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2004

 

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El Sujeto Residual en el Escenario Mediático
 

Por Gonzalo Lucas
Número 39

1. Introducción
El presente trabajo pretende analizar el papel desempeñado por los medios de comunicación en las sociedades contemporáneas como un fenómeno social en el más amplio sentido del término. Toda aproximación a dicho fenómeno debe mostrarse sensible a cualquier ámbito de la vida: desde las mismas investigaciones científicas, pero también desde las cuestiones más cotidianas, pueden extraerse observaciones fértiles susceptibles de ser integradas en la reflexión mediológica. El momento actual no hace sino radicalizar dicha necesidad, cuando cualquier debate político, económico, social, antropológico o cultural debe, tarde o temprano, atender al fenómeno comunicacional.

Nuestra propuesta, que consta de dos secciones diferenciadas, parte de la insoslayable referencia al proyecto ilustrado en la medida en que consideramos que, de un modo u otro, somos herederos de esa tradición. Creemos que cualquier mirada dirigida hacia el mundo contemporáneo está obligada a retrotraerse hasta ese momento, a desentrañar el significado de aquel afán emancipador. En la primera parte, tratamos de cartografiar toda una línea de pensamiento, desde un enfoque socio-filosófico, que, más allá de las diferencias que puedan observarse entre los autores, pone de manifiesto las grietas que fracturan el homogéneo cielo de la modernidad. Dos pensadores, a finales del XIX, diagnosticaron tempranamente ciertas anomalías: Niestzsche denunció la inhumanidad consustancial al humanismo ilustrado y Weber mostró el abismo sobre el que se precipitaba la racionalidad instrumental a la que ese mismo humanismo había otorgado legitimidad. Uno y otro denunciaron que las premisas sociales, políticas y antropológicas desde las que se pensó la propia modernidad condenaban al silencio, en aras de su coherencia, a una dimensión natural del ser humano: la máquina desmitificadora, la Razón, sólo podía ser efectiva autoconstituyéndose, ella misma, como mito, esto es, sacralizándose.

Desde una un enfoque más contemporáneo, autores como Giddens, Beck, Bauman o Luhmann se han empeñado en evidenciar las paradojas que comportaba la modernidad: el orden y el desorden poseen una matriz común, se crean a partir de acciones pero al margen de las intenciones. Más que a una traición de las premisas de la Ilustración, la contraproductividad lacerante de la modernidad se debe a su carácter eminentemente aporético. En último extremo, la modernidad socava, en su desarrollo, sus propios principios, hace de la relación entre individuo y sociedad un problema insoluble, por mor del mecanicismo simple del que es presa, obligando a cabalgar a lomos de uno o de otra: sólo una rigurosa estratificación mecanicista puede dar cuenta del orden social, pero entonces los hombres son objetos y la libertad se desvanece; de lo contrario, si se concibe al hombre absolutamente libre, esto es, se legitima lo que cada uno tiene de indeterminado, la sociedad se antoja una quimera. La modernidad esconde un cadáver: la experiencia, dirá Giddens, la realidad, dirá Dumont. La posmodernidad, insisten estos autores, exige, para su comprensión, unas categorías que no lastren ese delito porque, de lo contrario, la ambivalencia de lo social, el riesgo, la contingencia (residuos), lo que no es ni A ni A, fenómenos todos ellos cotidianamente observables tal y como nos señalan los autores mencionados, se nos aparecen como incomprensibles: y ésa y no otra es la condición posmoderna, a saber, la inexistencia de una ley general en la que se subsuman, sin violencia, todos los casos particulares. La modernidad, tal y como fue concebida, no podía superar la minoría de edad: su tutor sólo cambió de cara, pero seguía siendo tan totalitario como aquél contra el que se erigió y el sentido seguía postrado en una trascendencia más allá del tiempo de la vida: la dignidad, la libertad, no pueden constituirse sobre la certidumbre, sino más bien sobre su contrario. Es la propia ontología la que se descubre obsoleta. Una reeducación epistemológica parece proponernos el pensamiento de la complejidad o un genuino humanismo, que apuesta por integrar todo lo que la razón instrumental se esforzaba por separar: cuanto más compleja es una sociedad tanto más frágil, y no más previsible ni controlable, como pudieron pensar los filósofos del contrato social.

En este sentido, el planteamiento de Dupuy, con el que completamos la primera parte, nos nutre de herramientas conceptuales para abordar la dinámica individuo/sociedad desde una perspectiva no reduccionista: no se trata de determinación (racionalidad instrumental) sino de una compleja relación de co-determinación. Para lo cual era perentorio restituir la operatividad de lo empírico en el sujeto, esto es, liberar al rehén que la Ilustración había arrebatado. Individuo y sociedad han de ser entidades dinámicas: aquéllos determinan tanto a ésta como ésta a aquéllos.

La segunda parte del trabajo se centra de manera específica en la relación entre el sujeto posmoderno y los medios de comunicación, e intenta demostrar que el discurso mediático se conforma, en gran medida, a partir de códigos y estrategias comunicativas presentes en distintas tradiciones culturales. En la medida en que la actividad mediática está inserta en la dinámica social, también en el escenario mediático se reproduce la problemática relativa a la presunta inconmensurabilidad entre lo local y lo global: los debates en torno al desorden patente en los discursos y contenidos de los medios, a su degeneración, a las devastadoras consecuencias que puede conllevar todo este desconcierto, a la ausencia de cualquier ideal ético-pedagógico en los mass media, se suceden por doquier. A nuestro juicio, la respuesta que ofrece Dupuy para dar cuenta de la sociogénesis puede ser empleada para comprender la dinámica entre los sujetos y los medios: unos condicionan a los otros tanto como los otros a los unos. Es el único modo de aproximarse a la cuestión sin sacrificar, a priori, la libertad que todos creemos poseer en nuestras decisiones acerca de los contenidos mediáticos que consumimos y, al mismo tiempo, de no negar lo evidente respecto a los contenidos existentes. Recogemos, en este apartado, la sugerencia antropológica de Dupuy y mantenemos que el tradicional individuo moderno constituye un concepto obsoleto como aproximación a esa suerte de postsujeto que es el sujeto posmoderno. En su lugar apostamos por un concepto menos absoluto, pero al mismo tiempo más dinámico (rehabilitando muchas de las intuiciones antropológicas de Nietzsche) al que hemos catalogado de residual. Este sujeto es permeable a los otros en virtud de su sensibilidad: sólo así, como nos advierte Dupuy, es posible reconocer lo residual, esto es, lo no reductible a una lógica instrumental-racional y que aparece en cualquier ámbito de la vida en el momento actual, incluso en las pantallas, como no podía ser de otro modo.

2. De la “jaula de hierro” a la sociedad del riesgo: la fragilización de lo social
2.1 La modernidad y sus sombras

Hemos de volver la mirada para reconocer nuestro presente: lancémonos a una re-lectura de nuestro pasado para intentar alumbrar lo que somos. Este impulso arqueológico nos retrotrae al siglo XVIII, al periodo de la Revolución, en su triple dimensión: industrial (particularmente en Inglaterra), política (en Francia) y filosófica (cuyo principal foco cabe situar en Alemania personalizado en la figura de Kant) (Duque, 2000: 22). Esta triple dimensión revolucionaria converge en la Ilustración. Y ante la pregunta acerca de qué es lo que subyace a este bullir histórico generalizado podemos responder, de modo genérico, con la idea de proyecto:

La idea era utilizar la acumulación de conocimiento generada por muchos individuos que trabajaban libre y creativamente, en función de la emancipación humana y el enriquecimiento de la vida cotidiana. El dominio científico de la naturaleza auguraba la liberación de la escasez, de la necesidad y de la arbitrariedad de las catástrofes naturales. El desarrollo de formas de organización social y de formas de pensamientos racionales prometía la liberación respecto de las irracionalidades del mito, la religión, la superstición, el fin del uso arbitrario del poder, así como del lado oscuro de nuestra propia naturaleza humana (Harvey, 1998: 27-28).

Sobre este anhelo de autonomía se erige el proyecto ilustrado, pretendido universal, fundamentado en un continuo e ilimitado progreso técnico, social y moral. Se trataba, en definitiva, de prescindir de cualquier criterio ajeno al hombre, llámese naturaleza, llámese Dios. Se entraba, de este modo, en la Historia, en donde paulatinamente se mejorarían las condiciones de vida social e individual, en un proceso total destinado a abolir cualquier foco de resistencia1, en la medida en que la naturaleza, tanto interior como exterior, será modelada por la razón: el hombre conquistaba así las riendas de su propio destino:

Tanto la Historia como el Estado y la Ciencia, que tienen carácter universal, remiten en última (y primera) instancia a un Sujeto universal, autoconsciente, central, idéntico a sí mismo, dominado y dominador; que se ha proyectado desde cada uno de los individuos empíricos, naturales, y que, metafísicamente, presta identidad y sentido a las cosas del mundo. Un sujeto que, al modo kantiano, se autoidentifica con la razón, capaz de planificar a priori el mundo a través de representaciones con valor objetivo, en tanto en cuanto confía en el carácter referencialista, objetivo del lenguaje(Ruiz de Samaniego, 2004: 17).

El proyecto ilustrado, por tanto, no destruye el altar, únicamente sitúa a la Razón en el lugar vacante dejado por Dios: un nuevo mito, profano si se quiere, funda la Historia y posibilita la comprensión del pasado y la configuración del futuro (aquello que Lyotard ha convenido en llamar metarrelato).

Este orden global acabará por revelarse precario. En primer lugar, esa reconciliación entre el Sujeto Universal y el sujeto empírico va a resultar problemática: al mismo tiempo que se proponía una horizontalización que permitiera abolir cualquier diferencia cualitativa en beneficio de lo cuantitativo (lo económico cuantificable en términos monetarios, lo jurídico en base a una Ley universal y abstracta igual para todos y lo físico reducido al concepto de “masa”), se abre una sima que separa a los hombres entre sí a través del concepto de individuo, irreductible por definición a cualquier congénere (Duque, 2000: 18-22). Una idea que, por otra parte, ya entrevió Simmel cuando afirmó la escisión abierta entre la objetivación del individuo en las instituciones o en la misma ciudad y la esfera subjetiva, personal, ética del mismo. La reificación del hombre como objeto de interacción, productiva y social, suponía ineluctablemente una pérdida íntima (Subirats, 1991):

Al encarnarse en el orden simbólico, el sujeto queda dividido en sujeto del enunciado y sujeto de la enunciación. El sujeto es representado en la cadena hablada por un nombre —o por un pronombre—, por un significante. Como quedan representados los otros sujetos y, en general, el mundo. Así desaparece la posibilidad de toda relación inmediata: toda relación posible queda mediada por el orden simbólico. El sujeto —dividido— queda, a la vez, excluido del orden simbólico y representado en él. El inconsciente es el efecto de esta situación. Es el refugio del sujeto “verdadero”, de la parte del sujeto que no encarna en el orden simbólico, que no es metabolizada —ni metabolizable— por la sociedad.
La estructura del orden simbólico no es inmutable. Cambia con el tiempo, y cambia, por tanto, la estructura del sujeto. Se cruzan dos movimientos: un movimiento de represión que produce el desvanecimiento del sujeto (que pierde su profundidad vertical, para quedar aplanado en la horizontalidad superficial del intercambio); y un movimiento de retorno de lo reprimido (del sujeto de la enunciación). Se puede hacer coincidir el primer movimiento con la modernidad, y el segundo —que actúa ya en la modernidad— con la posmodernidad (Ibáñez, 1998a: 56)

No obstante, son Nietzsche y Weber quienes primero diagnosticaron la fragilidad estructural del proyecto moderno. El primero, anticipándose de algún modo a Lyotard, al ensayar una definición de la modernidad como decadencia, declara que la vida ya no residía en la totalidad, en un Todo completo y orgánico (Magris, 1993). Nietzsche estaba poniendo de manifiesto la insuficiencia del proyecto para clausurar la vida, la crisis del “gran relato”, aquél capaz de sofocar las disonancias en una unidad armónica superior. La rígida estructura de lo real se quiebra disolviéndose en una pluralidad de átomos, y el antiguo orden permanece como estructura espectral preñada de obsolescencia, del que la Kakania musiliana constituye una certera metáfora: verdad objetiva y certeza subjetiva no pueden ser reconciliadas. Esta crisis del sujeto autoconsciente es, a fin de cuentas, una crisis del lenguaje, que ya no puede nombrar la realidad: decir es siempre decir lo que ya no es, es evidenciar el hiato existente entre la palabra y el mundo. La Carta de Lord Chandos de Hofmannsthal supone, a este respecto, un manifiesto del naufragio del lenguaje, de la intransitividad del mismo, recluido forzosamente en una subjetividad incapaz de transcenderse. La relación sujeto-objeto, que la mecánica newtoniana había juzgado diáfana, se revela aporética, como pondrán de manifiesto las mecánicas relativista y cuántica (Ibáñez, 1998a: 59-62), aspecto que puede barruntarse ya en el texto hoffmannsthaliano. La realidad se resiste a la violencia ejercida por el lenguaje, por la teoría, y el fragmento se emancipa de la totalidad: “Presionamos a la realidad haciéndola suave, mediante la imagen a la vista, mediante el concepto al manejo. Para lo que hay que conjurar el mal: lo que no se deja metabolizar ni semantizar (lo que se resiste). Los espacios catastróficos son males relativos: recuperables con otra forma. Los espacios fractales son males absolutos: irrecuperables. Entre Thom y Mandelbrot prosigue el diálogo entre Parménides y Herálito, entre ser y devenir. La ley de Dios es injusta, porque no se ajusta a la realidad” (Ibáñez, 1998b: 52). Esta situación límite, verdadera tragedia de la cultura moderna, sume al hombre en la perplejidad ante la certidumbre de la impostura de cualquier orden y la condena a un devenir privado de todo fundamento objetivo, de todo fundamentum veritatis, de todo Grund (Cacciari, 1989).

El otro exégeta que pone de manifiesto el fracaso del proyecto ilustrado es Max Weber. Según el sociólogo alemán, la Ilustración se basaba, a la postre, en una candorosa ilusión. La esperanza puesta en el progreso científico y racional, al que acompañaría, ineluctablemente, un genuino progreso humano y moral, acabó por devenir en la entronización exclusiva de la racionalidad instrumental con arreglo a fines. Esta forma de racionalidad acabará por impregnar cualquier faceta de la vida, esto es, acabará por burocratizar no sólo las relaciones económicas o institucionales, sino incluso las propias relaciones sociales. La modernidad, a juicio de Weber, supone un proceso de secularización que afecta a la definición misma de la realidad, la cual ya no es accesible desde presupuestos religiosos, sino únicamente científico-técnicos. En este sentido nos habla de un desencantamiento del mundo.

La primacía otorgada por los ilustrados a la razón pretendía desenmascarar el oscurantismo que rodeaba a la situación del hombre en el mundo. Según la interpretación weberiana, si hasta el Medioevo se extendió la larga noche de la humanidad, esto es, la expropiación de su destino a manos de una suerte de fuerzas mágico-espirituales fuera de su alcance cognitivo, la Ilustración nace con el propósito de conceder al hombre su autonomía, su mayoría de edad de la que hablaba Kant. Se trataba de atentar contra la transcendencia de cualquier principio explicativo para fundar un mundo nuevo que no se orientara al pasado, que no rastreara en lo acontecido el deber-ser: “Con el desprendimiento de la tradición, la sociedad moderna tiene que fundamentarse exclusivamente en sí misma” (Beriain, 1996: 10). Pero su mismo éxito inaugura el nuevo malestar civilizatorio que acechará a las nuevas formas sociales. La Naturaleza deja de ser un misterio, se muestra obediente a los principios racionales de la ciencia y dócil ante las transformaciones derivadas de las aplicaciones técnicas de aquélla: el hombre conquista su libertad al tiempo que subyuga a su entorno natural en un mismo proceso. La Razón se concibe como el principio universal regulativo tanto de lo objetivo como de lo subjetivo (Hegel dirá que todo lo real es racional): “Y así se entronizó (y hasta se sacralizó, en la Revolución Francesa) a la Razón como punto supremo de la pirámide moderna. Naturalmente: lo que se entendía por “razón” no era sino la abstracción universal del Programa: la Ciencia, al servicio del Hombre, para dominar a la Naturaleza, externa y social” (Duque, 2000: 53). El tiempo de la espera es un tiempo pasado y ahora se impone el tiempo de la acción, de la producción. Pero esta emancipación de lo dado, que puede (y debe) ser transformado por la voluntad humana en aras del Progreso, es una emancipación, también, menos salvífica en este caso, del sentido.

Weber sostiene que, al ser suplantada la religión por la prosaica racionalidad instrumental como modelo explicativo del mundo, de éste desaparecen esos poderes espirituales ajenos, extraños, al hombre y el mismo mundo se torna una jaula de hierro burocrática y maquinal (Gil Calvo, 2003; Ritzer, 2000). El sociólogo alemán expresaba de este modo su pesimismo acerca del margen que el proyecto moderno concedía al individuo para la realización de su libertad: el dominio arcaico había sido sustituido por otra forma de dominio basado ahora, no en un sentido absoluto, sino contingente, o quizás mejor, ausente. La racionalización, parece querer decirnos Weber, hace inencontrable el sentido de la vida, lo envuelve en una madeja infinita imposible de desentrañar, exilia a los dioses y a cambio deja un páramo amputado de transcendencia: “En el desencanto resuena también el desengaño, el barroco desengaño que es, también él, doloroso desenmascaramiento de la ilusión que hace resplandecer una verdad reluctante de la Historia” (Magris, 2001: 16).

El proyecto de la modernidad quedó sin realizar, y ha sido considerado, con el devenir histórico, la matriz que contenía, al mismo tiempo, redención y condena. Con posterioridad a Nietzsche y a Weber, Adorno y Horkheimer señalarán el funesto naufragio del ideal humano que zarpó al amparo de la Ilustración y cuyo más devastador delirio fue Auschwitz (Adorno y Horkheimer, 1994). La racionalidad instrumental, cuyos efectos sobre el medio natural no fueron patentes hasta transcurrido cierto tiempo, no pudo articular un modo de acción que permitiera el cumplimiento de los ideales ilustrados y degeneró en un maquinal auto-sometimiento.

Este hacer vacío y lacerante queda expresado con toda su crudeza en la primera frase de El proceso de Kafka: “Alguien debía de haber calumniado a Josef K., porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana” (Kafka, 1999: 463).

2.2 “Lo que en definitiva nos cobija es nuestro estar desamparados” (Rilke)
Partiendo, en mayor o menor medida, del legado weberiano, se han desplegado, en el pensamiento contemporáneo, una serie de discursos que tienen por objeto cartografiar los escenarios de las actuales sociedades, así como del lugar que en ellas ocupa el individuo. El impulso emancipatorio surgido del programa ilustrado disuelve toda tutela ajena a la propia dimensión humana: “Nosotros hemos liquidado el afuera. Otras culturas viven en la postergación (ante las estrellas, ante el destino), nosotros vivimos en la consternación (por la ausencia de destino). Todo tiene que venir de nosotros mismos. Y, en cierto modo, esto es la desdicha absoluta” (Baudrillard, 2001: 155). Compartamos o no el pesimismo baudrillardiano, lo cierto es que autonomía y responsabilidad son indisociables, es decir, no es posible el reclamo de la primera y la abdicación de la segunda. Por tanto, si la modernidad se erige como ruptura respecto al pasado, como distanciamiento de la tradición para fundamentarse en sí misma, debe, irremediablemente, asumir la responsabilidad de sus actos; y, además, abolido cualquier tutor, está obligada a la elección. Justamente en este contexto hace acto de presencia eso que Safranski ha denominado el drama de la libertad (Safranski, 2000). El incremento del número de opciones posibles implica un idéntico incremento de la posibilidad del error (uno de los rostros que adopta el lado oscuro de la modernidad): “La modernidad tardía comparece como el umbral temporal donde se produce una expansión temporal de las opciones sin fin y una expansión correlativa de los riesgos. Sabemos que tenemos más posibilidades de experiencia y acción que pueden ser actualizadas, es decir, nos enfrentamos a la necesidad de elegir (decidir) pero en la elección (decisión) nos va el riesgo, la posibilidad de que no ocurra lo esperado, de que ocurra “lo otro de lo esperado”” (Beriain, 1996: 9).

Es precisamente la ambivalencia del proceso social moderno lo que ha obligado hablar a ciertos autores contemporáneos sobre el efecto perverso ineludible de la modernidad (Giddens, Baumann, Luhmann, Beck, 1996). Desde diferentes perspectivas, se incide en la necesidad de pensar la re-configuración de los órdenes sociales e individuales a partir de su creciente complejización. Proceso que está directamente relacionado con algunos de los aspectos ya mencionados en este trabajo: la ruptura con el legado de la tradición que supone, no sólo una diferenciación respecto del pasado, sino una desmembración en diferentes esferas de acción con el objeto de garantizar la satisfacción de necesidades a partir de una progresiva eficacia organizacional, la necesidad de construir la meta a alcanzar, que ya no puede ser revelada, la asunción de la responsabilidad de las decisiones en un horizonte abierto. Se trata, en definitiva, de un giro reflexivo hacia la autoorganización.

El análisis de Giddens parte de la consideración de la modernidad como un proceso de “destradicionalización” de las sociedades, que abandonan la estabilidad emanada del pasado para precipitarse vertiginosamente hacia el futuro. El déficit de sentido que deja vacante la antigua presencia divina es ocupado por el concepto de riesgo, como “secularización de la fortuna” (Beriain, 1996: 8). El concepto de “riesgo” sólo puede ser entendido a partir de la incorporación de un futuro indeterminado, “sólo alcanza un uso extendido en una sociedad orientada hacia el futuro —que ve el futuro precisamente como un territorio a conquistar o colonizar—. La idea de riesgo supone una sociedad que trata activamente de romper con su pasado —la característica fundamental, en efecto, de la civilización industrial moderna” (Giddens, 2003: 35). En este contexto henchido de incertidumbre, la confianza deviene necesaria como medio de reducción de la complejidad al posibilitar la eficacia selectiva (Luhmann, 1996). Giddens también insiste en la relevancia de la misma como fuente provisora, para el individuo, de cierta seguridad ontológica, más allá de la cual se disuelve el “sentido de la realidad de las cosas y de las personas” (Giddens, 1996: 44). La seguridad ontológica es esencial en la vida cotidiana ya que gracias a ella se logra eclipsar la ausencia de un fundamento último: la duda radical ha de ser limitada en la práctica diaria que, de lo contrario, puede sufrir un colapso. De este modo es posible suturar las discontinuidades que amenazan la existencia, lo inesperado que acecha tras cada acción en cada momento. El hombre contemporáneo, al ser privado del anclaje en un sólido pasado, se encuentra expuesto a una desestructuración existencial que transciende su espacio-tiempo concreto y que precisa ser cancelada por medio de una virtual invulnerabilidad.

Zygmunt Bauman esboza un diagnóstico que, en muchos aspectos, no difiere en exceso del de Giddens. Escoge la categoría de “ambivalencia”, sobre la que hace gravitar su reflexión sobre la modernidad y su desarrollo hasta lo que se suele llamar tardocapitalismo, modernidad tardía o, incluso, posmodernidad: “La ambivalencia, la posibilidad de referir un objeto o suceso a más de una categoría, es el correlato lingüístico específico del desorden: es el fracaso del lenguaje en su dimensión denotativa (separadora)” (Bauman, 1996: 73). Esta ambigüedad, nos dice nuestro autor, acaba por permear tanto la dimensión cognitiva como la ética, traduciéndose en una suerte de incertidumbre e indecisión que enturbia el horizonte vital. Esta pérdida de claridad está íntimamente relacionada con el ámbito de la libertad humana: el incremento de las opciones implica una correlativa complejización de la acción. Se produce, por tanto, una fractura entre la capacidad y el deseo, esto es, entre “lo que puedo hacer” y “lo que quiero que se haga”. A juicio de Bauman, es precisamente este abismo lo que inaugura la época moderna como aquélla en la que “el mundo, […], no tiene unas bases sólidas como para hacerlo necesario e inevitable” (Bauman, 2001: 72). Por esta misma razón la época moderna declara abiertamente la guerra a la ambigüedad, al escepticismo, que deja de tener el prestigio intelectual alcanzado en la antigüedad para ser percibido como fuente incluso de locura o desorden.

El proyecto moderno puede ser caracterizado como un impulso de destrucción creativa, expresión que resume de manera inmejorable, la aporética condición moderna. Anhelaba la construcción de un nuevo orden al tiempo que procedía a la demolición del antiguo régimen: la modernidad refleja en su interior la idea misma de orden, es decir, lo concibe como praxis: “El descubrimiento de que el orden no era natural fue el descubrimiento del orden como tal. El concepto de orden apareció en la conciencia sólo simultáneamente con el problema del orden, del orden como un hecho de estrategia y de acción, orden como una obsesión. El orden como problema surgió con el despertar de la actividad ordenadora, como un reflejo de prácticas ordenadoras” (Bauman, 1996: 79-80).

El orden viene a ser diseño de la existencia desde sí misma a partir de la piedra angular sobre la que se construye el edificio de la modernidad, la Razón, que permite vehicular los dos momentos constitutivos del proyecto, la desarticulación del “antiguo régimen” y la instauración, sobre sus ruinas, de un “nuevo comienzo”. La aplicación de la racionalidad a las ciencias sociales pretende hacer de la moral y la política disciplinas tan fiables como las matemáticas: la ingeniería, el diseño, la técnica no son más que meros intentos de acotar el “mundo de los posibles”, de cercar la incertidumbre. Esta tendencia se traduce, durante la primera modernidad, en la profusión de utopías, nacidas intencionadamente como modelos que anticipan el futuro tras haberse librado la batalla contra la ambigüedad. El diseño racional de los espacios urbanos, diáfanos y uniformes, pretendía ser un reflejo fiel de una conciencia individual a salvo de la zozobra y la angustia. Del escenario urbano desaparece, coherentemente, toda presencia del pasado, de ese tiempo en el que el devenir estaba a merced de unas normas inescrutables (la idea programática de “comienzo absoluto” vuelve a estar presente en este punto). Se asume una distancia consciente respecto a la historia por ser considerada como posible origen de perturbaciones que pueden hacer peligrar la conquista de la univocidad perseguida: “Tanto la penuria como el exceso de sentido, tanto la escasez como la abundancia de posibles Auslegungen [interpretaciones, explicaciones] son trastornos que una organización racional del mundo humano no puede a largo plazo tolerar y que sólo puede considerar como irritantes temporales” (Bauman, 2001: 80). El aparato del Estado será el encargado de legislar, de evitar esa infla o sobredefinición, de establecer las definiciones que permitan demarcar, toda vez, el territorio de la anomalía.

Pero este propósito de redención global se verá abocado al fracaso; era irrealizable por ideal y absoluto. La modernidad hace del presente pura obsolescencia al remitir el progreso a un futuro que siempre está por-venir. Tan pronto se apaciguan las euforias de la modernidad temprana se cae en la cuenta de que la historia no finalizará jamás. Bauman nos dice que “la misión imposible se establece por los foci imaginarii de verdad absoluta, pureza, arte y humanidad, así como orden, certidumbre y armonía, el final de la historia. Como todos los horizontes, nunca pueden alcanzarse” (Bauman, 1996: 85). La modernidad tenía como destino la inconclusión de una perpetua huida hacia delante.

Esta utópica lucha contra la polisemia y la incertidumbre, en pos del orden, acaba por fragmentarse en unidades locales desde las que se pretende abordar la cuestión marginalmente: el continente deviene archipiélago. Partiendo de la premisa según la cual “el mundo que se desmorona en el interior de una plétora de problemas es manipulable” (Bauman, 1996: 88), la diferenciación funcional emergió como la solución estratégicamente más eficaz. Bauman considera que esta situación, lejos de acabar con la ambivalencia, conlleva su exacerbación. Cada fragmento reclama su propia autonomía y su propio discurso, con lo que el poder se desmiembra, pero no así el mundo. La pluralidad de poderes conduce a una atomización de lenguajes que reivindican su legitimidad discursiva, todo lo cual imposibilita la restitución coherente de la totalidad. El punto de vista privilegiado (divino) se disuelve en un collage (que no en vano suele ser considerado como una forma narrativa emblemática de la posmodernidad) (Harvey, 1998) de miradas contingentes. El caos que se pretendía conjurar no hace sino proliferar al amparo de la pugna poliédrica por la claridad: “en todo caso, más ambivalencia fue el producto final del proyecto de apuntalamiento del fragmentado orden moderno […]. Los problemas son creados en la resolución de problemas, novedosos espacios de caos se engendran por la actividad ordenadora” (Bauman, 1996: 90).

En este punto Bauman recurre a Ulrich Beck para reforzar y culminar su argumento. Este último postula la generación, en el mundo moderno, de diversos órdenes sociales que reclaman para sí cierta autonomía como germen de confusión y causa de la imposibilidad de un orden global y unívocamente legislado. Esta fragilidad del orden hace que cada decisión comporte un riesgo al ser la ambigüedad un componente consustancial a la misma: la coexistencia de múltiples y divergentes ámbitos de legalidad indetermina las expectativas. Pero esta ambigüedad creciente, concluye Bauman, ha acabado por revelarse sistémicamente operativa en virtud de una mutación que el autor cataloga como privatización de la ambigüedad: el individuo la interioriza y la afronta como un problema personal. El resultado de esta situación dibuja dos escenarios posibles. Por un lado, el mercado y el sentimiento de incertidumbre forman un círculo retroactivo merced al cual crece el abanico de posibilidades al tiempo que se agudiza el sentimiento de agonía ante el inevitable acto de la elección. Pero, también, los brotes tribales y fundamentalistas suponen una reacción que aboga por la restitución de un orden heterónomo que niega la libertad individual, la polifonía de voces, la volatilidad de los significados. El mismo empeño por cancelar la contingencia de un orden heredado acaba por desdibujar la realidad en una yuxtaposición de espacios que hace imposible cualquier forma de jerarquía: “Si la modernidad es producción de orden, la ambivalencia es el desperdicio de la modernidad. Tanto el orden como la ambivalencia son igualmente productos de la práctica moderna. […]. Ambos comparten en la contingencia típicamente moderna la desfundamentación del ser. La ambivalencia es lo que más preocupa e inquieta en la era moderna, desde que, a diferencia de otros enemigos derrotados y dominados, aumenta complementariamente con los muchos logros de los poderes modernos. Es su propio fracaso el que la actividad construye como ambivalencia” (Bauman, 1996: 92).

Los planteamientos de otros autores como Beck o Luhmann guardan cierta sintonía con los expuestos hasta el momento. Todos se enmarcan en una nueva fase de desarrollo de la modernidad industrial, en un momento histórico que demanda a la teoría una revisión de las categorías con las que pensar lo que, en palabras de Beck, constituye la “modernidad reflexiva”, aquélla que es consciente del potencial destructor que late bajo su propio ideal. Ulrich Beck describe el tránsito de la sociedad industrial clásica a la denominada sociedad del riesgo como la sustitución de una lógica articulada en base a un reparto de riqueza por otra preocupada en el reparto de riesgos: el problema de la producción social de riesgos desplaza al de la producción social de recursos. Este tránsito supone un giro reflexivo en la medida en que el modelo se autopostula como tema de reflexión, se problematiza a sí mismo. En este sentido podríamos catalogar la sociedad del riesgo como una sociedad “postinocente”: su propio desarrollo desvela efectos no previstos, lo cual le impele a cuestionar sus propios fundamentos. Acontece un naufragio estructural de las instituciones encargadas de proporcionar seguridad y protección frente a los efectos derivados de las decisiones adoptadas: la incontrolabilidad del mundo, de este modo, se socializa, se culturaliza al tiempo que se des-naturaliza, porque ya no es la naturaleza la que impide un dominio absoluto, sino que la propia acción humana se emancipa de su propio control. La obra del hombre se indetermina en un movimiento que supone “el regreso de la incertidumbre” (Beck, 1996: 211). Subyace a ello una quiebra de la temporalidad lineal sobre la que se asentaba el orden preconizado por la Ilustración (progreso, armonía, dominio racional) que hace hablar a Beck de sociedad “post-racional”: “La sociedad industrial, el orden social burgués y, especialmente, el estado benefactor y social pretenden convertir los contextos de vida humana en una estructura controlable, elaborable, disponible, atribuible (a nivel individual y jurídico). Por el contrario, estas pretensiones conducen en la sociedad del riesgo una y otra vez a imperceptibles riesgos colaterales diferidos en el tiempo, con los cuales la exigencia de control es trascendida, desencadenando, a su vez, la aparición de lo incierto, de lo ambiguo. Dicho en pocas palabras: el regreso de lo desconocido” (Beck, 1996: 216). Un nuevo tiempo polimorfo en el que el principio de causalidad deviene obsoleto parece ser el tiempo de la sociedad del riesgo, un tiempo que se re-pliega, un tiempo barroco. La realidad emergida de la interacción colectiva escapa a toda previsión, resulta invisible, volatiliza las expectativas albergadas por la acción (Gil Calvo, 2003).

Beck sostiene que, de la misma manera que la sociedad industrial supuso una ruptura respecto a las formas sociales y organizacionales heredadas del medioevo, el propio desarrollo de aquélla supone una mutación que ha acabado por subvertir sus propios principios estructurales. Con el concepto de “modernidad reflexiva” Beck pretende dibujar el rostro sobrevenido tras el cansancio de sí del occidente ilustrado. Para lo cual empieza por afirmar la inadecuación de las categorías vigentes para definir los espacios sociales y culturales contemporáneos. De nuevo, la realidad parece haberse alejado demasiado, y únicamente una revisión categorial puede suturar la grieta abierta entre forma y experiencia. A este respecto, nuestro autor señala la posibilidad de una doble categorización de las sociedades modernas: aquéllas en las que domina una lógica basada en el “o” (en las que se privilegia la subordinación, la jerarquización) y aquellas otras en las que rige una lógica centrada en el “y” (según una dinámica yuxtapositiva). Precisamente lo que va de una a otra marca la diferencia entre las sociedades modernas tempranas y las propias de la modernidad avanzada. Beck no recurre a términos rupturistas o revolucionarios para explicar el tránsito sino que lo refiere a una “síntesis colateral de innovación y revolución” (Beck, 1996: 227), la cual es operada a través de un giro reflexivo: el cumplimiento de su programa innovador implica la emergencia de “zonas grises” que obligan a un replanteamiento de sus propios fundamentos. Éste es el origen de la fractura entre teoría y praxis. El proceso de modernización implica, en último término la obsolescencia institucional y organizacional que posibilitó el despegue de ese mismo proceso. La solidez de la estructura se abre a la crítica y lo normativo cede su lugar a lo informal: “En y con la modernización de la modernidad industrial, la ley de la selva se propaga bajo la apariencia del ordenamiento y competencias bien delimitadas” (ibíd.: 231). Lo que se está manifestando es, en definitiva, una crisis de la representación: el modelo fundamentado en la discriminación, en la separación, acaba asfixiado por la yuxtaposición de espacios, tiempos y contrarios que es, finalmente, lo que encarna la sociedad del riesgo: lo incontrolable ya no puede diferenciarse de lo controlable, sino que ha de ser anexionado a éste. El futuro se curva, deja de ser el escenario estable en donde localizar el proyecto, y es vivido, por la sociedad moderna, en forma de riesgos inherentes a toda decisión (Luhmann, 1997). Ésta, nos dice Luhmann, nos determina y nos deja indeterminados a un tiempo en tanto las situaciones futuras dependen de las decisiones presentes pero la continuidad entre pasado y futuro ha sido cortocircuitada: “Toda decisión puede desencadenar consecuencias no deseadas. Sólo que las ventajas y las desventajas, así como las probabilidades e improbabilidades, se reparten de forma distinta según cómo se decida” (ibíd.: 133). Esta ruptura temporal se evidencia en la aplicación del cálculo probabilístico como dispositivo descriptivo del futuro, desde el presente, que permita cierta fundamentación de las decisiones: “En la dimensión temporal, el presente se refiere a un futuro que todavía se da en el modo de lo probable o improbable. En otras palabras: la forma del futuro es la forma de la probabilidad, que por su parte guía la observación como forma de dos caras: como más o menos probable o como más o menos improbable, distribuyendo estas modalidades sobre todo lo que puede ocurrir. Justo a tiempo, la modernidad ha inventado el cálculo de probabilidades para poder atenerse a una realidad duplicada, producida de forma ficticia. Con él se puede calcular al presente un futuro que siempre podrá ser de otra manera, y se puede certificar de este modo haber hecho las cosas bien aunque salgan de otra forma” (ibíd.: 131). El estatuto borroso del futuro conduce a Luhmann a concebir el riesgo como un fenómeno complejo, inabordable desde los medios que brinda la lógica binaria, razón por la que se precisan lógicas menos restrictivas.

En este punto se detecta la convergencia de los planteamientos someramente esbozados hasta el momento: Bauman, a través de la categoría de ambivalencia, Beck, con su descripción de la sociedad postindistrial como sociedad del riesgo, y Luhmann, al definir el futuro en términos de riesgo, están sugiriendo la imposibilidad de nombrar la complejidad social: “También la pluralidad inmanente de riesgos pone en cuestión la racionalidad de los cálculos de riesgo. Por otra parte, la sociedad se transforma no sólo a través de lo que es constatado y perseguido, sino también por medio de lo que no es percibido ni perseguido. No es la racionalidad teleológica (como en la teoría de la modernización simple) sino los efectos colaterales los que se convierten en el motor de la historia social” (Beck, 1996: 250).

El planteamiento de Jean-Pierre Dupuy2 (1998b) suministra sustanciosos recursos teóricos para pensar el orden social al tiempo que pone en juego una noción de individuo que nos servirá como escenario desde el que abordar la cuestión del sujeto posmoderno. Dupuy, en su búsqueda de la respuesta a la pregunta acerca de qué es lo que mantiene unida a una sociedad de individuos, acude a esa corriente del pensamiento liberal que se extiende desde Adam Smith hasta Hayek a la que denomina “economía política” y que enfatiza el carácter espontáneo del orden colectivo (“mano invisible”, “proceso sin sujeto”). Su reflexión le conduce al análisis, dentro del terreno de la filosofía política, de las corrientes “anglosajona” y “continental” (principalmente francesa), y que desemboca en tres posiciones que diferencia críticamente. Por un lado, la tradición “progresista” heredera de la Ilustración y de la Revolución Francesa, los planteamientos de corte conservador que abogan por una restauración del viejo orden, por otro, y, finalmente, la corriente liberal, cuyos representantes aprueban los contenidos de la Revolución pero se distancian de los llamados “progresistas” a causa de su “racionalismo constructivista” (Ibíd.: 24), como también de una vuelta a los orígenes como modo de evitar las consecuencias patológicas derivadas del proyecto revolucionario. Desde la perspectiva liberal, el error revolucionario radica en pensar lo social como producto de un poder consciente y activo, lo cual acaba por aproximarlos, paradójicamente, a las posiciones conservadoras, con la salvedad de que éstos sitúan la fuente de la ley en la exterioridad de lo social (Dios), mientras que aquéllos la localizan en su interior (contrato social). El pensamiento ilustrado no se resiste a la tentación de sacralizar el orden social, sigue preso de una tendencia mitologizante que se evidencia en la idea misma de Programa: “Creo que la decidida “deriva” de la Modernidad hacia la Postmodernidad se debe justamente a que, entre todos, hemos ido dejando de creer en la Idea básica, hasta ahora oculta a fuerza de estar a la vista, de ser evidente: la Idea misma de Programa, es decir, de ordenar la vida desde una perspectiva abstracta, aérea y a priori” (Duque, 2000: 56). En los autores de la “economía política” cree Dupuy encontrar el fundamento conceptual para poder afirmar la independencia y anterioridad (aunque esta categorización exige, de momento, cierta cautela) del orden social respecto a la voluntad de los hombres; tesis, por otra parte, compartida con la tradición conservadora pero, y aquí radica la diferencia obviada por los “progresistas”, dicho orden no es sino una emergencia espontánea de la interacción social. La originalidad consiste en situar el autos como operador epistemológico: autoorganización, autoproducción, pero también autotrascendencia y autoexterioridad: “La idea misma de la ciencia social es correlativa al descubrimiento de las propiedades auto-organizadoras de lo social, es decir al hecho de que lo social no es ni el producto de un “programa externo” (voluntad de un radical Otro), ni de un “programa interno” (voluntad general, contrato social, actividad [fabricatice] de un Estado)” (Dupuy, citado por Ramos Torre, 1996: 16). Este planteamiento, que comparte el espíritu de aquella sentencia de Adam Ferguson según la cual el orden social sería “el resultado de las acciones de los hombres pero no de sus propósitos” (Dupuy, 1998b: 28), permite pensar lo social sin reducirlo a lo individual ni viceversa y, de igual modo, permite empezar a vislumbrar la distancia vivida entre intención y efecto de la acción que preside un número no escaso de las reflexiones teóricas referidas a las sociedades postindustriales.

Dupuy rechaza el reduccionismo al que se ven abocadas tanto la reflexión holista como aquélla que parte de un radical individualismo metodológico, en la medida en que “ha sido el advenimiento del individuo moderno lo que ha creado las condiciones de posibilidad del reconocimiento de la sociedad como ser autónomo” (ibíd.: 29)3. ¿Cómo concebir la idea de un orden social sin menoscabo de lo individual? ¿cómo llegar a la idea de un orden social a partir del individuo? Mediante una propuesta teórica transdisciplinar y otra de carácter antropológico. En lo referente a la primera: pensar la complejidad social desde una lectura de los modelos y conceptos de la autoorganización surgidos en el campo de la biología contemporánea en su reflexión acerca del “programa genético” (la noción de autopoiesis en Maturana y Varela, y la de order from noise en Von Forster y Atlan). En cuanto a la segunda: Dupuy recurre a la obra de Adam Smith para establecer una noción débil de individuo que se distancia del homo oeconomicus descrito por Dumont, auténtica clave de bóveda del individualismo metodológico. Este último es un ser autónomo, autosuficiente, disociado, racional y egoísta, y supone el punto desde el que parten, en los albores de la modernidad, tanto las filosofías del contrato social como la tradición empirista anglosajona que dará origen a la economía clásica, con la salvedad de que los primeros lo conciben con la voluntad consciente de tejer un vínculo social, a fin de preservar la integridad individual, y los segundos lo exoneran de tal conciencia. La paradoja radica en que, en su intento de dar cuenta de la autonomía de lo social, tanto unos como otros se ven en la necesidad de sacralizar el orden social, de disociar, diríamos el ser del hacer: los primeros por medio del artificio que supone el contrato social al concebirlo como transacción consciente que hace posible la fundación del orden provisor de seguridad individual; los segundos, al disociar entre las esferas económica y ética, con lo cual las relaciones entre los individuos deben ser entendidas bajo un prisma mecanicista, de modo que “los hechos sociales, las relaciones entre los hombres, adquieren el estatuto de cosas sometidas a leyes análogas a las que regulan el movimiento de los cuerpos en la naturaleza física” (ibíd.: 89). En el primer caso se concibe lo social como un “hecho de conciencia”, en el segundo como un “hecho de la naturaleza física” según Dumont (ibíd.: 34): a lo sagrado se accede bien por la objetivación (Estado) de lo universal y trascendental común a todo hombre, tras la expurgación de lo particular y pasional, bien decretando el exilio del juicio moral del mercado como garantía del mantenimiento del equilibrio: el orden requiere que los individuos sean como cuerpos físicos, unidades aisladas, inmunes a toda comparación que haga entrar en escena a la política, a la que la economía considera “el mal, el dominio de la opinión, del conflicto, de las discusiones ociosas, de lo indeterminado” (ibíd.: 63); es preciso aseptizar el mundo para obturar la aparición de la envidia, lo cual resulta congruente, por otra parte, con la concepción de la economía como mecanismo regulador de la violencia destructiva de los hombres, como protección frente al advenimiento del contagio pasional (esto es, contra la muchedumbre). Esta lógica “narcisista”, según la cual cada componente sólo se mira a sí mismo, exige, para garantizar el equilibrio económico general, la presencia de una instancia ficticia que medie en cada intercambio (el “vendedor ambulante” según el modelo de Walras) con el objeto de externalizar u objetivar los precios de modo que éstos sean tomados por los actores como dados, como dictados por un deus ex machina. El orden es viable a costa de su des-humanización. A este respecto argumenta Dupuy: “La comunicación directa entre los socios es reducida a nada, la sociedad encuentra su coherencia en un lugar simbólico, a la vez presente y ausente, exterior e interior, que no puede ser designado más que como la encarnación de la unidad del ser social. ¿Quién puede seguir diciendo que la ideología económica se ha desprendido de la lógica de lo sagrado?” (ibíd.: 62). Vemos asomar, en un planteamiento y en otro, a lo sagrado, escondido tras un maquillaje secular, temeroso ante el abismo abierto por el abandono de Dios, y que pretende otorgar al discurso sobre lo social estatuto científico a costa de sacrificar la integridad del hombre.

No obstante, Dupuy sostiene que una lectura atenta de la obra de Smith permite suturar la escisión entre la esfera moral y la económica que lastra a la tradición empirista y que ha acabado por elevarse a categoría en la economía matemática. El planteamiento de los pensadores escoceses del XVIII pretende dar cuenta del carácter necesario, imperativo, de la ley moral desde una posición radicalmente empirista que les hace rechazar cualquier forma de trascendentalismo. El sujeto smithiano es, de inicio, incompleto, es un ser inacabado, con un déficit identitario que sólo puede ser suplido en virtud de la simpatía4 como “principio de comunicación (de los sentimientos, de los juicios, de las opiniones…) en el cual “the minds of men are mirrors to one other” (Hume) y mediante el cual seres incompletos completan juntos la definición de su identidad” (Dupuy, 2001:95). El origen de lo normativo ya no se localiza allende la sensibilidad (recuérdese a este respecto el “imperativo categórico” kantiano) sino en este juego especular por el cual los hombres se reconocen observándose a través de los ojos del prójimo. La originalidad del planteamiento, que conduce a Dupuy a reconocer en él un anticipo de las soluciones “neocibernéticas” y “comunicacionales” ofrecidas en el campo de la biología por los modelos sistémicos (Weiss) y el paradigma de la complejidad (von Neumann), consiste en hacer de lo inmanente el fundamento de la objetividad y de la universalidad del juicio moral a través de la autorreferencialidad:

Se concibe la manera en que Smith explica el carácter de obligación y de objetividad del juicio moral, como si éste estuviera dictado por una trascendencia o se apoyara en una facultad que los hombres encontrarían dentro de sí al nacer. La forma lógica en la obra es la de un lazo autorreferencial que vincula al sujeto consigo mismo por intermedio de la sociedad. La exterioridad de la ley moral, que el sujeto parece descubrir en sí mismo, remite a la exterioridad de lo social en relación con el sujeto” (ibíd.: 102).

El sujeto smithiano se distancia, de esta manera, tanto del homo oeconomicus como del sujeto del contrato social; necesita de los otros para poder decir ”yo” (tesis de la que abominarían, por igual, los racionalistas, piénsese en el cogito cartesiano, y los teóricos de la ciencia económica, para quienes la soberanía del individuo es, también, categórica). Puede entreverse cómo el modelo antropológico descrito permite escapar del reduccionismo individualista y holista: no se trata ni de una determinación de lo social derivada de un programa consciente y racionalmente construido, ni de una totalidad estructural preexistente de la que lo real no sería más que su manifestación. El hecho social es un “hecho total” (Dupuy, 1998a: 117), esto es, el hecho social es tanto un hecho de conciencia como un hecho de comportamiento; lo cual implica una relación de codeterminación entre lo social y lo individual, es decir, una re-conciliación entre el ser y el hacer. El todo no es resultante de un simple efecto de composición de las propiedades de las partes, es algo cualitativamente distinto y, sin embargo, no deja de ser producido por ellas: el orden eterno, concebido, bien humana (en nombre de la Razón), natural o divinamente, de una vez y para siempre, estalla en un work in progress dependiente de los actos de los sujetos y, al tiempo, exterior a sus propósitos: “En ellos [en los modelos de la “economía política”] encontramos una carencia en la identificación de salida del individuo y es el todo lo que finalmente viene a resolver esta carencia. De ello se sigue que el todo se deriva de la composición de los elementos, pero éstos dependen simultáneamente del todo. Ya no hay relación de deducción, sino de determinación circular” (Dupuy, 1998b: 34). A esta dinámica por la cual una totalidad social se autoorganiza, se autotrasciende es a lo que Dupuy se refiere al hablar de producción de un “punto fijo endógeno”, “centro que no preexiste al sistema puesto que es éste quien le hace emerger” (ibíd.: 342).

El desafío que este planteamiento arroja es la intemperie de la ambivalencia, la contingencia constitutiva de la morfogénesis social, cuya resultado no es deducible a priori (momento en el que se evidencia el fracaso de una concepción mecanicista, superada por su objeto y que otros lamentan como el naufragio del proyecto ilustrado), El análisis de lo social debe ser abordado desde una posición liminar, sin anatemizar el desorden (expulsándolo extramuros de la República como Platón hizo con los poetas) ni absolutizar el orden, concepciones, ambas, que, en última instancia, se revelan excesivamente próximas (Renaut percibió, nos cuenta Dupuy (ibíd.: 43) que “la concepción individualista del orden y la concepción individualista del desorden están unidas por una complicidad profunda, a pesar de su oposición manifiesta”: el orden más racional está separado del más caótico pánico, únicamente, por el difuso e inestable punto fijo exógeno). Pensar la complejidad de la organización social supone renunciar a presentar la relación orden/desorden en términos de conflicto excluyente, significa asumir que ““el orden debe contener el desorden aun siendo su contrario”,dando a “contener”, esta vez, el sentido de: poner obstáculos a” (ibíd.: 44); esto es, el concepto mismo de “punto fijo endógeno” permite comprender que “entre el orden y el desorden no hay solución ninguna de continuidad: el desorden es capaz de autoexteriorizarse en formas ordenadas, y el orden contiene los gérmenes de desorden que tarde o temprano le harán entrar en crisis” (ibíd.: 343-345). El operador de la morfogénesis social no remite a un meta-principio (Luhmann (1997: 10) ha afirmado que en la posmodernidad “no hay ningún metarrelato porque no hay ningún observador externo”), sino a una miríada de unidades localmente operativas que actúan en función del todo que, a su vez, es determinado por ellas según esa lógica circular de la que hemos hablado más arriba; un juego que, por definición, deja margen a la creatividad: la hipercomplejidad de la sociedades contemporáneas es indisociable de su fragilidad (acaso sea por esta razón por la que se habla de “mundos desbocados”).

La autoorganización implica el encuentro con la complejidad social que, como sostiene Morin (1997b), significa la inmersión en la incertidumbre, no su eliminación. Desaparecida toda Idea que configure nuestra experiencia, todo Paraíso, toda culminación de la Historia, todo metarrelato, queda el errar de ese individuo difuso que precisa del Otro en el horizonte para reconocerse, para re-inventarse en el devenir perpetuo, para compartir “imágenes de fragmentos, derivas de un “yo” hecho trizas, que sólo puede ser precariamente reparado por la palabra y la acción solidaria del “otro”, también él extranjero… para sí mismo” (Duque, 2000: 65). Entre el nihilismo y la Utopía queda un territorio humanamente habitable, como nos sugiere Magris (2001).

3. Sujetos y media: interferencias comunicativas

“Hay los ruidos. Pero hay algo aún más terrible: el silencio”
(Rilke: Los apuntes de Malte Laurids Brigge)

Toda reflexión que pretenda esbozar un perfil de la situación del sujeto en la época contemporánea está obligada a atender al papel que los medios de comunicación han desempeñado en las distintas variaciones experimentadas por aquél. Tomar como punto de referencia esa noción débil de sujeto como entidad mutante que se re-actualiza en cada instante pero que se muestra cada vez más escéptico ante la idea de continuidad biográfica, acaso sea una plataforma pertinente desde la que observar el estatus de los medios en las sociedades complejas. No pretendemos, en este lugar, agotar toda aproximación crítica, nuestra intención es, antes bien, proponer argumentos a partir de los cuales pueda dirigirse una mirada que, sin denostar la coherencia, privilegie más lo que se gana que lo que se pierde.

Si entendemos con Imbert (2003) los medios de comunicación como dispositivos de producción social de sentido, hemos de intentar vislumbrar en ellos el modo cómo facilitan el habitar humano, esto es: el proceso de secularización iniciado en la modernidad dejó sin firmamentum a la existencia, despojándola de todas aquellas referencias que operaban como fuentes de coherencia, un proceso, a fin de cuentas, de “desanclaje” tal y como ha sido descrito por Giddens. Nuestra posición pretende ver en el discurso mediático el establecimiento de un horizonte simbólico que, en cualquier caso, no será la restauración de un orden unívoco de mensajes, como pudiera entenderse a partir de un enfoque funcionalista, sino que, más bien, propiciaría la configuración de un escenario excesivo, desmesurado, territorio precario, incierto, que, en última instancia, precisa de interpretación. Es en este sentido en el que proponemos la expresión de sujeto residual como aquél que, no como un ingeniero, sino más próximo a la labor de un bricoleur de sí (Abril, 2003), construye e inventa, reciclando, a partir de fragmentos y jirones simbólicos, la efímera máscara del momento. A nuestro juicio, sólo una perspectiva atenta a la dinámica de co-determinación entre el discurso mediático y el sujeto que consume sus contenidos puede escapar al reduccionismo, como tuvimos ocasión de constatar en el planteamiento de Dupuy; sólo un enfoque que responda a ese espíritu puede deshacerse de la sospecha del poder en la sombra que dirige o tele-dirige a unos sujetos a los que dicho discurso, pretendidamente humanista, condena de antemano, cancelándoles esa autonomía que pretenden conceder. Una posición, la nuestra, que pretende enfocar la confluencia entre los medios y el sujeto desde el concepto de negociación como proponen Abruzzese y Miconi (2002) e insertarla dentro de una dinámica sociocultural más amplia que tiene en el proyecto moderno y su posterior naufragio un momento que ningún análisis de las sociedades contemporáneas puede soslayar.

Como ya hemos apuntado, la posmodernidad, expresión con la que comúnmente se designa al momento actual, viene a ser una etiqueta indicativa antes que descriptiva, esto es: la intangibilidad del objeto de referencia sólo permite una aproximación negativa, prueba de una insuficiencia lingüística que permanece sin superar. En este sentido, el prefijo post marca una zona opaca, fantasmagórica, inasible a la categorización. No de otro modo puede aparecer el sujeto posmoderno, del que, ante la imposibilidad de sacar a la luz su anfibio rostro, sólo podemos afirmar que supone el fin del sujeto “prometeico”, aquél que alumbró la sociedad industrial al amparo de la fe en el progreso, el dominio técnico de la naturaleza, la propiedad privada y los derechos civiles. A este sujeto le sucede otro mucho más versátil, más líquido o, mejor, gaseoso, no tan dueño de sí, sin una identidad estable, al que algunos han llamado sujeto “proteico” (Rifkin, 2000), y otros “dionisiaco” (Maffesoli, 1996). Se trata, más bien, de un sujeto que podríamos caracterizar como wireless, definido no en base a la propiedad sino a sus posibilidades de acceso (Rifkin, 2000), una entidad que tensa hasta el límite la expresión misma de sujeto entendida como sustrato, como lo que subsiste más allá de las determinaciones particulares. Maffesoli incide en la obsolescencia de la categoría de identidad, que es la que permite definir al individuo moderno, frente a la pertinencia de las sucesivas identificaciones de la persona y sugiere así una propuesta hermenéutica desde la que ensayar una aproximación al hombre posmoderno. La identidad implica una lógica excluyente (pulsión nihilista), mientras que las identificaciones abrazan una dinámica acumulativa. Con el concepto de persona Maffesoli pretende evidenciar esa fragilidad constitutiva del sujeto, la vivencia de la discontinuidad temporal, que implica una ruptura biográfica, el declive del orden apolíneo de la polis, la impotencia de la Razón como generadora de cohesión social. No en vano, Maffesoli apuesta por un Elogio de la razón sensible (1997: 14) como “un saber que sepa, por muy paradójico que pueda parecer, trazar la topografía de la incertidumbre y del azar, del desorden y de la efervescencia, de lo trágico y de lo no racional, de todas las cosas incontrolables, imprevisibles, pero no por ello menos humanas”. Un retorno a la vivencia del instante, de ese presente secuestrado por un ideal proyectivo que lo desplazaba siempre más allá de la vida, en virtud de lo cual se opera una reubicación de la cuestión del sentido, trasladado desde el universo de la razón a la esfera afectiva, al terreno del consenso en su acepción originaria de sentir común: “Pero la categoría de “sentido” no puede entenderse cuando se refiere a un ser humano individual o a un universal derivado de él. Es constitutiva de lo que llamamos sentido la existencia de una pluralidad de seres humanos, interdependientes de este o de aquel modo y que se comunican entre sí. El “sentido” es una categoría social. Y el sujeto correspondiente a esta categoría social es una pluralidad de seres humanos vinculados entre sí. En el intercambio mutuo, los signos se dan unos a otros —y que pueden ser diferentes de un grupo humano a otro— adquieren un sentido, que inicialmente es un sentido común” (Elias, 1987: 68).

Nuestra propuesta tratará de conjugar determinados aspectos culturales e incluso experienciales que se enmascaran en el prefijo post de aquello que se ha convenido en llamar la “condición posmoderna”, con aquellos rasgos definitorios del discurso mediático y, particularmente del televisivo como variante hegemónica de aquél, sin exclusión del publicitario.

La crisis del sujeto moderno es, a fin de cuentas, una crisis del discurso, lo cual es decir, también, una crisis de la temporalidad lineal, del proyecto. La fragmentación del discurso revela la imposibilidad de constituir una auctoritas creadora de realidad, lo cual señala una zona liminar que permite tanto un veredicto optimista como otro pesimista: “Al minimizarse la autoridad del productor cultural, se crean oportunidades de participación popular y de maneras democráticas de definir los valores culturales, pero al precio de una cierta incoherencia o —lo que es más problemático— vulnerabilidad a la manipulación por parte del mercado masivo. En todo caso, el productor cultural crea meras materias primas (fragmentos y elementos), y deja a los consumidores la posibilidad de recombinar aquellos elementos a su manera” (Harvey, 1998: 68-69). Esta entrada nos permite señalar uno de los problemas constitutivos de la época posmoderna, que exige un modo de pensar heterodoxo resistente a toda clausura. Y precisamente esa fragmentación discursiva señala una crisis de la identidad, que queda diseminada en bloques no siempre integrables en una unidad orgánica y que algunos, como Jameson, denuncian como forma cultural eminentemente esquizoide. Seguir pensando la época contemporánea desde categorías ajenas puede cortocircuitar la reflexión acerca de la misma. La práctica del zapping puede entenderse como una generalización cotidiana del aglutinamiento textual del que fueron pioneras las vanguardias de principios del siglo XX: un alzamiento contra toda hegemonía, un hartazgo del dictado, que ha sido determinante en la evolución de la propia cultura mediática: “el modelo priramidal, difuso, asimétrico entre centrales de la información y de la espectacularización y consumos colectivos anuncia en su propio “delirio de poder” la fatal conversión en modelos transversales, policéntricos y extremadamente diversificados y dúctiles” (Abruzzese y Miconi, 2002: 63). De algún modo, la evolución, tanto del propio sujeto como de las formas culturales, está marcada por el politeísmo axiológico vaticinado por Weber. El desarraigo de la tierra, auspiciado por los primeros medios de transporte en la era industrial y radicalizado por los más actuales medios de comunicación obliga a pensar identidades errabundas, nómadas y, en cierto sentido, ficticias: “El individuo ya no es lo indivisible, y cualquier unidad que se postule tiene mucho de “unidad imaginada”” (Martín Barbero, 15). La identidad deja de tener raíces y se transmuta en identificaciones extraterritoriales que pululan por la Red o en cada una de las superficies de las pantallas, lo cual, a nuestro parecer, no exonera de responsabilidad a aquél que dirige su mirada hacia ellas.

Esta ruptura temporal que implica, antes o después, una mirada descreída hacia el futuro, entroniza al presente como momento extático y, del mismo modo que los espacios acuden en tropel a la pantalla, así todos los tiempos implosionan instantánea y simultáneamente. Frente a la extensionalidad del tiempo lineal, la intensionalidad del instante. Si el tiempo de la Historia nos retrotrae a los grandes sistemas, teológicos o políticos, que vaciaban de contenido la existencia en nombre de un momento por-venir, el deseo de presente es lo que queda de las ruinas de aquélla: “Ése es nuestro entorno. Si queremos, el único y verdadero mundo de la vida. Pero ese mundo es tectónico: está formado por cadenas orográficas que presentan fallas, corrimientos de tierras y pliegues. En él se entremezclan de manera poco ordenada, diversas formaciones sociotécnicas, múltiples tiempos, muchas historias. No hay modo de hacer de esa intemperie una Historia Universal sin oír las voces airadas (y con razón) de quienes protestan por el eurocentrismo, el logocentrismo, el falocentrismo y todos los centrismos que se quieran. ¿Por qué? Porque ha caído la idea de centro. Una red no es un círculo” (Duque, 2000: 103). La tantas veces proclamada hibridación de los géneros en el discurso televisivo-publicitario acaso responda a esta profusión de microhistorias, “bastardas” de aquella hegemónica Historia, que era narrada en primera persona por un presentador o por un político incluso, víctima de una crisis de credibilidad de todo discurso (mediado). Ante ello se demanda la in-mediatez de la vivencia singular, del testigo anónimo cuyas palabras no han sido esterilizadas en un proceso depurativo. Un discurso, el de los medios, cada vez más decantado hacia el mostrar que hacia el decir, configurando lo que Abril (2003a: 150-151) denomina “información expresiva”, que al ejercitarse “en el nivel estético, gestual y tonal de la significación más que en el conceptual-argumentativo, permite traducir como ingredientes del discurso público algunas propiedades del vínculo y de la interacción personal”, y que opera por medio de una yuxtaposición de los tiempos del acontecer y del narrar, en donde la imagen se erige elemento central y la palabra viene a ser, cada vez más, un mero pie de foto. El género informativo clásico se ve abocado a fusionarse o con-fundirse con otros géneros en un intento de sacudirse la solemnidad que impregnaba su discurso sobre lo Universal: lo anecdótico resulta, pradójicamente, más verosímil, por próximo.

Hemos afirmado que entre la forma del discurso mediático y la forma del sujeto contemporáneo, al que hemos denominado residual, existe una afinidad que remite, en último término, a la dilución de la auctoritas5 y al colapso temporal de los que ya hemos hablado, aspectos ambos que se co-implican. Ciertamente, quien se sienta frente a un televisor o navega por la Red no puede ser aquel sujeto que se definió como individuo burgués surgido al amparo de la innovación tecnológica de la imprenta, y en virtud de la cual era definido, a un tiempo, como lector y ciudadano, no puede ser aquélla entidad autónoma y autoconsciente, que construía su propia subjetividad estable a través un proceso histórico. “El tiempo del informar no es el del historiar: procede mediante superposición, y no por acumulación”, nos dice Imbert (2003: 83); el discurso mediático viene a ser un conitinuum de presentes, es el discurso de la actualidad, que se consume en sí mismo, en su propia transitoriedad (el tiempo del in live, de la actualidad, es ante todo no-tiempo). El sujeto posmoderno carece de historia porque está huérfano de fines (Bauman, 2001), porque carece de una instancia trancendente o mediadora desde la que diseñar su vida (no es un narrador de la misma), antes bien la vive desde el hic et nunc al reconocer que la finalidad de la vida no puede ser más que ella misma (“una vida sin objetivo” la ha llamado Maffesoli (2001)). El sujeto posmoderno, antes que nada, fluye. Pero, enseguida, emerge la atronadora voz apocalíptica que preludia la devastación humanística que acontecerá tras la llegada del reino in-mediático: “Libertad, acción, pasión, y generalmente todas las categorías de la voluntad y de la representación, suponen una transcendencia, un traslado proyectivo en una temporalidad que no sea inmediatamente recurrente” (Baudrillard, 1996: 34).

Por la forma que adopta el discurso mass mediático, éste requiere como destinatario antes un lector empírico que un exégeta racional. No obstante, Gonzalo Abril (2003a y 2003b) ha evidenciado, al trazar una genealogía de las formas textuales y culturales posmodernas que éstas, lejos de suponer una novedad absoluta, no hacen más que recoger una tradición que bien puede remontarse al barroco6. El uso que hace el barrroco de la imagen preludia muchos de los caracteres propios del discurso de la publicidad, de la comunicación de masas y de las prácticas de la vanguardia artística. El texto es concebido, a un tiempo, “como información y como objeto visible” (Abril, 2003b: 109), de modo que su significado no es independiente de la posibilidad de visualizar la distribución espacial de los signos. Esta concepción del texto, que aprovecha los recursos brindados por la extensión de la imprenta, requiere de un dispositivo cultural y cognitivo inédito hasta el momento al que el profesor Abril denomina espacio sinóptico, por medio del que se ensamblan, paratácticamente, en una misma superficie, elementos gráficos, escriturales e icónicos. Se trataba de establecer un espacio homologado en el que integrar elementos semióticamente heterogéneos que permitiera configurar una aprehensión sinestésica; estos elementos, que son fragmentos (unidades funcionalmente autónomas), son extraídos de su contexto natural y dispuestos (o conectados, mejor) junto a otros dando lugar a un nuevo significado, ya no natural, sino artificial: el espacio simbólico da lugar al espacio alegórico: “la conexión toma, pues, el relevo de una integridad perdida” (Abril, 2003a: 68). La alegoría desnaturaliza el carácter simbólico de la imagen, con lo cual ésta no cumple, en el texto, una función representacionista, sino más bien pragmática, encaminada a afectar el sensorium del lector. Según Benjamin, en el barroco se asiste a la fetichización del fragmento concebido éste como signo-mercancía.

El espacio sinóptico precisa una lectura atemporal al obturar toda forma narrativa. El ejercicio de la lectura ya no puede ser secuencial, pues el tiempo se espacializa por mor de la presencia simultánea de tiempos heteróclitos7. Y es en este sentido en el que puede atisbarse el halo de familiaridad que une a la alegoría barroca con las formas textuales de los discursos mass mediáticos, y muy especialmente con aquéllas surgidas a partir de los medios de comunicación electrónicos: no de otro modo acontece el óbito catódico de la Historia en la posmodernidad. La cohesión textual ha de ser, por ende, ex–temporal, intensional podríamos decir, o sea: “a través de mecanismos de consistencia visual y correspondencia sinestésica” (Abril, 2003a: 25), por procedimientos psicagógicos antes que propiamente retóricos. En este espacio sinóptico y barroco se encuentra prefigurada la forma posnarrativa, valga el oxímoron, entendiendo aquélla, con Abril (ibíd.: 158), como la “carencia o fragilidad de la trama e, inseparablemente, la inconsistencia de la instancia enunciativa que podría asegurarla y las significaciones supuestamente propiciadas por la trama como forma simbólica: la historicidad, el sentido moral de la acción vinculado a la relación entre “principio” (motivación, expectativas compartidas,…) y “fin” (secuelas, restitución o ruptura del orden)”. La fragilidad de la trama no es sino el reverso de la fragilidad propia del sujeto, quien, del mismo modo que los textos, contiene en sí una pluralidad de voces irreductibles a una perspectiva unitaria; una desposesión, por otra parte, que Maffesoli abraza con júbilo como afirmación vitalista. Acaso lo que subyace a esta tendencia no es sino una crisis del realismo como sistema de representación, una vez descubierto que ni siquiera el realismo es viable sin una metafísica que lo sustente.

Esta epidermización del significado inaugura un nuevo espacio estético que algunos han calificado como “era del significante” (Darley, 2002); una época que bien podría denominarse, sin matiz peyorativo alguno, carnavalesca, y que habría de entenderse como condición cultural en su más amplio sentido, y no atribuible en exclusiva a la acción de los medios masivos de comunicación. De hecho, Abruzzese y Miconi (2002: 128) perciben su germen en la estetización de la vida cotidiana observable en el París del XIX, en cuya atmósfera flota el regocijo del ver y del mostrarse, donde el fetichismo, la frivolidad y la mercancía refulgen en los salones y las galerías comerciales; lo cual les permite invertir el argumento capital de las posiciones más críticas respecto a la acción mass mediática: “Se ha hablado de la devastación cultural que producen los medios, no de los medios como producto de esa devastación; de los efectos de la televisión, no de la televisión como efecto social, como deseo”.

Ciertamente, la hybris posmoderna es un fenómeno observable en distintos ámbitos de la vida, coherente, por otra parte, con esa inflación significante que hemos mencionado. Late un deseo de gratuidad, de espontaneidad, de vigor, de ornamento, de desembarazo respecto al mecanicismo del ser. No en vano, uno de los primeros textos que contribuyeron al debate en torno a la posmodernidad fue un manifiesto arquitectónico firmado, en 1972, por Robert Venturi y dos de sus colaboradores, Dense Scout Brown y Steven Izenour, cuyo título es, de por sí, suficientemente revelador: Aprendiendo de Las Vegas. En él se proponía como modelo ese fantasmagórico eclecticismo sígnico asentado en medio del desierto de Nevada. También Las Vegas es un espacio eterno, en donde la disposición simultánea de tiempos y espacios colapsa el decurso temporal, y en donde la orgía lumínica instaura un escenario cuasi sagrado8. La profusión de las copias ha acabado por eclipsar el original hasta el extremo de hacerlo desaparecer, “porque lo replicado, como lo liofilizado, lo congelado, lo envasado al vacío, perdura liberado del tiempo, impulsado libremente hacia la inmortalidad” (Verdú, 2003: 39). Acuden, enseguida, las invectivas de Baudrillard (2000: 158) contra esta forma cultural, a su juicio, eminentemente onanista y de catástroficas consecuencias antropológicas: “La excrecencia de una información cuya amplitud es tal que ya no tiene nada que ver con ningún tipo de integración de los conocimientos. Desde ahora puede decirse que este inmenso potencial nunca será rescatado, en el sentido de que nunca encontrará su uso ni su fin. […] Y también en este caso —dado que esta información proliferante excede con mucho las necesidades y las capacidades del individuo y de la especie en general— ya no tiene más sentido que el de vincular al conjunto de seres humanos en un mismo destino de automatismo cerebral y subdesarrollo mental”; pero allí donde éste dictamina el “grado Xerox” de la cultura, otros autores, como Maffesoli, amparados en la idea de que ningún orden es viable sin despilfarro inútil, vislumbran la emergencia de cierto orden simbólico cuyos fenómenos no son reductibles a una lógica productiva, al ser éstos desmesurados, gratuitos, azarosos, improductivos.

Esta pérdida de profundidad que se extiende por doquier o, incluso, de conciencia, puede interpretarse como condición de posibilidad del surgimiento de un espacio de socialidad, tal y como la entiende Maffesoli (2001: 121-122), como “un ser-juntos primordial arquetípico, que pone en escena todos los parámetros de lo humano, incluidos los más frívolos, o los que son reputados como tales, a fin de celebrar la vida, aunque sea teatralizando la muerte”. La socialidad surge allá donde se diluye la sociedad, que Maffesoli entiende como categoría heredada de la modernidad y cuyos constituyentes son individuos; mientras ésta se articula merced a un punto exógeno, en el sentido de Dupuy, concebido como fin o proyecto trascendente, y las relaciones entre sus componentes están reguladas por una racionalidad teleológica, la socialidad, como realización de lo societal, se sitúa más allá, o más acá mejor, de la idea de racionalidad como principio explicativo de la emergencia de lo colectivo. Las personas, los elementos a partir de los cuales se realiza lo societal, no son sujetos autónomos, sino que proceden a través de identificaciones sucesivas con múltiples roles sin extinguirse en ninguna de ellas, sin absolutizarlas, lo cual permite la convergencia con los otros en un consenso, esto es: en un sentir común, tal y como ha sido advertido. La persona, según Maffesoli, presenta contornos difusos, es permeable, por mor de su sensibilidad a los otros, “no es más que una máscara (persona); puntual, representa su papel en un conjunto del que es, sin duda, tributaria pero del que podrá mañana escaparse para expresar y asumir otra figura” (ibíd.: 119-120). La persona está, obviamente más próxima al hombre sin atributos musiliano que al individuo burgués moderno. Y ese todo societal no se constituye a partir de la razón y la conciencia, antes bien, su génesis ha de entenderse como proceso orgánico devenido a partir de una centralidad subterránea, entendida como primigenia, como anterior a la conciencia, previa a todo acto de voluntad. Desde esta perspectiva, que incide en el aspecto inmanente de la sociogénesis, es plausible la concepción de lo social como un espacio de comunión, de re-ligación. La socialidad es el escenario del exceso, del desbordamiento, de la orgía, en donde renace y se celebra esa “parte maldita” de la que hablaba Bataille y que la modernidad creyó exorcizar.

Cuando Maffesoli constata como fenómeno insoslayable de la sociedad contemporánea una tendencia, sólo en apariencia, contradictoria, a saber, el progresivo avance tecnológico, por un lado, y el vigoroso resurgir de ciertos arcaísmos, por otro, nos está proponiendo una estrategia hermenéutica original con la que abordar el papel jugado por los medios de comunicación. Se trataría de observarlos como escenarios en los que acontece la disolución de lo social, y articulados según la dinámica de la socialidad tal y como ha sido descrita más arriba; concebidos de este modo, permitirían establecer unas relaciones orgánicas entre los sujetos sobre las ruinas de la mecanicidad exangüe. En efecto, las lógicas productiva y discursiva de los mass media en la actualidad parecen coherentes con esa visión de lo colectivo propuesta por Maffesoli como genuina de la posmodernidad.

A través de los medios, los miembros de la colectividad establecerían un vínculo, ya no contractual, sino emocional (un ver-sentir), por medio del cual se pretende cancelar esa “pérdida de realidad” devenida del proyecto político moderno, de ese artificialismo abstracto e institucional que había sustraído lo concreto y singular de la vida cotidiana: “la extensión de los medios audiovisuales ha traído consigo el paso de una economía del saber a una economía del ver que consagra la primacía de lo visual (lo visual opuesto a lo intelectivo, a lo reflexivo): esto es, lo visual como modo de ver y de sentir, de representar y percibir/transmitir la realidad” (Imbert, 2003: 38). Este deseo presentista, tanto espacial como temporal, al que ya hemos aludido con anterioridad, es observable en la creciente preponderancia de lo íntimo en el discurso público: el deseo de una realidad in-mediática, ordinaria, sin justificación, es decir, no mediada por el sentido (racional), un ver más que un saber, por ende: “Es posible que el deseo de fotografiar provenga de esta verificación: visto en una perspectiva de conjunto, por el lado del sentido, el mundo es muy decepcionante. Visto en detalle, y por sorpresa, siempre resulta de una evidencia perfecta” (Baudrillard, 2001: 166). La imagen en directo, en tiempo presente, enmudece el discurso, esto es, la explicación, y la instancia mediadora, el presentador, se limita a la gestualidad para aproximarse: si la Historia ya no puede comparecer en la pantalla, qué va a pulular en ella: únicamente las pequeñas historias y los accidentes, desvanecida también la Sustancia. Un adueñamiento del discurso por lo cotidiano que todo el arte del siglo XX había evidenciado, desde las pinturas cubistas en las que el espacio estético, tradicionalmente concebido como el lugar de lo eterno, es ocupado por páginas de periódicos, hasta el Ulises de Joyce en donde el épico héroe ha acabado por ser el achacoso marido de la adúltera Molly que es Leopold Bloom, cuyo paisaje ya no es el proceloso mar, sino los bares y letrinas del grotesco Dublín. Esta degeneración del discurso mediático referida a la elevación de lo marginal a categoría, a la frivolidad de la información, a la ventilación impúdica de la intimidad, al sacrificio del contenido en beneficio de la forma, y que alimenta el recurrente debate en torno a la telebasura, acaso esté señalando una necesidad social: el encuentro, por precario que sea, con la carnalidad del otro: “Más profundamente, el suceso, considerado como extracto de una realidad bruta, no pasada por el filtro de la categorización periodística, remite a una demanda de autenticidad frente al simulacro y la representación” (ibíd.: 94); lo cual hace hablar a Maffesoli, invocando a Nietzsche, de “ennoblecimiento por degeneración” (Maffesoli, 2001: 146).

Desde esta perspectiva, de acuerdo con la cual no cabría hablar de la acción de los medios desde una perspectiva instrumental, sino que trata, más bien, de observarlos insertos en una dinámica especular con respecto a la propia sociedad9, es plausible concebir la pantalla, o la página, como un theatrum mundi, en donde se escenifica el sentimiento trágico de la vida que no deja entre bastidores lo disfórico, lo anómico, sino que lo celebra ritualizándolo. Imbert (1992) ha analizado de modo ejemplar la estrecha vinculación existente entre lo lúdico y lo destructivo, en tanto que ambos parten de una matriz común, a saber, la entrega a un hacer gratuito encaminado a la creación de un “climax” de alta intensidad emocional por medio de actuaciones complejas a las que denomina conductas paroxísticas, las cuales “sitúan al sujeto en la cuerda floja, oscilando entre lo orgiástico (lo festivo) y lo anómico (lo destructivo), la celebración de la vida (los placeres) y la celebración de la muerte (el suicidio), pudiendo pasar de una a otra sin solución de continuidad, haciendo incluso de esta manera coincidir los contrarios” (ibíd.: 172-173). La televisión no es sino el receptáculo de esta ambigüedad, de este precario equilibrio entre dos tendencias fraternas. El juego escenifica este conflicto patético, se configura como espacio liminar entre lo lúdico (eufórico) y lo sádico (disfórico), como territorio incierto, como simulacro vital, y posibilita la integración homeopática de la crueldad y de la brutalidad que, de lo contrario, irrumpirían de modo más devastadoramente incontrolado: programas en los que la exhibición de grabaciones caseras de pequeños accidentes producen accesos de risa irrefrenables, o en los que las pruebas que se han de superar, en donde se pone en juego la libertad del concursante y el propio azar, se convierten en metáforas de la vida, con ganancias y pérdidas, incluso muertes, simbólicas. También con la realidad se entabla una relación lúdica cuya consecuencia es la hibridación de géneros y códigos y la propia disolución de la frontera entre realidad y ficción10. La visualización de lo anómico, su ritualización lúdica, según Imbert (2003), hace posible su aceptación. En el juego existen unas reglas, pero éstas no agotan lo aleatorio y, al mismo tiempo, es posible su desafío, su transgresión, en un gesto simbólico de rechazo a las constricciones espacio-temporales, en una afirmación, si bien cotidiana, no por ello menos heroica, menos trágica.

En este mismo sentido pueden entenderse las manifestaciones mínimas de miserias domésticas, que cada vez, con mayor profusión, inundan las pantallas en forma de los llamados reality show o talk show (y del mismo modo podrían interpretarse los escándalos comprometedores para políticos o personalidades con notoriedad pública que revistas y programas diversos sacan a la luz semana tras semana): vienen a ser verbalizaciones de la vivencia, balbuceos trémulos, visualizaciones de lo invisible que responden a un deseo de ver-sentir, un retorno de la oralidad, que no de la oratoria, para exasperación de Postman (2001), del potlatch, de la proxemia, del deseo táctil del otro: “Sucede que esta “vibración común está confortada por el desarrollo tecnológico. En particular por la televisión, que da a cada uno la impresión de participar en un “cuerpo místico” cuyo vector esencial no es la separación o la autonomía característica de la modernidad, sino una especie de viscosidad o de heteronomía que funda el vínculo social posmoderno” (Maffesoli, 1997: 268). En los reality show y en los talk show, la palabra es cedida a la persona anónima, incluso vulgar, pero es precisamente desde esa misma irrelevancia desde la que surge la mirada com-pasiva. El mismo formato de estos programas es semejante al de un collage en donde los testimonios se suceden en un fluir caótico cuyo único hilo conductor, más allá del contenido, es la exteriorización de lo innombrable (un hablar por hablar, sin apenas decir): el grito, el llanto, la lágrima, la euforia, el lamento, la histeria,… lo otro humano, lo irreductible, el residuo:

“¿Cuál puede ser hoy el sentido de la “autonomía”, sino el sabernos sujetos, más allá de toda práctica tecnocientífica, a la única ley que nos es propia: la Ley de la Tierra, que sabe a envejecimiento y muerte y expande su penetrante olor exactamente allí donde la medicina y la telemática intentan convencernos de una prolongación vital, y hasta de una futura “inmortalidad” práctica, sea por hibernación o, ahora, por clonación? […] Y es que ser “racional” no es huir de la muerte, u olvidarla, sino pensar en ella precisamente por ser la muerte del “otro” (no por el egoísmo banal de la propia conservación), en la muerte del alter ego, intentando paliar su sufrimiento, viviendo en la “carne” (aunque sea transportada “virtualmente”) del Otro, de ese prójimo desconocido. […] ¿Es la postmodernidad el lúdico baile de máscaras de los nuevos “estetas”, o el destello de un nuevo sentimiento colectivo? Muchos signos apuntan, por fortuna, a lo último” (Duque, 2000: 64-65)

A la luz de lo expuesto, no es de extrañar que el espectáculo se haya convertido en la forma comunicativa por antonomasia en las sociedades posmodernas, articulado en base a dos rasgos esenciales: la suspensión temporal y la intensidad emocional. No obstante, y en coherencia con las tesis propuestas, el espectáculo no sería tanto vehículo de contenidos propagandísticos o ideológicos, como pudo creer el situacionismo de Debord, cuanto un acontecimiento más próximo a los primigenios rituales que vuelven a resurgir tal y como nos ha advertido Maffesoli, entendiéndolo como dispositivo de integración homeopática del residuo social que opera por medio de respuestas paroxísticas (esto es, el espectáculo contiene ese residuo, en el sentido que Dupuy confiere al verbo). La forma espectacular, de la que por supuesto no se sustraen ni el discurso informativo ni la esfera privada, requiere un espacio sinestésico, y adopta una forma posnarrativa: el qué es subsidiario del cómo en un acto de invasión o trauma sensorial. El espectáculo encierra en sí cierta lógica contradictoria: es efímero, y su razón de ser debe más a la intensidad que a la duración, pero en su propia desmesura, en su propio ex–tasis (fuera de sí), se esfuerza por trascender la contingencia del presente. El espectáculo comporta una “ética del instante”, del instante eterno (Maffesoli, 2001).

Pero cedamos, una vez más, la palabra al poeta que, no pocas veces, resulta ser profética: “No nació para cumplir designio,/ Siempre el viento le trazó el camino, /Fue amasijo de condumio,/ Adúltera mezcla de todo/ De qué sé yo. Pero sabiendo todo;/ De oro, —pero sin duro en el forro;/ De nervios, —sin nervio. Vigor sin fuerza;/ De empuje, —con un esguince;/ De alma, —y sin violín;/ Del amor, —y semental infecto;/ Demasiados nombres para tener un nombre” (Tristan Corbière: Epitafio, en Verlaine, 1991: 18).


Notas:

1 Esta aspiración puede interpretarse como la ilusión de que un orden progresivo acabará por sofocar cualquier movimiento o perturbación que pudieran subvertir semejante orden. Para las objeciones a esta tesis véase Morin (1997a y 1997b).
2 En este apartado sigo, en muchos aspectos, el análisis de Aguado (2004).
3 Morin (1995: 98) afirma, en este sentido, que “la individualidad no puede desarrollarse, en su autonomía, más que a través de un gran número de dependencias técnicas, educativas y culturales”.
4 Dupuy considera que un análisis insensible al matiz puede conducir a la identificación entre los conceptos de “interés” egoísta propio del homo oeconomicus y el de self-love que se lee en la obra de Smith. En esta confusión se fundamenta la necesidad de deslindar la economía como territorio autónomo respecto de la moral. El self-love no se refiere, en realidad, al egoísmo del individuo que se sirve de su racionalidad para seleccionar entre los medios disponibles y lograr la consecución de los fines anhelados intentando optimizar los recursos. El self-love es, más bien, una modalidad de la simpatía, de manera tal que el amor a uno mismo no es más que el camino de retorno del primer impulso que nos conduce a los demás. El narcisismo no es más que “pseudonarcisismo” parece querer decirnos el self-love smithiano, por cuanto “no se puede uno amar a sí mismo más que en la medida en que los otros nos aman” (Dupuy, 1998: 340). Resulta evidente, una vez se cae en la cuenta de la imposibilidad de un amor propio (self-love) desde una perspectiva solipsista, la innecesaria separación de lo ético y lo económico, amparada en la ilusión de la posibilidad de un nítido discernimiento entre los intereses racionales y las pasiones intrínsecamente asociales. Este planteamiento, para el que sólo los intereses entran en juego y únicamente los egoísmos son operativos en las transacciones económicas, conduce de modo inexorable a las paradojas señaladas más arriba en relación al modelo walrasiano. Lo interesante del planteamiento smithiano es que “sitúa entonces las pasiones detrás de los intereses, y ve que éstos son un concentrado, una síntesis, de aquéllas. Esto prueba que Smith no cree en la pureza de los intereses que los haría capaces de encabezar el conjunto de las pasiones destructivas. Los interese están contaminados. Los otros pensaban que los intereses podían contener, es decir, refrenar, las pasiones. Smith, por su parte, sabe que los intereses contienen las pasiones, en el sentido de que están infectados con ellas. El virus del contagio está en ellos. Cuando los grandes pensadores de la modernidad distinguen y procuran articular dos concepciones del individuo (el “amor de sí mismo” y el “amor propio”), Smith tiene el genio de captar que es un único principio el que obra” (Dupuy, 2001: 106); de lo cual se sigue que “la simpatía es para Smith el principio morfogenético, no sólo dominante, sino también único, tanto en la esfera económica como en la esfera moral” (ibíd: 105).
5 Auctor, nos dice Imbert (1992: 201) “es el que es dueño de sus actos, protagonista de su destino”.
6 No deja de ser significativo que, además del propio Abril (2003a), otros autores como Calabrese (1994), Subirats (1997) y Maffesoli (2001) hayan detectado elementos típicamente barrocos en la cultura contemporánea.
7 Los primeros periódicos son ejemplos paradigmáticos en este sentido.
8
Para una exposición detallada de los nuevos medios de consumo como catedrales de consumo, véase Ritzer (2000)
9 Se los ha llegado a definir como un proceso “sin sujeto ni fin” (Soulages, citado por Imbert, 2003: 40); y, al mismo tiempo, Umberto Eco entiende la neotelevisión como el tránsito de un discurso referencialista a otro especular.
10 El llamado infotainment o los propios talk show son paradigmáticos a este respecto.


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Lic. Gonzalo Lucas Gallego
Facultad de Comunicación y Documentación, Universidad de Murcia, España.