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Por Rubén Pizano
Número 33
Una
aplastante mayoría de las personas dedicadas al oficio de la literatura
reacciona con disgusto cuando se llega a insinuar siquiera que su
actividad artística tiene alguna relación con materias como la publicidad
y la mercadotecnia; arguyen que todas las artes respetables son
precisamente lo opuesto a cualquier actividad ligada a un vulgar
mercantilismo.
Sin
embargo, yo creo que, en muchos aspectos, literatura y publicidad
tienen muchos puntos de contacto; se parecen en no pocos detalles.
Para empezar, tanto una actividad como la otra tienen la pretensión
proclamada de mejorar la existencia de la gente, cada cual a su
modo.
La
literatura, por supuesto, trata de embellecer la vida de las personas
de varias maneras; la más elemental de ellas es proporcionar distracción.
Su propósito primario, refiriéndonos concretamente a la literatura
de ficción, es ocupar ciertos ratos del lector, sacándolo de su
realidad cotidiana, para llevarlo a introducirse en vidas imaginarias
y en sucesos ajenos, habitualmente extraordinarios; lo que implica
darle la oportunidad de eludir sus problemas propios durante un
cierto lapso. El estilo de distracción ya es cuestión de cada quien.
Alguien preferirá leer historias románticas; otras personas gustarán
de las historias de acción, como pueden ser las novelas o cuentos
de aventuras, narraciones policíacas, de terror, de ciencia ficción,
etcétera.
Pero
la literatura puede hacer mucho más que divertir. Puede educar de
modo directo o despertar interés en la historia al darle amenidad.
Inclusive, actualmente podemos hallar datos muy interesantes sobre
cuestiones científicas en libros del genero de la ciencia ficción
y no es extraño encontrar personajes científicos bien conocidos
que afirman haber descubierto su vocación precisamente en las páginas
de alguna historia de ese género, la cual les despertó la inquietud
por profundizar en el estudio de una u otra especialidad académica.
La
literatura también es promotora. Promueve ideas; promueve puntos
particulares de vista; promueve filosofías; promueve principios
sociales, morales y políticos. Por consecuencia, puede afirmarse
que promueve conductas y maneras de asumir la existencia diaria.
En este aspecto, la literatura es un factor que lo mismo puede ser
motor de avance humano que de oscurantismo. Es por esto que un libro
puede ser un poderoso instrumento de subversión. Claro que lo positivo
o lo negativo de una obra literaria va en función de la mentalidad
de cada lector y de su trasfondo cultural. Y sucede otro tanto,
en alguna medida con la publicidad.
La
publicidad también pretende, aunque sea en niveles diferentes, entretener,
educar y, ciertamente, promover.
Sí,
porque la publicidad debe ser "espectáculo" aún en el medio más
restringido con que se cuenta, que lo es sin duda alguna el impreso.
Una fotografía que atrae poderosamente nuestra mirada, una frase
que nos atrapa por lo que sugiere, o la combinación de ambos elementos,
es un entretenimiento, así sea muy momentáneo y consiga abstraernos
de la realidad durante unos cuantos segundos nada más. Nadie puede
poner en duda la calidad de espectáculo de entretenimiento de la
publicidad, al ver spots proyectados por televisión o en
las pantallas enormes del cine --los medios estelares de difusión--
en los que se aprovechan integralmente las posibilidades visuales
del movimiento, del color, de la actuación, de escenografías novedosas,
de efectos especiales, de sonido cuadrafónico, etc., para llevarnos
a fijar nuestra atención en un producto y en su marca distintiva.
La
publicidad educa, según afirman algunos estudiosos teóricos del
asunto. En su forma más elemental --dicen esos personajes-- los
anuncios publicitarios, además de informarnos sobre la existencia
de tal o cual producto, lo cual ya es un principio de ilustración,
suele enseñarnos la manera de utilizar el artículo o servicio que
compramos y nos guía para localizarlo sin esfuerzo de nuestra parte.
Nos educa una pieza publicitaria cuando nos hace notar, por ejemplo,
que existen el mal olor del sudor y la halitosis y que hay una manera
de evitarlos. Se podría decir que se nos da una lección de etiqueta
social al hacernos ver que problemas como los mencionados son perjudiciales
para nuestra imagen ante el resto de la gente. Empero, aquí entra
también en juego el criterio particular y el nivel cultural del
espectador de los anuncios.
Mucho
se ha debatido acerca de la ética de la publicidad y son incontables
los casos en que se alzan voces indignadas para denunciar que equis
spots contribuyen a degradar o, al menos, a llevar hacia
la autodenigración a una buena parte de la gente que recibe los
mensajes publicitarios. Dicen que los anuncios también tienen una
influencia sobre las personas; concretamente en los espectadores
con menor formación moral y cultural. Así como un libro, vamos a
poner por caso Mein Kampf de Adolfo Hitler, puede deformar
la mentalidad de multitudes, un anuncio tiene incluso mucho más
posibilidades de hacerlo gracias a su repetición constante en las
pantallas, pues en tanto que la lectura de un libro exige cierto
esfuerzo de la persona, un anuncio es algo que viene al encuentro
del espectador sin exigirle nada. Igual que el libro, el anuncio
da una falsa validez a actitudes, lo mismo correctas que incorrectas
socialmente.
Recuerdo
que no hace mucho tiempo, tal vez un par de años, escuché a varias
personas referirse con disgusto a un par de comerciales televisivos
que, según ellas, eran moralmente cuestionables. Uno de esos anuncios
era el de un producto bien conocido: un jugo de naranja embotellado.
En él se veía a una señora, joven y guapa, que ponía a funcionar
un exprimidor, si no mal recuerdo, pero sin usarlo realmente. Enseguida,
entraba a escena el supuesto marido, a quien ella entregaba un vaso
lleno de líquido con aspecto de jugo de naranja. El hombre se bebía
aquel líquido turbio y agradecía a su linda mujercita que se esforzara
por complacerlo, exprimiendo naranjas para proporcionarle tanto
placer.
Hubo
una variante de aquel anuncio, en el cual se promovía una marca
de frijoles en lata; este es algo más reciente y probablemente el
lector lo recuerde. Evidentemente, el punto a explotar en aquellos
anuncios era dar la idea al posible comprador de que obtendría productos
de un sabor que nada le pedía a lo natural, en el primer caso y
a lo hecho en casa en el segundo. Se hacía eso publicitariamente,
o sea creativamente, con ingenio. La objeción de los detractores
de dicha publicidad fue que ambos anuncios promovían una conducta
totalmente carente de ética. Se daba validez al engaño, en pocas
palabras.
Recuerdo,
en este mismo tenor, otro spot que me resultó chocante. Era
un anuncio de cierto cereal de la marca que ustedes evocarán de
inmediato. En éste, un mozalbete muy listo amenazaba, con sonrisa
maquiavélica en la boca, con denunciar a su hermano mayor por los
daños hechos al auto familiar que había sido usado sin autorización,
en caso de que el muchacho no le cediera la última porción que quedaba
del famoso cereal en la caja. La sugerencia velada era, claro está,
el uso de la extorsión como recurso válido para obtener lo que se
desea.
Para
personas formadas y maduras, lo más probable es que esos spots
no tengan influencia alguna en su comportamiento futuro, al tener
bases éticas lo suficientemente sólidas para apreciar el asunto
como lo que pretendió ser: una manera de decirle al potencial consumidor
que su producto era de tal calidad que algunos individuos podían
ser capaces de hacer cualquier cosa con tal de obtenerlo. Pero,
para personalidades no totalmente formadas (y no perdamos de vista
el hecho de que el susodicho anuncio iba dirigido a un sector de
consumidores precisamente de infantil a adolescente) el mensaje
secundario que muy posiblemente quedaba en la mente era la sugerencia
de la efectividad del chantaje, más o menos justificado con ingenio.
Evidentemente,
si no tenemos cuidado con los mensajes secundarios que ponemos en
nuestra creatividad publicitaria, también se puede acusar a la publicidad
de educar, pero a la inversa.
Resulta
obvio referirnos a la parte en que decimos que la función principal
de la publicidad es promover. Se anuncia para promover la venta
de productos o servicios. Pero, al igual que la literatura, la publicidad
llega a promover modos de vida, al crear necesidades artificiales
y ambiciones. Esto, según muchos estudiosos, es una característica
positiva de la publicidad. De acuerdo con esta óptica, podemos decir
que personas de un nivel socio-económico y cultural bajo serán impelidas
a buscar su propia superación, cuando contemplan -deslumbradas--
los satisfactores que la publicidad pone ante sus ojos y que en
ese momento están fuera de su alcance. Pero también hemos de suponer
que un número elevado de personas será incapaz de elevarse económicamente
por medios lícitos y, con las aspiraciones sembradas por la publicidad
consumista, se lanzarán por los caminos de la delincuencia para
conseguir lo que ahora conceptúan como necesidades. Decía mi abuela
paterna que todo en esta vida tiene sus asegunes.
Por
cierto. Estoy refiriéndome a la publicidad y se me está olvidando
la mercadotecnia. Materia de la que, según ciertos entendidos, dependería
idealmente la publicidad. Nos dicen que la publicidad es una técnica,
o como el lector quiera llamarla, al servicio de la mercadología.
Incluso, existe la tendencia desde hace ya varios años a supeditar
en gran medida la creatividad publicitaria a los resultados de estudios
e investigaciones de mercado, dizque para garantizar el éxito de
las campañas publicitarias El lector tendrá su opinión y yo daré
la mía.
Me
viene a la memoria una cosa, a este respecto. Una anécdota que cuenta
mi esposa de la época en que ella se inició en las lides publicitarias,
dentro de la agencia Leo Burnett. Ella aprendió lo que había qué
saber sobre publicidad de manera práctica, no estudió ninguna carrera
relacionada con el tema, así que al principio de sus labores en
ese campo tenía muchas preguntas. Una de ellas fue, sencillamente:
¿Qué es, en sí, la mercadotecnia?
Esta
pregunta se la hizo a un personaje muy importante en la historia
de la publicidad en México, don José Álvarez Eguía --don Pepe para
sus conocidos--, quien por esos días era ejecutivo de cuenta de
la empresa Productos de Maíz.
Indudablemente
con la autoridad que le daba su experiencia, con una expresión solemne
y espíritu muy didáctico, don Pepe respondió que la mejor manera
de explicarlo era hacer un símil y halló uno a la mano:
Lo
que hace la mercadotecnia es parecido a lo que haría alguien que
deseara hacer un cálculo aproximado del número de peces que hay
en el mar -dijo--. Lo que haría sería tomar un metro cúbico del
agua del océano, como muestra representativa, y hacer un recuento
de los peces. Conseguido éste, se haría una proyección de acuerdo
con el cálculo de los metros cúbicos que puede tener el mar. Pero
una cosa sí es muy importante: antes que nada, se debe determinar
cuál es el número de peces que se desea encontrar.
Así
era la visión de un hombre que sin discusión marcó rutas y dejó
huella en la actividad publicitaria de nuestro país y que siempre
trabajó de acuerdo con los derroteros que la mercadología marcaba.
Pero seguramente, claro está, siempre que fueran los derroteros
que él deseaba encontrar. En este aspecto, yo encuentro que también
la mercadotecnia tiene parecido con la literatura. También los estudios
e investigaciones de mercado, por fríos que puedan parecer, por
estar hechos de números, pueden embellecer el tema que tratan. Normalmente,
le dicen al que los paga lo que éste quisiera escuchar. La mercadotecnia
no es matemática; se hace de conceptos que siempre son manipulables.
Cuestionarios hábilmente dirigidos dan resultados que se planean.
Esta no es una crítica, ni mucho menos. Yo no censuraría a la literatura
que nos proporciona un poco de gozo y tampoco reprocharía que los
mercadólogos hagan feliz a un cliente, al menos durante un cierto
lapso.
Pero,
bueno, creo que me he extendido mucho en las semejanzas entre literatura,
publicidad y mercadotecnia, cuando que tal vez lo más importante
en este caso sea analizar un poco desde mi perspectiva particular
las relaciones entre estas materias. Por supuesto, publicidad y
mercadotecnia de un lado y literatura del otro.
¿Cuáles
son las relaciones que se pueden establecer entre la literatura
y la comunicación masiva con fines comerciales?
Para
poner un poco de orden. Yo pondría dos grandes tipos de relación.
Primero, el de la mercadotecnia y publicidad como servidores de
la literatura. Como actividades orientadas a vender un producto
llamado obra literaria o, dicho simplemente, el Libro.
Los
libros son productos como cualesquiera otros, susceptibles de convertirse
en clientes de la mercadotecnia y la publicidad. La mercadotecnia,
se encargará de definir cuál es el nicho de mercado al que debe
ir una obra específica. Nos dirá a qué nivel de edad de los lectores
nos dirigiremos; a qué clase socioeconómica; a personas de qué intereses;
a gente de qué sexo primordialmente; a qué estrato cultural; fijará
cuál es el precio conveniente, dependiendo de factores varios como
serían el prestigio del autor, la calidad de impresión, encuadernado,
etc., además del presupuesto que la editorial esté dispuesta a invertir
para la promoción.
De
la promoción, propiamente, se encargarán la publicidad y otro instrumento
al que no se debe perder de vista: las relaciones públicas, un estilo
de publicidad que puede tener un gran impacto, ya que no se presenta
como anuncios comerciales, sino como testimonios periodísticos por
ejemplo.
Hace
ya algunos años, tuvimos una muestra de esto cuando una autora francesa,
Vivian Forrester, vino a promover la edición en español de un libro
suyo, titulado El horror económico. Esta obra es una crítica
más o menos aguda al enfoque de las sociedades postmodernas sobre
la economía fría y deshumanizada; y muy particularmente una censura
al modelo neoliberal. La escritora fue presentada en un programa,
no recuerdo si sabatino o dominical nocturno, por el conocido comentarista
Ricardo Rocha. Sin otra clase de publicidad, que yo haya visto,
el libro se vendió como pan caliente y se agotó en cosa de tres
días en la gran mayoría de las librerías más conocidas de la ciudad
de México. Yo pude comprarlo sólo después de recorrer medio centenar
de librerías del centro de la capital.
Lo
que se hace evidente, por supuesto, es el poder del instrumento
promotor favorito de la mercadotecnia y la publicidad: la televisión.
No voy a descubrir el hilo negro al decir que no existe un medio
que promueva mejor la venta de cualquier cosa que al lector se le
ocurra. El poder de la imagen en movimiento y el sonido que llega
a millones de hogares es indiscutible. En cuestiones de literatura
no es la excepción y se ha demostrado hasta la saciedad en varias
oportunidades. Veamos sólo dos casos.
Para
nadie es extraño el hecho de que una figura tan importante de la
literatura como fue don Octavio Paz tuvo su momento de mayor auge
como "vendedor de libros" cuando Televisa lo acogió como estrella
de varios programas, muy interesantes para cierto sector del público,
y lo colocó casi en un altar ante los televidentes.
Independientemente
de la indiscutible estatura intelectual de ese personaje que, a
no dudarlo, se hizo justamente acreedor al Premio Nobel, sus bonos
se elevaron hasta las nubes, cuando se le hizo aparentemente accesible
hasta al último hijo de vecino. Y digo aparentemente porque, al
igual que sus obras, los comentarios de viva voz de Paz no eran
para cualquier oído. Una visión realista del asunto nos hace ver
que la mejor literatura es elitista, comprensible sólo para gente
con una sólida base cultural. Incluso el lenguaje que utilizan autores
como Paz es en cierta medida excluyente.
Sin
embargo, es un hecho que las obras de Octavio Paz tuvieron un inusitado
éxito en la temporada en que él brillaba en las pantallas de televisión.
Sus libros ya no eran comprados únicamente por la gente que antes
los adquiría habitualmente; su mercado se amplió. Se dio el fenómeno
de que muchas personas que hasta carecían del hábito de la lectura,
compraran las obras de Paz, únicamente porque se les convirtió en
una especie de necesidad tener sus libros, como objetos de status,
aunque ni los leyeran ni los entendieran bien a bien cuando lo intentaban.
El
otro caso que puedo mencionar es el que tuvo lugar hace ya varios
años, ni siquiera recuerdo cuántos, cuando se llevó al cabo una
intensa actividad publicitaria en televisión para promover la venta
de varios libros editados por Edivisión. Debo decir que soy un fanático
de los géneros literarios de terror y ciencia ficción, así que caí
en la trampa de la publicidad y compré uno de los libros cuyo título
machacaban más en spots con una gran frecuencia. Se llamaba Prisionero
del más allá y era de un tal Paul Feranka, o algo así. Tengo
entendido que la venta de ése y de los otros libros que recibieron
tal promoción fue bastante fuerte en principio, pero no se mantuvo
así mucho tiempo debido a un principio que siempre he creído y pregonado:
la mejor manera de aniquilar rápidamente a un mal producto es anunciarlo
de modo intensivo. No es verdad que se pueda sostener un producto
malo en el mercado gracias a la publicidad. Las razones, creo, son
obvias. En efecto, la promoción publicitaria produce una venta masiva
al principio, pero muy pronto, en cuanto el público se da cuenta
de la baja calidad del producto, la reacción se concreta en un tipo
de publicidad tremendamente efectivo, el que funciona de boca a
boca, traducido a "recomendaciones negativas". Actualmente, de vez
en cuando, ustedes podrán encontrar algunos libros de la colección
antes mencionada en ciertas librerías, a precios bajísimos, y creo
que ni así se venden ya.
El
segundo tipo de relación que se establece entre mercadotecnia y
publicidad con la literatura sería aquel en el cual ésta se pone
a las órdenes de aquéllas en cierta medida o, incluso, absolutamente.
En
realidad, este fenómeno nació mucho antes de que se conociera siquiera
el concepto mercadotecnia. La verdad es que podríamos remitirnos
posiblemente a siglos pasados, cuando el libro, que había sido un
objeto eminentemente cultural y restringido a círculos pequeños
hasta la edad media y quizá parte del Renacimiento, fue visto repentinamente
como un objeto comercial potencialmente. ¿Cómo? Indiscutiblemente,
como un instrumento de entretenimiento para grandes masas.
Del
carácter solemne que tenían los libros, que incluso se escribían
en los idiomas considerados cultos, como el latín y el griego, con
la marcada intención de llegar únicamente a los lectores ilustrados,
que eran generalmente personas de la nobleza, del clero y, ocasionalmente,
de la más alta burguesía, se pasó a la elaboración de obras en lenguajes
populares, con temas de diversión masivos y en tirajes lo más grandes
que fuera posible, con una finalidad práctica: vender más para ganar
mejor. El libro se hizo negocio al paso de los siglos y ya en el
siglo XIX podemos destacar a escritores que podríamos definir como
autores totalmente comerciales. Valga como ejemplo un Alejandro
Dumas, con todas sus divertidas novelas de aventuras en ambientación
histórica.
La
literatura evoluciona en función al mercado. Hasta los ricos capitalistas
han dejado de ser los señorones todopoderosos que pueden disponer
de buena parte de su tiempo para sí mismos, en la intimidad de sus
enormes mansiones. La competencia creciente hace que deban concentrarse
en sus negocios cada vez más tiempo, so pena de descuidarse y perder
dinero. Ni qué decir de las masas trabajadoras.
¿Qué
es entonces lo que la gente podrá leer? Un erudito en cuestiones
académicas es quien podrá dedicarse aún a los clásicos, pero una
persona común buscará la información en el menor número posible
de palabras. De igual manera, la literatura de entretenimiento debe
ser concisa, contar una historia de la manera más sencilla. Hemingway
aplica en gran medida el estilo periodístico a la ficción y es por
eso uno de los padres de la literatura más característica del siglo
XX. En pocas palabras, le da al público lo que éste necesita.
Todavía,
sin embargo, se puede hablar de literatura culta en el caso de Hemingway,
aunque se haya inclinado hacia un estilo accesible a una mayor cantidad
de lectores. Claro que no faltan críticos que opinen que él prostituyó
su arte para ponerlo al servicio del vulgar consumismo.
Pero
es en las últimas dos décadas cuando la literatura, o
parte de sus cultivadores al menos, se pone totalmente al servicio
de los requerimientos del mercado.
Ya
es secreto a voces que, en los Estados Unidos de Norteamérica, incontables
éxitos de librería fueron planeados como tales en escritorios más
dignos de expertos en mercadotecnia que en el gabinete de un escritor
de corazón puro entregado a la tarea de crear una obra maestra sin
importarle si llegará a ser comercial o no. Se persigue lo que ya
mencionamos: posicionar el libro, aun antes de ser escrito, en determinado
segmento del mercado y de acuerdo con las tendencias de preferencia
que esa porción exhibe. Si lo que parece llamar la atención del
consumidor en ese momento es el horror, se le atiborrará de novelas
de terror hasta que dé signos de fatiga y empiece a mostrar preferencia
hacia otro género. Se busca hasta el título más adecuado y se elaboran
estudios con muestras representativas de la población para averiguar
cuál causará el impacto más favorable. Se investiga cuidadosamente
hasta cómo deberá ser el desenlace de la historia, para que satisfaga
al lector y lo lleve a recomendar el libro. Todo es prefabricado,
podríamos decir.
Pero
no se piense que eso solamente ocurre en nuestro vecino país del
norte. En América Latina, se dice que el escritor Mario Vargas Llosa
se aplicó a la tarea de estudiar cuáles serían los ingredientes
precisos para producir obras de éxito. Según esa versión, con base
en sus conclusiones metió a la computadora las descripciones de
prototipos indispensables, según él, para que la receta diera buenos
resultados: Un hombre exitoso, una mujer infiel, el amigo desleal,
la madre autoritaria, el padre reaccionario y tonto, un villano
ingenioso y toda una gama amplia de caracteres humanos. Con todos
esos perfiles, se fabricarían historias, obedientes asimismo a una
serie de estructuras de desarrollo básicas. Para hacer aquellos
cocteles dizque literarios de best seller, se ocuparía a los miembros
de un taller formado por jóvenes aspirantes a escritor, quienes
elaborarían las novelas en bruto, para que el propio Mario les aplicara
la "última pincelada", el toque final para que llevaran su firma
que, por supuesto, sería uno de los principales factores de venta.
Se
comenta que hubo el número suficiente de críticas adversas para
lograr que el peruano desistiera de su plan. Ignoro si se trata
de un cuento para denigrar a Vargas Llosa o si realmente él tuvo
intenciones de producir best sellers en serio, así que, si
alguien sabe algo más al respecto, le agradeceré que me lo informe.
Pero
otros autores no han perdido la oportunidad y, volviendo a los Estados
Unidos, tenemos a novelistas como Harold Robbins, por mencionar
a uno de los más notorios, que han explotado hasta la saciedad los
temas que despiertan la curiosidad de la mayor parte del público
estadounidense, a saber: violencia, infidelidad, erotismo subido
de color, desviaciones sexuales, cierto sadismo, etc., mismos que
le son entregados a los lectores en un estilo muy próximo al de
la acción cinematográfica.
Y,
por cierto, aquí sería conveniente referirnos de pasada a la influencia
que publicidad, mercadotecnia y los medios de que éstas se valen
han tenido sobre la literatura más actual.
Claro
que darles a las novelas estructuras de telenovela y ponerlas en
un lenguaje simple, o sea literatura "light", ya es una influencia
mayúscula, pero no es la única. Abriendo un paréntesis, no quiero
dejar de comentar cuál era el criterio literario de una conocida
autora mexicana que se ajustó integralmente a esos lineamientos
del estilo ultraligero. Doña Caridad Bravo Adams, autora de novelas
que acabaron por convertirse en telenovelas, decía que ella escribía
para que pudieran entender sus obras personas de 14 años que apenas
sabían leer. Y, viendo la gran mayoría de esos telechurros, creo
que el resto de los guionistas sigue su ejemplo cabalmente.
Lo
que iba a decir es que hay por lo menos otra influencia notable
del medio favorito de la mercadotecnia sobre la literatura aquí
mismo, en nuestro país: sencillamente, la televisión ha puesto a
la literatura al borde de la extinción, si atendemos a la estadística
que indica que cien millones de mexicanos leen, por promedio, un
libro y medio por año, mientras que se ha ido incrementando el número
de televidentes en forma monstruosa. Hasta la telenovela, precisamente,
que por mucho tiempo pareció terreno exclusivo de las amas de casa
de bajo nivel socioeconómico, es ahora artículo de consumo de niveles
más altos y con la adición de abundante público masculino.
Se
ha cambiado al libro por la pantalla electrónica.
¿Qué
podemos esperar los autores que nos mantenemos en la terquedad de
decir nuestra verdad sin ajustarnos a los cartabones que marcan
las tendencias mercadológicas? ¿Qué futuro tiene una literatura-arte,
frente a la literatura-comercio? No le veo ningún gran porvenir
cuantitativamente. Un libro que no esté al nivel de una persona
de 14 años y que apenas sepa leer, no es de interés para las editoriales
que quieren obtener altas utilidades.
Actualmente,
creo yo, ya no se juzga un manuscrito por la calidad literaria que
contenga, sino por las posibilidades mercadológicas que se aprecien
en él.
Basta
con examinar las listas de libros con grandes tirajes, para darnos
cuenta de lo que podemos esperar. Los autores de mayor éxito son,
hoy por hoy y sin duda alguna, personas como Carlos Cuauhtémoc Sánchez,
encuadrable dentro de la llamada literatura de superación personal.
Claro
que es justo reconocer que su triunfo es en gran medida un producto
de la situación económica y social de crisis que atraviesa dramáticamente
nuestra patria. Las obras de un Cuauhtémoc Sánchez, de un valor
literario muy discutible según entendidos en los terrenos de la
lingüística y las artes del buen decir, obedecen a una necesidad
psicológica imperiosa: buscar desesperadamente la esperanza en un
mundo que pinta cada vez más negro por la polarización extrema de
clases; donde se ve que habrá cada vez más pobres y menos ricos
comparativamente. La gente está buscando una nueva fe congruente
con nuestro tiempo, en substitución de las creencias tradicionales,
que a ratos parecen pasadas de moda. Los libros de este señor, con
su estilo sensiblero, pseudo religioso, que echa mano de una mezcla
de conceptos del cristianismo, del budismo, de filosofías exóticas
y hasta del ocultismo, responden a esa necesidad del público, al
que se conduce hacia una forma disimulada de conformismo, no de
verdadera superación. De lo que tratan las obras de este autor es
de imponer tranquilidad a las grandes masas de población, mediante
el recurso manejado ampliamente de proponer que quien posee paz
espiritual es más rico, verdaderamente, que aquel ser que nada en
oro pero naufraga en la incertidumbre existencial.
Tal
vez soy demasiado suspicaz, pero siento que su política de apaciguamiento
resulta muy conveniente para quienes gobiernan nuestro país y que,
por ese motivo, hasta se le entregó a Carlos Cuauhtémoc Sanchez
el Premio Nacional de la Juventud, otorgado por el presidente de
los Estados Unidos Mexicanos, cuando tenía sólo 21 años de edad,
por su primer libro: Sheccid, al cual basta echarle una mirada
muy superficial para apreciar que carece de lo que tradicionalmente
se ha entendido como méritos literarios.
Y
ya que tocamos el tema de los premios, habría que hablar de los
galardones que se otorgan a obras literarias, los que, en opinión
de muchos entendidos, en nuestro país obedecen más a motivos políticos,
de influencia, de cuatismo y cosas como esas que a un juicio auténtico
de calidad. Y es una lástima si esta situación es verdadera, porque
un premio es una recomendación muy explotable para una promoción
publicitaria y, si las cosas funcionaran limpiamente, más escritores
tendrían oportunidad de dar a conocer sus obras y la literatura
nacional no se circunscribiría al mismo círculo bastante estrecho
que ya conocemos y al que cuesta mucho trabajo integrarse.
En
fin. Como quiera que sea, todavía existe por allí gente muy digna
de elogio --vaya mi homenaje de admiración para ella--, que insiste
en publicar literatura, aunque no le signifique éxito comercial
y, por lo mismo, no sea interesante para la mercadotecnia y la publicidad.
Lo malo de estas editoriales "idealistas" es que no pueden soslayar
completamente el factor mercantil y no pueden darse el lujo de publicar
muchas obras de autores nuevos, porque necesitan garantizar lo más
que sea posible el relativo éxito de cada libro que ponen en el
mercado, con los nombres de autores "de prestigio" como avales.
Finalmente,
quiero agregar, como cuestión de justicia divina, que la mercadotecnia
y la publicidad, a pesar de sus pretensiones de optimizar las posibilidades
de triunfo de un producto, han demostrado que no son infalibles
ni mucho menos... Bueno. Ya ni el Papa es considerado infalible,
¿por qué habría de serlo la mercadotecnia? Y se me ocurre como evidencia
de esto el caso de Laura Esquivel con su novela Como agua para
chocolate, que resultó un auténtico fenómeno dentro de la industria
del libro en México y que llegó hasta a convertirse en película
de cierto éxito nacional e internacional. No obstante la campaña
que se desplegó para el lanzamiento de la segunda novela de Laura,
campaña que seguramente se hizo con la certeza de que llevaba una
gran ventaja de salida por el antecedente de Como agua...,
de ninguna manera se obtuvieron los resultados deseados y esperados.
¿Son muchos quienes recuerdan por lo menos el título de ése su segundo
libro? Yo, para ser sincero, no he podido grabarlo en mi memoria.
Para
concluir, debo advertir que no soy de las personas que afirman tajantemente
que existen solamente buena y mala literatura. Creo que, como en
otras muchas materias, pongamos por caso la gastronomía, hay varios
niveles. Desde las delicias de gourmet de un pato laqueado chino,
hasta los humildes tacos sudados de canasta. La verdad es que no
soy intransigente y creo que cada platillo, sea de alta cocina o
de comida casera, puede resultar sabroso en su momento y lugar precisos.
No tengo nada, por ejemplo, contra la literatura para el gusto popular
y puedo disfrutarla igual que gozo de una buena quesadilla.
Lo
que sí me molesta un poco es que, en el momento actual, la industria
editorial está dando la preferencia a las enchiladas de los agachados
y presta muy poca atención a las delicias gastronómicas, debido
a que éstas no se venden de la misma manera, como resultado de que
la mercadotecnia y la publicidad parecen estar empeñadas en echar
a perder el "paladar" de los lectores.
Rubén
Pizano Díez
Sociedad de Escritores de Morelos
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