedades,
y que el primer concepto que tiene que definirse es el del propio
objeto de estudio de la ciencia en cuestión (Giménez,
1994). En la emisión del discurso se hace evidente el poder
de nombrar los objetos dignos de ser nombrados.
En este campo, las diversas ciencias
y disciplinas (porque no logran la categoría de las primeras)
se ubicarían, esquemáticamente, como sigue:
En el estrato superior están
las consagradas, las ciencias exactas y naturales: física,
matemáticas, biología, química y todas sus
combinaciones. De hecho, las primeras de entre ellas son las que
se enseñan en las facultades "de ciencias" de las
universidades, y que no requieren de "apellidos" como
las demás (ciencias "sociales", ciencias "humanas",
etc.)
En un estrato medio, ostentando
su posición de ciencia "dura" entre las blandas,
está la economía, que es considerada por algunos como
la única con tal carácter en el ámbito de las
ciencias sociales (Giménez, 1994), aunque la psicología
en algunas de sus vertientes (sobre todo la conductista) continúa
buscando ocupar un lugar semejante, por lo que está en un
nivel más bajo en el esquema.
Como hermanas incómodas,
bastardas que han peleado por su reconocimiento familiar, están
las ciencias sociales (sociología, antropología) en
un nivel más bajo, pero por encima siquiera de las que apenas
alcanzan la categoría de disciplinas.
En ese campo, el capital que se
juega no es el conocimiento logrado a través de la investigación,
sino el reconocimiento, el prestigio que se logra con las investigaciones
que se realizan siguiendo las propias reglas del campo, con la publicación
de libros y artículos especializados, con las conferencias
dictadas, etc., para lo cual existen instituciones específicas
(universidades, centros de investigación, sistemas de investigadores,
consorcios científicos públicos o privados) encargadas
de otorgar la certificación de la posesión del capital
del campo. Dichas instituciones reconocen la legitimidad de los
discursos, tienen comités científicos para arbitrar
libros, artículos, ponencias, proyectos; y como parte del
discurso del campo se dice, por un lado, que la ciencia ha de servir
a la humanidad, aunque por otra parte haya quienes argumentan que
el propósito de la ciencia no es ser útil, que es
valiosa por sí misma, por el placer y el asombro del conocimiento.
Con esto, al igual que en el campo de la producción cultural,
la distinción se hace explícita: de la misma forma
que el arte es valioso por sí mismo, sin una función
específica como no sea la del goce estético (Bourdieu,
1984), la ciencia es valiosa por lo que es: ciencia. La (i)lógica
circular que subyace a los argumentos del arte bien se puede aplicar
al campo científico: es ciencia lo que hacen los científicos,
lo que hacen los científicos es ciencia, y la ciencia y los
científicos se reconocen a sí mismos por el reconocimiento
logrado y otorgado por las instituciones que ellos mismos reconocen,
todos ellos siendo agentes del campo en cuestión. En ese
campo, la divulgación apenas tiene un lugar semejante al
que Bourdieu (1984) reconoce para las clases populares en el campo
artístico: referente negativo, que sirve para decir lo que
no es ciencia.
El discurso científico legítimo
es producido por los científicos, y la divulgación,
salvo muy honrosas excepciones (Carl Sagan, como ejemplo paradigmático)
no ha sido de interés para ellos. Por una parte, debido a
que el reconocimiento que a la divulgación se otorga dentro
del campo es muy poco; por otra, a causa quizá de la dificultad
de escribir y hablar de la ciencia con lenguaje común; y
junto a ello, porque ese lenguaje común implica la vulgarización
de la ciencia. Estaríamos aquí ante lo mismo que sucede
con los argumentos de quienes ven en el acceso de las masas al consumo
del arte, una degradación del arte mismo (García Canclini,
1993); esto es, para la ciencia, una degradación del conocimiento
científico.
A ello habría que agregar
que el discurso de la divulgación es realizado sobre todo
por agentes de otro campo: periodistas, comunicadores de la ciencia
y, hasta hace poco, licenciados en ciencias de la comunicación.
Agentes que no son reconocidos como legítimos poseedores
del capital requerido para hablar en términos de ciencia,
pero que poseen otro capital, el del manejo de los medios y los
recursos para la difusión de mensajes estructurados con lenguaje
común, del cual la ciencia no puede desligarse por más
que pretenda llenarse de términos poco conocidos para el
ciudadano promedio. Ya que la ciencia, para hablar, tiene que hacerlo
en nuestro idioma.
En tal sentido, se entiende el esfuerzo
por hacer de las matemáticas el código por excelencia
de la ciencia legítima, como se expone en la película
Contacto cuando se cuestiona que debe ser un científico quien
viaje en el vehículo construido, ya que el mensaje fue estructurado
en lenguaje matemático, el lenguaje de la ciencia. O como
ya años antes nos lo decía el Pato Donald en el memorable
video titulado Donald en el país de las matemágicas:
"Las matemáticas son el lenguaje con el que Dios ha
escrito el universo".
Sin embargo, mientras no encuentre
su lenguaje exclusivo, el idioma sigue cumpliendo su función
de metalenguaje para la ciencia. Y ahí radica la coyuntura
para la actividad del divulgador (o comunicador) de la ciencia.
La divulgación como acto
de comunicación
Hay quienes prefieren utilizar el concepto de comunicación
científica o comunicación de la ciencia, en lugar
del término divulgación. Julián Betancourt,
por ejemplo, explica que el término divulgar "remite
a la idea de faro que iluminará con su luz a las sombras",
a un proceso unidireccional, y elige utilizar el término
comunicar porque "supone que a la persona o grupo al cual se
transmite algo conoce los códigos, jergas, señales
de lo que se transmite. Es diálogo, un proceso compartido,
bidireccionalidad" (Betancourt, 2000, p. 41).
En el primer caso, detrás
del término divulgación subyace el reconocimiento
de que en nuestra sociedad existen desigualdades, tanto en la producción
de conocimiento como en el acceso a él, lo cual no tiene
por qué implicar que el término se vuelva peyorativo,
por más que en sus orígenes tuviese una fuerte carga
clasista al designar al "vulgo", a lo vulgar, al pueblo,
a las masas. Si divulgar es vulgarizar, en el sentido de hacer accesible
a las mayorías un conocimiento reservado para un reducido
grupo, bienvenida la divulgación.
En el segundo caso, el código
común que posibilita la comunicación es el del lenguaje,
a través del cual se quiere poner "en común"
lo que hasta ese momento no lo ha sido: el conocimiento científico.
En ambos casos se trata de compartir, pero no se puede compartir
lo que no se tiene. Y hasta ahora el conocimiento científico
lo poseen, en su mayoría, los agentes del campo de la ciencia.
Por eso hay quienes han ido más lejos aún, al afirmar
que la alfabetización científica de la sociedad es
una urgencia, a partir de la cada vez mayor influencia de la ciencia
y la tecnología en la vida individual y social (Calvo, 2000).
Alfabetizar sería pues, enseñar a "leer"
la ciencia.
En un afán por dar mayor
claridad a los conceptos, el mismo Betancourt distingue cinco tipos
de comunicación que se utilizan en la comunidad científica
y académica: la intracientífica, entre pares de una
misma especialidad; la intercientífica, de científicos
de una especialidad a otra; la pedagógica, que se da en el
ámbito escolar desde primaria hasta universidad; la divulgación
de la ciencia, que busca informar sobre un tema a un público
lego que rara vez logrará utilizar los resultados de las
investigaciones para su beneficio; y la popularización de
la ciencia, que utiliza principalmente un lenguaje narrativo y busca
incorporar elementos de la cultura científica al acervo cultural
de la gente para que las grandes masas entiendan que pueden servirse
de la ciencia en su vida diaria (Betancourt, 2000).
Se observa pues, que para este autor
la divulgación es un tipo específico de comunicación,
como lo es de igual manera la popularización así llamada
por él, dos caracterizaciones que por ahora uniremos en lo
que este trabajo denomina divulgación de la ciencia, y a
la cual se conceptualiza como una labor de comunicación que
implica la producción de mensajes que, tomados del campo
científico, son recodificados para su difusión en
un campo distinto, no especializado, y más amplio de aquel
en el que se originaron: el resto de la sociedad.
La cultura, campo de la divulgación
Aun cuando a partir de su propio nombre la divulgación de
la ciencia pareciera corresponder al campo científico, ubicarla
en el campo de la producción cultural permite entender muchos
de los conflictos que los divulgadores han tenido en su contacto
con los científicos, o que los mismos científicos
que hacen divulgación han enfrentado con sus colegas. Retomando
los tipos de comunicación mencionados por Betancourt se puede
distinguir que de entre ellos, la comunicación intracientífica
y la intercientífica encuentran su lugar en el campo de la
ciencia; la comunicación pedagógica corresponde al
campo de la educación, y la divulgación y popularización
tienen espacio propio en el campo de la producción cultural.
Veamos por qué.
En el campo de la producción
cultural se pueden distinguir dos subcampos: el de la producción
restringida, que corresponde al arte "culto", que comúnmente
identificamos con la música clásica, las artes plásticas,
la literatura "seria", etc., con sus museos, galerías,
librerías, teatros, artistas consagrados y críticos
especializados, y que Bourdieu define claramente como un "sistema
que produce para los productores"; y el de la producción
en gran escala, donde se tiene a los medios de comunicación
y demás industrias culturales, que está "organizado
con miras a la producción de bienes culturales destinados
para los no-productores", esto es, para el público masivo
(Bourdieu, 1993, p. 114).
Hablando de ciencia, todos los que
no somos científicos somos no-productores, y si se considera
a la ciencia como una parte de la cultura, los productos de la comunicación
intra e intercientífica, vistos como productos culturales,
estarían ubicados en el subcampo de la producción
restringida, tal como se deduce de la afirmación de Manuel
Calvo, quien reconoce que la ciencia es elemento fundamental de
la cultura cuando dice que "Hoy creemos, de manera casi unánime,
que la divulgación de la ciencia y la tecnología es
necesaria para el desarrollo cultural de un pueblo y que es importante
que avances, hallazgos, experimentos, investigaciones y preocupaciones
científicas se presenten al público y se constituyan
en parte fundamental de su cultura, en una sociedad presidida por
el ideal científico como es la sociedad contemporánea."
(Calvo, 1997, s.p.). Pero los productos de la divulgación
de la ciencia, que para llevarse a cabo recurre a los medios de
comunicación y se dirige a quienes no son productores del
conocimiento ni productores de los bienes simbólicos más
reconocidos dentro del campo de la producción cultural, se
incluirían en el subcampo de la producción en gran
escala, la que es despreciada por comercial, por "homogenizadora",
por vulgar.
De hecho, el análisis de
Bourdieu ubica a los medios de comunicación en la parte más
baja del campo de la producción cultural porque se dirigen
a un público masivo, que es lo opuesto al público
que sabe disfrutar el arte legítimo, el de la alta cultura
(producto con el mayor reconocimiento en este campo específico).
Con ello, la divulgación carga con un doble estigma: el del
propio campo en que se ubica y el del campo científico; se
le desprecia porque degrada la ciencia y porque se vale de los medios
masivos para ello.
Porque lo que hace la divulgación
es tomar elementos del discurso científico, sacarlos de su
campo y llevarlos al campo de la producción cultural, donde
pasará a formar parte de los productos culturales en la forma
de un mensaje "traducido" a un código más
comprensible por el ciudadano común. En ese acto doblemente
desacralizador, el poder simbólico del discurso científico
es debilitado por la acción de hacerlo accesible. Lo que
ocurre entonces es, utilizando la analogía con el deporte,
que el balón es sacado de la cancha de fútbol profesional
para llevarlo al lote baldío de los chamacos, que ahora podrán
jugar con él. Y el ladrón de la pelota es el divulgador.
El divulgador como mediador entre
campos
La mediación es entendida como una negociación entre
partes en conflicto, y en el caso específico de la mediación
comunicativa, se trata de lograr "un cierto consenso en las
representaciones del mundo que elaboran los distintos miembros del
grupo". (Martín,1986, p. 116). Consenso que se logra
a través del trabajo de introducción de sentido que
realiza el mediador. Otro concepto de la mediación (Barbero,
2001) alude al papel del profesional de la comunicación como
facilitador del diálogo entre los diversos grupos sociales.
En los tres casos, el divulgador cumple con esas caracterizaciones.
Si tomamos en cuenta que el campo
científico y el campo de la producción cultural, aunque
pueden compartir agentes, son relativamente autónomos, se
puede observar el conflicto que se genera por la actividad del divulgador,
ya que el capital simbólico (y el poder que le acompaña)
generado en el campo de la ciencia es puesto al alcance de quienes
no son reconocidos como miembros de ese campo. Aquí, el divulgador
media, negocia, lo que de un campo se traslada y se traduce al otro,
apoyándose en el discurso que la misma ciencia ha generado
respecto de su aportación al desarrollo social.
En un segundo aspecto, y retomando
la propuesta de Martín Serrano (1986), se puede afirmar que
el divulgador científico, comunicador de la ciencia, lleva
a cabo una labor de mediación en tanto que selecciona de
la realidad (sistema referencial) determinados emergentes que acontecen
en un grupo social (en este caso el campo científico), y
que son transformados en acontecer público al introducir
un sentido; labor que se realiza por el recurso a equipamientos
tecnológicos y estructuras narrativas diversas que son reconocidos
como propios de la comunicación social. El hecho científico
es convertido en asunto público y del público.
Finalmente, retomando lo dicho por
Jesús Martín Barbero (2001) durante una conferencia
al referirse al papel de los licenciados en ciencias de la comunicación
no como intermediarios sino como mediadores, en el sentido de acercar
a los sectores sociales, el comunicador de la ciencia es un mediador
porque a través de su actividad profesional (propia del campo
cultural) sienta las bases para el diálogo entre la ciencia
y la sociedad, que es, a decir de Calvo (1997), un objetivo que
no termina de cumplirse. Y para lograrlo, los licenciados en ciencias
de la comunicación tendrían mucho que aportar.
Literatura
citada :
Barbero, J.M. (2001, noviembre).
"El impacto del comunicador en el campo laboral", conferencia
dictada durante el II Congreso Internacional de Comunicación,
Mexicali, B.C. México.
Betancourt, J. (2000). "La formación del divulgador
científico". En Divulgación científica.
Memoria del encuentro nacional de Sinaloa. México: SEP-Conacyt
(pp. 41-50).
Bourdieu, P. (1993). The Field of Cultural Production. New
York: Columbia University Press.
Bourdieu, P. (1984). Distinction. A Social Critique of the Judgment
of Taste. Cambridge: Harvard University Press.
Calvo Hernando, M. (1997). "Objetivos de la divulgación
de la ciencia" [versión electrónica]. Chasqui
núm. 60.
Calvo Hernando, M. (2000). "Medios alternos y organizaciones
para la divulgación científica". En Divulgación
científica. Memoria del encuentro nacional de Sinaloa.
México: SEP-Conacyt (pp. 30-40).
García Canclini, N. (1993). El consumo cultural en México.
México: Conaculta.
Giménez, G. (1994). "La teoría y el análisis
de la cultura. Problemas teóricos y metodológicos".
En González, J.A. y Galindo Cáceres, J. (1994). Metodología
y cultura. México: Conaculta (pp. 33-65).
Martín Serrano, M. (1986). La producción social
de comunicación. Madrid: Alianza Editorial.
Mtra. Luz María Ortega Villa.
Profesora de tiempo completo
en la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad
Autónoma de Baja California,
B.C., México |