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2003

 

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Literatura y Publicidad: Vecinos no muy Distantes
 

Por Rubén Pizano
Número 33

Una aplastante mayoría de las personas dedicadas al oficio de la literatura reacciona con disgusto cuando se llega a insinuar siquiera que su actividad artística tiene alguna relación con materias como la publicidad y la mercadotecnia; arguyen que todas las artes respetables son precisamente lo opuesto a cualquier actividad ligada a un vulgar mercantilismo.

Sin embargo, yo creo que, en muchos aspectos, literatura y publicidad tienen muchos puntos de contacto; se parecen en no pocos detalles. Para empezar, tanto una actividad como la otra tienen la pretensión proclamada de mejorar la existencia de la gente, cada cual a su modo.

La literatura, por supuesto, trata de embellecer la vida de las personas de varias maneras; la más elemental de ellas es proporcionar distracción. Su propósito primario, refiriéndonos concretamente a la literatura de ficción, es ocupar ciertos ratos del lector, sacándolo de su realidad cotidiana, para llevarlo a introducirse en vidas imaginarias y en sucesos ajenos, habitualmente extraordinarios; lo que implica darle la oportunidad de eludir sus problemas propios durante un cierto lapso. El estilo de distracción ya es cuestión de cada quien. Alguien preferirá leer historias románticas; otras personas gustarán de las historias de acción, como pueden ser las novelas o cuentos de aventuras, narraciones policíacas, de terror, de ciencia ficción, etcétera.

Pero la literatura puede hacer mucho más que divertir. Puede educar de modo directo o despertar interés en la historia al darle amenidad. Inclusive, actualmente podemos hallar datos muy interesantes sobre cuestiones científicas en libros del genero de la ciencia ficción y no es extraño encontrar personajes científicos bien conocidos que afirman haber descubierto su vocación precisamente en las páginas de alguna historia de ese género, la cual les despertó la inquietud por profundizar en el estudio de una u otra especialidad académica.

La literatura también es promotora. Promueve ideas; promueve puntos particulares de vista; promueve filosofías; promueve principios sociales, morales y políticos. Por consecuencia, puede afirmarse que promueve conductas y maneras de asumir la existencia diaria. En este aspecto, la literatura es un factor que lo mismo puede ser motor de avance humano que de oscurantismo. Es por esto que un libro puede ser un poderoso instrumento de subversión. Claro que lo positivo o lo negativo de una obra literaria va en función de la mentalidad de cada lector y de su trasfondo cultural. Y sucede otro tanto, en alguna medida con la publicidad.

La publicidad también pretende, aunque sea en niveles diferentes, entretener, educar y, ciertamente, promover.

Sí, porque la publicidad debe ser "espectáculo" aún en el medio más restringido con que se cuenta, que lo es sin duda alguna el impreso. Una fotografía que atrae poderosamente nuestra mirada, una frase que nos atrapa por lo que sugiere, o la combinación de ambos elementos, es un entretenimiento, así sea muy momentáneo y consiga abstraernos de la realidad durante unos cuantos segundos nada más. Nadie puede poner en duda la calidad de espectáculo de entretenimiento de la publicidad, al ver spots proyectados por televisión o en las pantallas enormes del cine --los medios estelares de difusión-- en los que se aprovechan integralmente las posibilidades visuales del movimiento, del color, de la actuación, de escenografías novedosas, de efectos especiales, de sonido cuadrafónico, etc., para llevarnos a fijar nuestra atención en un producto y en su marca distintiva.

La publicidad educa, según afirman algunos estudiosos teóricos del asunto. En su forma más elemental --dicen esos personajes-- los anuncios publicitarios, además de informarnos sobre la existencia de tal o cual producto, lo cual ya es un principio de ilustración, suele enseñarnos la manera de utilizar el artículo o servicio que compramos y nos guía para localizarlo sin esfuerzo de nuestra parte. Nos educa una pieza publicitaria cuando nos hace notar, por ejemplo, que existen el mal olor del sudor y la halitosis y que hay una manera de evitarlos. Se podría decir que se nos da una lección de etiqueta social al hacernos ver que problemas como los mencionados son perjudiciales para nuestra imagen ante el resto de la gente. Empero, aquí entra también en juego el criterio particular y el nivel cultural del espectador de los anuncios.

Mucho se ha debatido acerca de la ética de la publicidad y son incontables los casos en que se alzan voces indignadas para denunciar que equis spots contribuyen a degradar o, al menos, a llevar hacia la autodenigración a una buena parte de la gente que recibe los mensajes publicitarios. Dicen que los anuncios también tienen una influencia sobre las personas; concretamente en los espectadores con menor formación moral y cultural. Así como un libro, vamos a poner por caso Mein Kampf de Adolfo Hitler, puede deformar la mentalidad de multitudes, un anuncio tiene incluso mucho más posibilidades de hacerlo gracias a su repetición constante en las pantallas, pues en tanto que la lectura de un libro exige cierto esfuerzo de la persona, un anuncio es algo que viene al encuentro del espectador sin exigirle nada. Igual que el libro, el anuncio da una falsa validez a actitudes, lo mismo correctas que incorrectas socialmente.

Recuerdo que no hace mucho tiempo, tal vez un par de años, escuché a varias personas referirse con disgusto a un par de comerciales televisivos que, según ellas, eran moralmente cuestionables. Uno de esos anuncios era el de un producto bien conocido: un jugo de naranja embotellado. En él se veía a una señora, joven y guapa, que ponía a funcionar un exprimidor, si no mal recuerdo, pero sin usarlo realmente. Enseguida, entraba a escena el supuesto marido, a quien ella entregaba un vaso lleno de líquido con aspecto de jugo de naranja. El hombre se bebía aquel líquido turbio y agradecía a su linda mujercita que se esforzara por complacerlo, exprimiendo naranjas para proporcionarle tanto placer.

Hubo una variante de aquel anuncio, en el cual se promovía una marca de frijoles en lata; este es algo más reciente y probablemente el lector lo recuerde. Evidentemente, el punto a explotar en aquellos anuncios era dar la idea al posible comprador de que obtendría productos de un sabor que nada le pedía a lo natural, en el primer caso y a lo hecho en casa en el segundo. Se hacía eso publicitariamente, o sea creativamente, con ingenio. La objeción de los detractores de dicha publicidad fue que ambos anuncios promovían una conducta totalmente carente de ética. Se daba validez al engaño, en pocas palabras.

Recuerdo, en este mismo tenor, otro spot que me resultó chocante. Era un anuncio de cierto cereal de la marca que ustedes evocarán de inmediato. En éste, un mozalbete muy listo amenazaba, con sonrisa maquiavélica en la boca, con denunciar a su hermano mayor por los daños hechos al auto familiar que había sido usado sin autorización, en caso de que el muchacho no le cediera la última porción que quedaba del famoso cereal en la caja. La sugerencia velada era, claro está, el uso de la extorsión como recurso válido para obtener lo que se desea.

Para personas formadas y maduras, lo más probable es que esos spots no tengan influencia alguna en su comportamiento futuro, al tener bases éticas lo suficientemente sólidas para apreciar el asunto como lo que pretendió ser: una manera de decirle al potencial consumidor que su producto era de tal calidad que algunos individuos podían ser capaces de hacer cualquier cosa con tal de obtenerlo. Pero, para personalidades no totalmente formadas (y no perdamos de vista el hecho de que el susodicho anuncio iba dirigido a un sector de consumidores precisamente de infantil a adolescente) el mensaje secundario que muy posiblemente quedaba en la mente era la sugerencia de la efectividad del chantaje, más o menos justificado con ingenio.

Evidentemente, si no tenemos cuidado con los mensajes secundarios que ponemos en nuestra creatividad publicitaria, también se puede acusar a la publicidad de educar, pero a la inversa.

Resulta obvio referirnos a la parte en que decimos que la función principal de la publicidad es promover. Se anuncia para promover la venta de productos o servicios. Pero, al igual que la literatura, la publicidad llega a promover modos de vida, al crear necesidades artificiales y ambiciones. Esto, según muchos estudiosos, es una característica positiva de la publicidad. De acuerdo con esta óptica, podemos decir que personas de un nivel socio-económico y cultural bajo serán impelidas a buscar su propia superación, cuando contemplan -deslumbradas-- los satisfactores que la publicidad pone ante sus ojos y que en ese momento están fuera de su alcance. Pero también hemos de suponer que un número elevado de personas será incapaz de elevarse económicamente por medios lícitos y, con las aspiraciones sembradas por la publicidad consumista, se lanzarán por los caminos de la delincuencia para conseguir lo que ahora conceptúan como necesidades. Decía mi abuela paterna que todo en esta vida tiene sus asegunes.

Por cierto. Estoy refiriéndome a la publicidad y se me está olvidando la mercadotecnia. Materia de la que, según ciertos entendidos, dependería idealmente la publicidad. Nos dicen que la publicidad es una técnica, o como el lector quiera llamarla, al servicio de la mercadología. Incluso, existe la tendencia desde hace ya varios años a supeditar en gran medida la creatividad publicitaria a los resultados de estudios e investigaciones de mercado, dizque para garantizar el éxito de las campañas publicitarias El lector tendrá su opinión y yo daré la mía.

Me viene a la memoria una cosa, a este respecto. Una anécdota que cuenta mi esposa de la época en que ella se inició en las lides publicitarias, dentro de la agencia Leo Burnett. Ella aprendió lo que había qué saber sobre publicidad de manera práctica, no estudió ninguna carrera relacionada con el tema, así que al principio de sus labores en ese campo tenía muchas preguntas. Una de ellas fue, sencillamente: ¿Qué es, en sí, la mercadotecnia?

Esta pregunta se la hizo a un personaje muy importante en la historia de la publicidad en México, don José Álvarez Eguía --don Pepe para sus conocidos--, quien por esos días era ejecutivo de cuenta de la empresa Productos de Maíz.

Indudablemente con la autoridad que le daba su experiencia, con una expresión solemne y espíritu muy didáctico, don Pepe respondió que la mejor manera de explicarlo era hacer un símil y halló uno a la mano:

Lo que hace la mercadotecnia es parecido a lo que haría alguien que deseara hacer un cálculo aproximado del número de peces que hay en el mar -dijo--. Lo que haría sería tomar un metro cúbico del agua del océano, como muestra representativa, y hacer un recuento de los peces. Conseguido éste, se haría una proyección de acuerdo con el cálculo de los metros cúbicos que puede tener el mar. Pero una cosa sí es muy importante: antes que nada, se debe determinar cuál es el número de peces que se desea encontrar.

Así era la visión de un hombre que sin discusión marcó rutas y dejó huella en la actividad publicitaria de nuestro país y que siempre trabajó de acuerdo con los derroteros que la mercadología marcaba. Pero seguramente, claro está, siempre que fueran los derroteros que él deseaba encontrar. En este aspecto, yo encuentro que también la mercadotecnia tiene parecido con la literatura. También los estudios e investigaciones de mercado, por fríos que puedan parecer, por estar hechos de números, pueden embellecer el tema que tratan. Normalmente, le dicen al que los paga lo que éste quisiera escuchar. La mercadotecnia no es matemática; se hace de conceptos que siempre son manipulables. Cuestionarios hábilmente dirigidos dan resultados que se planean. Esta no es una crítica, ni mucho menos. Yo no censuraría a la literatura que nos proporciona un poco de gozo y tampoco reprocharía que los mercadólogos hagan feliz a un cliente, al menos durante un cierto lapso.

Pero, bueno, creo que me he extendido mucho en las semejanzas entre literatura, publicidad y mercadotecnia, cuando que tal vez lo más importante en este caso sea analizar un poco desde mi perspectiva particular las relaciones entre estas materias. Por supuesto, publicidad y mercadotecnia de un lado y literatura del otro.

¿Cuáles son las relaciones que se pueden establecer entre la literatura y la comunicación masiva con fines comerciales?

Para poner un poco de orden. Yo pondría dos grandes tipos de relación. Primero, el de la mercadotecnia y publicidad como servidores de la literatura. Como actividades orientadas a vender un producto llamado obra literaria o, dicho simplemente, el Libro.

Los libros son productos como cualesquiera otros, susceptibles de convertirse en clientes de la mercadotecnia y la publicidad. La mercadotecnia, se encargará de definir cuál es el nicho de mercado al que debe ir una obra específica. Nos dirá a qué nivel de edad de los lectores nos dirigiremos; a qué clase socioeconómica; a personas de qué intereses; a gente de qué sexo primordialmente; a qué estrato cultural; fijará cuál es el precio conveniente, dependiendo de factores varios como serían el prestigio del autor, la calidad de impresión, encuadernado, etc., además del presupuesto que la editorial esté dispuesta a invertir para la promoción.

De la promoción, propiamente, se encargarán la publicidad y otro instrumento al que no se debe perder de vista: las relaciones públicas, un estilo de publicidad que puede tener un gran impacto, ya que no se presenta como anuncios comerciales, sino como testimonios periodísticos por ejemplo.

Hace ya algunos años, tuvimos una muestra de esto cuando una autora francesa, Vivian Forrester, vino a promover la edición en español de un libro suyo, titulado El horror económico. Esta obra es una crítica más o menos aguda al enfoque de las sociedades postmodernas sobre la economía fría y deshumanizada; y muy particularmente una censura al modelo neoliberal. La escritora fue presentada en un programa, no recuerdo si sabatino o dominical nocturno, por el conocido comentarista Ricardo Rocha. Sin otra clase de publicidad, que yo haya visto, el libro se vendió como pan caliente y se agotó en cosa de tres días en la gran mayoría de las librerías más conocidas de la ciudad de México. Yo pude comprarlo sólo después de recorrer medio centenar de librerías del centro de la capital.

Lo que se hace evidente, por supuesto, es el poder del instrumento promotor favorito de la mercadotecnia y la publicidad: la televisión. No voy a descubrir el hilo negro al decir que no existe un medio que promueva mejor la venta de cualquier cosa que al lector se le ocurra. El poder de la imagen en movimiento y el sonido que llega a millones de hogares es indiscutible. En cuestiones de literatura no es la excepción y se ha demostrado hasta la saciedad en varias oportunidades. Veamos sólo dos casos.

Para nadie es extraño el hecho de que una figura tan importante de la literatura como fue don Octavio Paz tuvo su momento de mayor auge como "vendedor de libros" cuando Televisa lo acogió como estrella de varios programas, muy interesantes para cierto sector del público, y lo colocó casi en un altar ante los televidentes.

Independientemente de la indiscutible estatura intelectual de ese personaje que, a no dudarlo, se hizo justamente acreedor al Premio Nobel, sus bonos se elevaron hasta las nubes, cuando se le hizo aparentemente accesible hasta al último hijo de vecino. Y digo aparentemente porque, al igual que sus obras, los comentarios de viva voz de Paz no eran para cualquier oído. Una visión realista del asunto nos hace ver que la mejor literatura es elitista, comprensible sólo para gente con una sólida base cultural. Incluso el lenguaje que utilizan autores como Paz es en cierta medida excluyente.

Sin embargo, es un hecho que las obras de Octavio Paz tuvieron un inusitado éxito en la temporada en que él brillaba en las pantallas de televisión. Sus libros ya no eran comprados únicamente por la gente que antes los adquiría habitualmente; su mercado se amplió. Se dio el fenómeno de que muchas personas que hasta carecían del hábito de la lectura, compraran las obras de Paz, únicamente porque se les convirtió en una especie de necesidad tener sus libros, como objetos de status, aunque ni los leyeran ni los entendieran bien a bien cuando lo intentaban.

El otro caso que puedo mencionar es el que tuvo lugar hace ya varios años, ni siquiera recuerdo cuántos, cuando se llevó al cabo una intensa actividad publicitaria en televisión para promover la venta de varios libros editados por Edivisión. Debo decir que soy un fanático de los géneros literarios de terror y ciencia ficción, así que caí en la trampa de la publicidad y compré uno de los libros cuyo título machacaban más en spots con una gran frecuencia. Se llamaba Prisionero del más allá y era de un tal Paul Feranka, o algo así. Tengo entendido que la venta de ése y de los otros libros que recibieron tal promoción fue bastante fuerte en principio, pero no se mantuvo así mucho tiempo debido a un principio que siempre he creído y pregonado: la mejor manera de aniquilar rápidamente a un mal producto es anunciarlo de modo intensivo. No es verdad que se pueda sostener un producto malo en el mercado gracias a la publicidad. Las razones, creo, son obvias. En efecto, la promoción publicitaria produce una venta masiva al principio, pero muy pronto, en cuanto el público se da cuenta de la baja calidad del producto, la reacción se concreta en un tipo de publicidad tremendamente efectivo, el que funciona de boca a boca, traducido a "recomendaciones negativas". Actualmente, de vez en cuando, ustedes podrán encontrar algunos libros de la colección antes mencionada en ciertas librerías, a precios bajísimos, y creo que ni así se venden ya.

El segundo tipo de relación que se establece entre mercadotecnia y publicidad con la literatura sería aquel en el cual ésta se pone a las órdenes de aquéllas en cierta medida o, incluso, absolutamente.

En realidad, este fenómeno nació mucho antes de que se conociera siquiera el concepto mercadotecnia. La verdad es que podríamos remitirnos posiblemente a siglos pasados, cuando el libro, que había sido un objeto eminentemente cultural y restringido a círculos pequeños hasta la edad media y quizá parte del Renacimiento, fue visto repentinamente como un objeto comercial potencialmente. ¿Cómo? Indiscutiblemente, como un instrumento de entretenimiento para grandes masas.

Del carácter solemne que tenían los libros, que incluso se escribían en los idiomas considerados cultos, como el latín y el griego, con la marcada intención de llegar únicamente a los lectores ilustrados, que eran generalmente personas de la nobleza, del clero y, ocasionalmente, de la más alta burguesía, se pasó a la elaboración de obras en lenguajes populares, con temas de diversión masivos y en tirajes lo más grandes que fuera posible, con una finalidad práctica: vender más para ganar mejor. El libro se hizo negocio al paso de los siglos y ya en el siglo XIX podemos destacar a escritores que podríamos definir como autores totalmente comerciales. Valga como ejemplo un Alejandro Dumas, con todas sus divertidas novelas de aventuras en ambientación histórica.

La literatura evoluciona en función al mercado. Hasta los ricos capitalistas han dejado de ser los señorones todopoderosos que pueden disponer de buena parte de su tiempo para sí mismos, en la intimidad de sus enormes mansiones. La competencia creciente hace que deban concentrarse en sus negocios cada vez más tiempo, so pena de descuidarse y perder dinero. Ni qué decir de las masas trabajadoras.

¿Qué es entonces lo que la gente podrá leer? Un erudito en cuestiones académicas es quien podrá dedicarse aún a los clásicos, pero una persona común buscará la información en el menor número posible de palabras. De igual manera, la literatura de entretenimiento debe ser concisa, contar una historia de la manera más sencilla. Hemingway aplica en gran medida el estilo periodístico a la ficción y es por eso uno de los padres de la literatura más característica del siglo XX. En pocas palabras, le da al público lo que éste necesita.

Todavía, sin embargo, se puede hablar de literatura culta en el caso de Hemingway, aunque se haya inclinado hacia un estilo accesible a una mayor cantidad de lectores. Claro que no faltan críticos que opinen que él prostituyó su arte para ponerlo al servicio del vulgar consumismo.

Pero es en las últimas dos décadas cuando la literatura, o parte de sus cultivadores al menos, se pone totalmente al servicio de los requerimientos del mercado.

Ya es secreto a voces que, en los Estados Unidos de Norteamérica, incontables éxitos de librería fueron planeados como tales en escritorios más dignos de expertos en mercadotecnia que en el gabinete de un escritor de corazón puro entregado a la tarea de crear una obra maestra sin importarle si llegará a ser comercial o no. Se persigue lo que ya mencionamos: posicionar el libro, aun antes de ser escrito, en determinado segmento del mercado y de acuerdo con las tendencias de preferencia que esa porción exhibe. Si lo que parece llamar la atención del consumidor en ese momento es el horror, se le atiborrará de novelas de terror hasta que dé signos de fatiga y empiece a mostrar preferencia hacia otro género. Se busca hasta el título más adecuado y se elaboran estudios con muestras representativas de la población para averiguar cuál causará el impacto más favorable. Se investiga cuidadosamente hasta cómo deberá ser el desenlace de la historia, para que satisfaga al lector y lo lleve a recomendar el libro. Todo es prefabricado, podríamos decir.

Pero no se piense que eso solamente ocurre en nuestro vecino país del norte. En América Latina, se dice que el escritor Mario Vargas Llosa se aplicó a la tarea de estudiar cuáles serían los ingredientes precisos para producir obras de éxito. Según esa versión, con base en sus conclusiones metió a la computadora las descripciones de prototipos indispensables, según él, para que la receta diera buenos resultados: Un hombre exitoso, una mujer infiel, el amigo desleal, la madre autoritaria, el padre reaccionario y tonto, un villano ingenioso y toda una gama amplia de caracteres humanos. Con todos esos perfiles, se fabricarían historias, obedientes asimismo a una serie de estructuras de desarrollo básicas. Para hacer aquellos cocteles dizque literarios de best seller, se ocuparía a los miembros de un taller formado por jóvenes aspirantes a escritor, quienes elaborarían las novelas en bruto, para que el propio Mario les aplicara la "última pincelada", el toque final para que llevaran su firma que, por supuesto, sería uno de los principales factores de venta.

Se comenta que hubo el número suficiente de críticas adversas para lograr que el peruano desistiera de su plan. Ignoro si se trata de un cuento para denigrar a Vargas Llosa o si realmente él tuvo intenciones de producir best sellers en serio, así que, si alguien sabe algo más al respecto, le agradeceré que me lo informe.

Pero otros autores no han perdido la oportunidad y, volviendo a los Estados Unidos, tenemos a novelistas como Harold Robbins, por mencionar a uno de los más notorios, que han explotado hasta la saciedad los temas que despiertan la curiosidad de la mayor parte del público estadounidense, a saber: violencia, infidelidad, erotismo subido de color, desviaciones sexuales, cierto sadismo, etc., mismos que le son entregados a los lectores en un estilo muy próximo al de la acción cinematográfica.

Y, por cierto, aquí sería conveniente referirnos de pasada a la influencia que publicidad, mercadotecnia y los medios de que éstas se valen han tenido sobre la literatura más actual.

Claro que darles a las novelas estructuras de telenovela y ponerlas en un lenguaje simple, o sea literatura "light", ya es una influencia mayúscula, pero no es la única. Abriendo un paréntesis, no quiero dejar de comentar cuál era el criterio literario de una conocida autora mexicana que se ajustó integralmente a esos lineamientos del estilo ultraligero. Doña Caridad Bravo Adams, autora de novelas que acabaron por convertirse en telenovelas, decía que ella escribía para que pudieran entender sus obras personas de 14 años que apenas sabían leer. Y, viendo la gran mayoría de esos telechurros, creo que el resto de los guionistas sigue su ejemplo cabalmente.

Lo que iba a decir es que hay por lo menos otra influencia notable del medio favorito de la mercadotecnia sobre la literatura aquí mismo, en nuestro país: sencillamente, la televisión ha puesto a la literatura al borde de la extinción, si atendemos a la estadística que indica que cien millones de mexicanos leen, por promedio, un libro y medio por año, mientras que se ha ido incrementando el número de televidentes en forma monstruosa. Hasta la telenovela, precisamente, que por mucho tiempo pareció terreno exclusivo de las amas de casa de bajo nivel socioeconómico, es ahora artículo de consumo de niveles más altos y con la adición de abundante público masculino.

Se ha cambiado al libro por la pantalla electrónica.

¿Qué podemos esperar los autores que nos mantenemos en la terquedad de decir nuestra verdad sin ajustarnos a los cartabones que marcan las tendencias mercadológicas? ¿Qué futuro tiene una literatura-arte, frente a la literatura-comercio? No le veo ningún gran porvenir cuantitativamente. Un libro que no esté al nivel de una persona de 14 años y que apenas sepa leer, no es de interés para las editoriales que quieren obtener altas utilidades.

Actualmente, creo yo, ya no se juzga un manuscrito por la calidad literaria que contenga, sino por las posibilidades mercadológicas que se aprecien en él.

Basta con examinar las listas de libros con grandes tirajes, para darnos cuenta de lo que podemos esperar. Los autores de mayor éxito son, hoy por hoy y sin duda alguna, personas como Carlos Cuauhtémoc Sánchez, encuadrable dentro de la llamada literatura de superación personal.

Claro que es justo reconocer que su triunfo es en gran medida un producto de la situación económica y social de crisis que atraviesa dramáticamente nuestra patria. Las obras de un Cuauhtémoc Sánchez, de un valor literario muy discutible según entendidos en los terrenos de la lingüística y las artes del buen decir, obedecen a una necesidad psicológica imperiosa: buscar desesperadamente la esperanza en un mundo que pinta cada vez más negro por la polarización extrema de clases; donde se ve que habrá cada vez más pobres y menos ricos comparativamente. La gente está buscando una nueva fe congruente con nuestro tiempo, en substitución de las creencias tradicionales, que a ratos parecen pasadas de moda. Los libros de este señor, con su estilo sensiblero, pseudo religioso, que echa mano de una mezcla de conceptos del cristianismo, del budismo, de filosofías exóticas y hasta del ocultismo, responden a esa necesidad del público, al que se conduce hacia una forma disimulada de conformismo, no de verdadera superación. De lo que tratan las obras de este autor es de imponer tranquilidad a las grandes masas de población, mediante el recurso manejado ampliamente de proponer que quien posee paz espiritual es más rico, verdaderamente, que aquel ser que nada en oro pero naufraga en la incertidumbre existencial.

Tal vez soy demasiado suspicaz, pero siento que su política de apaciguamiento resulta muy conveniente para quienes gobiernan nuestro país y que, por ese motivo, hasta se le entregó a Carlos Cuauhtémoc Sanchez el Premio Nacional de la Juventud, otorgado por el presidente de los Estados Unidos Mexicanos, cuando tenía sólo 21 años de edad, por su primer libro: Sheccid, al cual basta echarle una mirada muy superficial para apreciar que carece de lo que tradicionalmente se ha entendido como méritos literarios.

Y ya que tocamos el tema de los premios, habría que hablar de los galardones que se otorgan a obras literarias, los que, en opinión de muchos entendidos, en nuestro país obedecen más a motivos políticos, de influencia, de cuatismo y cosas como esas que a un juicio auténtico de calidad. Y es una lástima si esta situación es verdadera, porque un premio es una recomendación muy explotable para una promoción publicitaria y, si las cosas funcionaran limpiamente, más escritores tendrían oportunidad de dar a conocer sus obras y la literatura nacional no se circunscribiría al mismo círculo bastante estrecho que ya conocemos y al que cuesta mucho trabajo integrarse.

En fin. Como quiera que sea, todavía existe por allí gente muy digna de elogio --vaya mi homenaje de admiración para ella--, que insiste en publicar literatura, aunque no le signifique éxito comercial y, por lo mismo, no sea interesante para la mercadotecnia y la publicidad. Lo malo de estas editoriales "idealistas" es que no pueden soslayar completamente el factor mercantil y no pueden darse el lujo de publicar muchas obras de autores nuevos, porque necesitan garantizar lo más que sea posible el relativo éxito de cada libro que ponen en el mercado, con los nombres de autores "de prestigio" como avales.

Finalmente, quiero agregar, como cuestión de justicia divina, que la mercadotecnia y la publicidad, a pesar de sus pretensiones de optimizar las posibilidades de triunfo de un producto, han demostrado que no son infalibles ni mucho menos... Bueno. Ya ni el Papa es considerado infalible, ¿por qué habría de serlo la mercadotecnia? Y se me ocurre como evidencia de esto el caso de Laura Esquivel con su novela Como agua para chocolate, que resultó un auténtico fenómeno dentro de la industria del libro en México y que llegó hasta a convertirse en película de cierto éxito nacional e internacional. No obstante la campaña que se desplegó para el lanzamiento de la segunda novela de Laura, campaña que seguramente se hizo con la certeza de que llevaba una gran ventaja de salida por el antecedente de Como agua..., de ninguna manera se obtuvieron los resultados deseados y esperados. ¿Son muchos quienes recuerdan por lo menos el título de ése su segundo libro? Yo, para ser sincero, no he podido grabarlo en mi memoria.

Para concluir, debo advertir que no soy de las personas que afirman tajantemente que existen solamente buena y mala literatura. Creo que, como en otras muchas materias, pongamos por caso la gastronomía, hay varios niveles. Desde las delicias de gourmet de un pato laqueado chino, hasta los humildes tacos sudados de canasta. La verdad es que no soy intransigente y creo que cada platillo, sea de alta cocina o de comida casera, puede resultar sabroso en su momento y lugar precisos. No tengo nada, por ejemplo, contra la literatura para el gusto popular y puedo disfrutarla igual que gozo de una buena quesadilla.

Lo que sí me molesta un poco es que, en el momento actual, la industria editorial está dando la preferencia a las enchiladas de los agachados y presta muy poca atención a las delicias gastronómicas, debido a que éstas no se venden de la misma manera, como resultado de que la mercadotecnia y la publicidad parecen estar empeñadas en echar a perder el "paladar" de los lectores.


Rubén Pizano Díez
Sociedad de Escritores de Morelos