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Por Gonzalo
Lucas
Número 39
1.
Introducción
El presente trabajo pretende analizar el papel desempeñado
por los medios de comunicación en las sociedades contemporáneas
como un fenómeno social en el más amplio sentido del
término. Toda aproximación a dicho fenómeno
debe mostrarse sensible a cualquier ámbito de la vida: desde
las mismas investigaciones científicas, pero también
desde las cuestiones más cotidianas, pueden extraerse observaciones
fértiles susceptibles de ser integradas en la reflexión
mediológica. El momento actual no hace sino radicalizar dicha
necesidad, cuando cualquier debate político, económico,
social, antropológico o cultural debe, tarde o temprano,
atender al fenómeno comunicacional.
Nuestra propuesta, que consta de dos secciones diferenciadas, parte
de la insoslayable referencia al proyecto ilustrado en la medida
en que consideramos que, de un modo u otro, somos herederos de esa
tradición. Creemos que cualquier mirada dirigida hacia el
mundo contemporáneo está obligada a retrotraerse hasta
ese momento, a desentrañar el significado de aquel afán
emancipador. En la primera parte, tratamos de cartografiar toda
una línea de pensamiento, desde un enfoque socio-filosófico,
que, más allá de las diferencias que puedan observarse
entre los autores, pone de manifiesto las grietas que fracturan
el homogéneo cielo de la modernidad. Dos pensadores, a finales
del XIX, diagnosticaron tempranamente ciertas anomalías:
Niestzsche denunció la inhumanidad consustancial
al humanismo ilustrado y Weber mostró el abismo sobre el
que se precipitaba la racionalidad instrumental a la que ese mismo
humanismo había otorgado legitimidad. Uno y otro denunciaron
que las premisas sociales, políticas y antropológicas
desde las que se pensó la propia modernidad condenaban al
silencio, en aras de su coherencia, a una dimensión natural
del ser humano: la máquina desmitificadora, la Razón,
sólo podía ser efectiva autoconstituyéndose,
ella misma, como mito, esto es, sacralizándose.
Desde una un enfoque más contemporáneo, autores como
Giddens, Beck, Bauman o Luhmann se han empeñado en evidenciar
las paradojas que comportaba la modernidad: el orden y el desorden
poseen una matriz común, se crean a partir de acciones pero
al margen de las intenciones. Más que a una traición
de las premisas de la Ilustración, la contraproductividad
lacerante de la modernidad se debe a su carácter eminentemente
aporético. En último extremo, la modernidad socava,
en su desarrollo, sus propios principios, hace de la relación
entre individuo y sociedad un problema insoluble, por mor del mecanicismo
simple del que es presa, obligando a cabalgar a lomos de uno o de
otra: sólo una rigurosa estratificación mecanicista
puede dar cuenta del orden social, pero entonces los hombres son
objetos y la libertad se desvanece; de lo contrario, si se concibe
al hombre absolutamente libre, esto es, se legitima lo
que cada uno tiene de indeterminado, la sociedad se antoja
una quimera. La modernidad esconde un cadáver: la experiencia,
dirá Giddens, la realidad, dirá Dumont. La posmodernidad,
insisten estos autores, exige, para su comprensión, unas
categorías que no lastren ese delito porque, de lo contrario,
la ambivalencia de lo social, el riesgo, la contingencia (residuos),
lo que no es ni A ni A, fenómenos todos ellos cotidianamente
observables tal y como nos señalan los autores mencionados,
se nos aparecen como incomprensibles: y ésa y no
otra es la condición posmoderna, a saber, la inexistencia
de una ley general en la que se subsuman, sin violencia, todos los
casos particulares. La modernidad, tal y como fue concebida, no
podía superar la minoría de edad: su tutor sólo
cambió de cara, pero seguía siendo tan totalitario
como aquél contra el que se erigió y el sentido seguía
postrado en una trascendencia más allá del tiempo
de la vida: la dignidad, la libertad, no pueden constituirse sobre
la certidumbre, sino más bien sobre su contrario. Es la propia
ontología la que se descubre obsoleta. Una reeducación
epistemológica parece proponernos el pensamiento de la complejidad
o un genuino humanismo, que apuesta por integrar todo lo que la
razón instrumental se esforzaba por separar: cuanto más
compleja es una sociedad tanto más frágil, y no más
previsible ni controlable, como pudieron pensar los filósofos
del contrato social.
En este sentido, el planteamiento de Dupuy, con el que completamos
la primera parte, nos nutre de herramientas conceptuales para abordar
la dinámica individuo/sociedad desde una perspectiva no reduccionista:
no se trata de determinación (racionalidad instrumental)
sino de una compleja relación de co-determinación.
Para lo cual era perentorio restituir la operatividad de lo empírico
en el sujeto, esto es, liberar al rehén que la Ilustración
había arrebatado. Individuo y sociedad han de ser entidades
dinámicas: aquéllos determinan tanto a ésta
como ésta a aquéllos.
La segunda parte del trabajo se centra de manera específica
en la relación entre el sujeto posmoderno y los medios de
comunicación, e intenta demostrar que el discurso mediático
se conforma, en gran medida, a partir de códigos y estrategias
comunicativas presentes en distintas tradiciones culturales. En
la medida en que la actividad mediática está inserta
en la dinámica social, también en el escenario mediático
se reproduce la problemática relativa a la presunta inconmensurabilidad
entre lo local y lo global: los debates en torno al desorden patente
en los discursos y contenidos de los medios, a su degeneración,
a las devastadoras consecuencias que puede conllevar todo este desconcierto,
a la ausencia de cualquier ideal ético-pedagógico
en los mass media, se suceden por doquier. A nuestro juicio,
la respuesta que ofrece Dupuy para dar cuenta de la sociogénesis
puede ser empleada para comprender la dinámica entre los
sujetos y los medios: unos condicionan a los otros tanto como los
otros a los unos. Es el único modo de aproximarse a la cuestión
sin sacrificar, a priori, la libertad que todos creemos poseer en
nuestras decisiones acerca de los contenidos mediáticos que
consumimos y, al mismo tiempo, de no negar lo evidente respecto
a los contenidos existentes. Recogemos, en este apartado, la sugerencia
antropológica de Dupuy y mantenemos que el tradicional individuo
moderno constituye un concepto obsoleto como aproximación
a esa suerte de postsujeto que es el sujeto posmoderno.
En su lugar apostamos por un concepto menos absoluto, pero al mismo
tiempo más dinámico (rehabilitando muchas de las intuiciones
antropológicas de Nietzsche) al que hemos catalogado de residual.
Este sujeto es permeable a los otros en virtud de su sensibilidad:
sólo así, como nos advierte Dupuy, es posible reconocer
lo residual, esto es, lo no reductible a una lógica instrumental-racional
y que aparece en cualquier ámbito de la vida en el momento
actual, incluso en las pantallas, como no podía ser de otro
modo.
2.
De la “jaula de hierro” a la sociedad del riesgo: la
fragilización de lo social
2.1 La modernidad y sus sombras
Hemos de volver la mirada para reconocer nuestro presente: lancémonos
a una re-lectura de nuestro pasado para intentar alumbrar lo que
somos. Este impulso arqueológico nos retrotrae al siglo XVIII,
al periodo de la Revolución, en su triple dimensión:
industrial (particularmente en Inglaterra), política (en
Francia) y filosófica (cuyo principal foco cabe situar en
Alemania personalizado en la figura de Kant) (Duque, 2000: 22).
Esta triple dimensión revolucionaria converge en la Ilustración.
Y ante la pregunta acerca de qué es lo que subyace a este
bullir histórico generalizado podemos responder, de modo
genérico, con la idea de proyecto:
La
idea era utilizar la acumulación de conocimiento generada
por muchos individuos que trabajaban libre y creativamente, en
función de la emancipación humana y el enriquecimiento
de la vida cotidiana. El dominio científico de la naturaleza
auguraba la liberación de la escasez, de la necesidad y
de la arbitrariedad de las catástrofes naturales. El desarrollo
de formas de organización social y de formas de pensamientos
racionales prometía la liberación respecto de las
irracionalidades del mito, la religión, la superstición,
el fin del uso arbitrario del poder, así como del lado
oscuro de nuestra propia naturaleza humana (Harvey, 1998: 27-28).
Sobre
este anhelo de autonomía se erige el proyecto ilustrado,
pretendido universal, fundamentado en un continuo e ilimitado progreso
técnico, social y moral. Se trataba, en definitiva, de prescindir
de cualquier criterio ajeno al hombre, llámese naturaleza,
llámese Dios. Se entraba, de este modo, en la Historia, en
donde paulatinamente se mejorarían las condiciones de vida
social e individual, en un proceso total destinado a abolir cualquier
foco de resistencia1, en la medida
en que la naturaleza, tanto interior como exterior, será
modelada por la razón: el hombre conquistaba así las
riendas de su propio destino:
Tanto
la Historia como el Estado y la Ciencia, que tienen carácter
universal, remiten en última (y primera) instancia a un
Sujeto universal, autoconsciente, central, idéntico a sí
mismo, dominado y dominador; que se ha proyectado desde cada uno
de los individuos empíricos, naturales, y que, metafísicamente,
presta identidad y sentido a las cosas del mundo. Un sujeto que,
al modo kantiano, se autoidentifica con la razón,
capaz de planificar a priori el mundo a través
de representaciones con valor objetivo, en tanto en cuanto confía
en el carácter referencialista, objetivo del lenguaje(Ruiz
de Samaniego, 2004: 17).
El
proyecto ilustrado, por tanto, no destruye el altar, únicamente
sitúa a la Razón en el lugar vacante dejado por Dios:
un nuevo mito, profano si se quiere, funda la Historia y posibilita
la comprensión del pasado y la configuración
del futuro (aquello que Lyotard ha convenido en llamar metarrelato).
Este orden global acabará por revelarse precario. En primer
lugar, esa reconciliación entre el Sujeto Universal y el
sujeto empírico va a resultar problemática: al mismo
tiempo que se proponía una horizontalización que permitiera
abolir cualquier diferencia cualitativa en beneficio de lo cuantitativo
(lo económico cuantificable en términos monetarios,
lo jurídico en base a una Ley universal y abstracta igual
para todos y lo físico reducido al concepto de “masa”),
se abre una sima que separa a los hombres entre sí a través
del concepto de individuo, irreductible por definición a
cualquier congénere (Duque, 2000: 18-22). Una idea que, por
otra parte, ya entrevió Simmel cuando afirmó la escisión
abierta entre la objetivación del individuo en las instituciones
o en la misma ciudad y la esfera subjetiva, personal, ética
del mismo. La reificación del hombre como objeto de interacción,
productiva y social, suponía ineluctablemente una pérdida
íntima (Subirats, 1991):
Al encarnarse en el orden simbólico, el sujeto queda dividido
en sujeto del enunciado y sujeto de la enunciación. El
sujeto es representado en la cadena hablada por un nombre —o
por un pronombre—, por un significante. Como quedan representados
los otros sujetos y, en general, el mundo. Así desaparece
la posibilidad de toda relación inmediata: toda relación
posible queda mediada por el orden simbólico. El sujeto
—dividido— queda, a la vez, excluido del orden simbólico
y representado en él. El inconsciente es el efecto de esta
situación. Es el refugio del sujeto “verdadero”,
de la parte del sujeto que no encarna en el orden simbólico,
que no es metabolizada —ni metabolizable— por la sociedad.
La estructura del orden simbólico no es inmutable. Cambia
con el tiempo, y cambia, por tanto, la estructura del sujeto.
Se cruzan dos movimientos: un movimiento de represión que
produce el desvanecimiento del sujeto (que pierde su profundidad
vertical, para quedar aplanado en la horizontalidad superficial
del intercambio); y un movimiento de retorno de lo reprimido (del
sujeto de la enunciación). Se puede hacer coincidir el
primer movimiento con la modernidad, y el segundo —que actúa
ya en la modernidad— con la posmodernidad (Ibáñez,
1998a: 56)
No
obstante, son Nietzsche y Weber quienes primero diagnosticaron la
fragilidad estructural del proyecto moderno. El primero, anticipándose
de algún modo a Lyotard, al ensayar una definición
de la modernidad como decadencia, declara que la vida ya no residía
en la totalidad, en un Todo completo y orgánico (Magris,
1993). Nietzsche estaba poniendo de manifiesto la insuficiencia
del proyecto para clausurar la vida, la crisis del “gran relato”,
aquél capaz de sofocar las disonancias en una unidad armónica
superior. La rígida estructura de lo real se quiebra disolviéndose
en una pluralidad de átomos, y el antiguo orden permanece
como estructura espectral preñada de obsolescencia, del que
la Kakania musiliana constituye una certera metáfora:
verdad objetiva y certeza subjetiva no pueden ser reconciliadas.
Esta crisis del sujeto autoconsciente es, a fin de cuentas, una
crisis del lenguaje, que ya no puede nombrar la realidad: decir
es siempre decir lo que ya no es, es evidenciar el hiato existente
entre la palabra y el mundo. La Carta de Lord Chandos de
Hofmannsthal supone, a este respecto, un manifiesto del naufragio
del lenguaje, de la intransitividad del mismo, recluido forzosamente
en una subjetividad incapaz de transcenderse. La relación
sujeto-objeto, que la mecánica newtoniana había juzgado
diáfana, se revela aporética, como pondrán
de manifiesto las mecánicas relativista y cuántica
(Ibáñez, 1998a: 59-62), aspecto que puede barruntarse
ya en el texto hoffmannsthaliano. La realidad se resiste a la violencia
ejercida por el lenguaje, por la teoría, y el fragmento se
emancipa de la totalidad: “Presionamos a la realidad haciéndola
suave, mediante la imagen a la vista, mediante el concepto al manejo.
Para lo que hay que conjurar el mal: lo que no se deja metabolizar
ni semantizar (lo que se resiste). Los espacios catastróficos
son males relativos: recuperables con otra forma. Los espacios fractales
son males absolutos: irrecuperables. Entre Thom y Mandelbrot prosigue
el diálogo entre Parménides y Herálito, entre
ser y devenir. La ley de Dios es injusta, porque no se ajusta a
la realidad” (Ibáñez, 1998b: 52). Esta situación
límite, verdadera tragedia de la cultura moderna, sume al
hombre en la perplejidad ante la certidumbre de la impostura de
cualquier orden y la condena a un devenir privado de todo fundamento
objetivo, de todo fundamentum veritatis, de todo Grund
(Cacciari, 1989).
El otro exégeta que pone de manifiesto el fracaso del proyecto
ilustrado es Max Weber. Según el sociólogo alemán,
la Ilustración se basaba, a la postre, en una candorosa ilusión.
La esperanza puesta en el progreso científico y racional,
al que acompañaría, ineluctablemente, un genuino progreso
humano y moral, acabó por devenir en la entronización
exclusiva de la racionalidad instrumental con arreglo a fines. Esta
forma de racionalidad acabará por impregnar cualquier faceta
de la vida, esto es, acabará por burocratizar no sólo
las relaciones económicas o institucionales, sino incluso
las propias relaciones sociales. La modernidad, a juicio de Weber,
supone un proceso de secularización que afecta a la definición
misma de la realidad, la cual ya no es accesible desde presupuestos
religiosos, sino únicamente científico-técnicos.
En este sentido nos habla de un desencantamiento del mundo.
La primacía otorgada por los ilustrados a la razón
pretendía desenmascarar el oscurantismo que rodeaba a la
situación del hombre en el mundo. Según la interpretación
weberiana, si hasta el Medioevo se extendió la larga noche
de la humanidad, esto es, la expropiación de su destino a
manos de una suerte de fuerzas mágico-espirituales fuera
de su alcance cognitivo, la Ilustración nace con el propósito
de conceder al hombre su autonomía, su mayoría de
edad de la que hablaba Kant. Se trataba de atentar contra la transcendencia
de cualquier principio explicativo para fundar un mundo nuevo que
no se orientara al pasado, que no rastreara en lo acontecido el
deber-ser: “Con el desprendimiento de la tradición,
la sociedad moderna tiene que fundamentarse exclusivamente en
sí misma” (Beriain, 1996: 10). Pero su mismo éxito
inaugura el nuevo malestar civilizatorio que acechará a las
nuevas formas sociales. La Naturaleza deja de ser un misterio, se
muestra obediente a los principios racionales de la ciencia
y dócil ante las transformaciones derivadas de las
aplicaciones técnicas de aquélla: el hombre conquista
su libertad al tiempo que subyuga a su entorno natural en un mismo
proceso. La Razón se concibe como el principio universal
regulativo tanto de lo objetivo como de lo subjetivo (Hegel dirá
que todo lo real es racional): “Y así se entronizó
(y hasta se sacralizó, en la Revolución Francesa)
a la Razón como punto supremo de la pirámide moderna.
Naturalmente: lo que se entendía por “razón”
no era sino la abstracción universal del Programa: la Ciencia,
al servicio del Hombre, para dominar a la Naturaleza, externa y
social” (Duque, 2000: 53). El tiempo de la espera es un tiempo
pasado y ahora se impone el tiempo de la acción, de la producción.
Pero esta emancipación de lo dado, que puede (y debe) ser
transformado por la voluntad humana en aras del Progreso, es una
emancipación, también, menos salvífica en este
caso, del sentido.
Weber sostiene que, al ser suplantada la religión por la
prosaica racionalidad instrumental como modelo explicativo del mundo,
de éste desaparecen esos poderes espirituales ajenos,
extraños, al hombre y el mismo mundo se torna una
jaula de hierro burocrática y maquinal (Gil Calvo, 2003;
Ritzer, 2000). El sociólogo alemán expresaba de este
modo su pesimismo acerca del margen que el proyecto moderno concedía
al individuo para la realización de su libertad: el dominio
arcaico había sido sustituido por otra forma de dominio basado
ahora, no en un sentido absoluto, sino contingente, o quizás
mejor, ausente. La racionalización, parece querer
decirnos Weber, hace inencontrable el sentido de la vida, lo envuelve
en una madeja infinita imposible de desentrañar, exilia a
los dioses y a cambio deja un páramo amputado de transcendencia:
“En el desencanto resuena también el desengaño,
el barroco desengaño que es, también él, doloroso
desenmascaramiento de la ilusión que hace resplandecer una
verdad reluctante de la Historia” (Magris, 2001: 16).
El
proyecto de la modernidad quedó sin realizar, y ha sido considerado,
con el devenir histórico, la matriz que contenía,
al mismo tiempo, redención y condena. Con posterioridad a
Nietzsche y a Weber, Adorno y Horkheimer señalarán
el funesto naufragio del ideal humano que zarpó al amparo
de la Ilustración y cuyo más devastador delirio fue
Auschwitz (Adorno y Horkheimer, 1994). La racionalidad instrumental,
cuyos efectos sobre el medio natural no fueron patentes hasta transcurrido
cierto tiempo, no pudo articular un modo de acción que permitiera
el cumplimiento de los ideales ilustrados y degeneró en un
maquinal auto-sometimiento.
Este hacer vacío y lacerante queda expresado
con toda su crudeza en la primera frase de El proceso de
Kafka: “Alguien debía de haber calumniado a Josef K.,
porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana”
(Kafka, 1999: 463).
2.2
“Lo que en definitiva nos cobija es nuestro estar desamparados”
(Rilke)
Partiendo, en mayor o menor medida, del legado weberiano, se han
desplegado, en el pensamiento contemporáneo, una serie de
discursos que tienen por objeto cartografiar los escenarios de las
actuales sociedades, así como del lugar que en ellas ocupa
el individuo. El impulso emancipatorio surgido del programa ilustrado
disuelve toda tutela ajena a la propia dimensión humana:
“Nosotros hemos liquidado el afuera. Otras culturas viven
en la postergación (ante las estrellas, ante el destino),
nosotros vivimos en la consternación (por la ausencia de
destino). Todo tiene que venir de nosotros mismos. Y, en cierto
modo, esto es la desdicha absoluta” (Baudrillard, 2001: 155).
Compartamos o no el pesimismo baudrillardiano, lo cierto es que
autonomía y responsabilidad son indisociables,
es decir, no es posible el reclamo de la primera y la abdicación
de la segunda. Por tanto, si la modernidad se erige como ruptura
respecto al pasado, como distanciamiento de la tradición
para fundamentarse en sí misma, debe, irremediablemente,
asumir la responsabilidad de sus actos; y, además, abolido
cualquier tutor, está obligada a la elección. Justamente
en este contexto hace acto de presencia eso que Safranski ha denominado
el drama de la libertad (Safranski, 2000). El incremento del
número de opciones posibles implica un idéntico incremento
de la posibilidad del error (uno de los rostros que adopta el lado
oscuro de la modernidad): “La modernidad tardía
comparece como el umbral temporal donde se produce una expansión
temporal de las opciones sin fin y una expansión
correlativa de los riesgos. Sabemos que tenemos más
posibilidades de experiencia y acción que pueden ser actualizadas,
es decir, nos enfrentamos a la necesidad de elegir (decidir) pero
en la elección (decisión) nos va el riesgo, la posibilidad
de que no ocurra lo esperado, de que ocurra “lo otro de lo
esperado”” (Beriain, 1996: 9).
Es precisamente la ambivalencia del proceso social moderno lo que
ha obligado hablar a ciertos autores contemporáneos sobre
el efecto perverso ineludible de la modernidad (Giddens, Baumann,
Luhmann, Beck, 1996). Desde diferentes perspectivas, se incide en
la necesidad de pensar la re-configuración de los órdenes
sociales e individuales a partir de su creciente complejización.
Proceso que está directamente relacionado con algunos de
los aspectos ya mencionados en este trabajo: la ruptura con el legado
de la tradición que supone, no sólo una diferenciación
respecto del pasado, sino una desmembración en diferentes
esferas de acción con el objeto de garantizar la satisfacción
de necesidades a partir de una progresiva eficacia organizacional,
la necesidad de construir la meta a alcanzar, que ya no
puede ser revelada, la asunción de la responsabilidad
de las decisiones en un horizonte abierto. Se trata, en definitiva,
de un giro reflexivo hacia la autoorganización.
El análisis de Giddens parte de la consideración de
la modernidad como un proceso de “destradicionalización”
de las sociedades, que abandonan la estabilidad emanada del pasado
para precipitarse vertiginosamente hacia el futuro. El déficit
de sentido que deja vacante la antigua presencia divina es ocupado
por el concepto de riesgo, como “secularización de
la fortuna” (Beriain, 1996: 8). El concepto de “riesgo”
sólo puede ser entendido a partir de la incorporación
de un futuro indeterminado, “sólo alcanza un uso extendido
en una sociedad orientada hacia el futuro —que ve el futuro
precisamente como un territorio a conquistar o colonizar—.
La idea de riesgo supone una sociedad que trata activamente de romper
con su pasado —la característica fundamental, en efecto,
de la civilización industrial moderna” (Giddens, 2003:
35). En este contexto henchido de incertidumbre, la confianza
deviene necesaria como medio de reducción de la complejidad
al posibilitar la eficacia selectiva (Luhmann, 1996). Giddens también
insiste en la relevancia de la misma como fuente provisora, para
el individuo, de cierta seguridad ontológica, más
allá de la cual se disuelve el “sentido de la realidad
de las cosas y de las personas” (Giddens, 1996: 44). La seguridad
ontológica es esencial en la vida cotidiana ya que gracias
a ella se logra eclipsar la ausencia de un fundamento último:
la duda radical ha de ser limitada en la práctica diaria
que, de lo contrario, puede sufrir un colapso. De este modo es posible
suturar las discontinuidades que amenazan la existencia, lo inesperado
que acecha tras cada acción en cada momento. El hombre contemporáneo,
al ser privado del anclaje en un sólido pasado, se encuentra
expuesto a una desestructuración existencial que transciende
su espacio-tiempo concreto y que precisa ser cancelada por medio
de una virtual invulnerabilidad.
Zygmunt Bauman esboza un diagnóstico que, en muchos aspectos,
no difiere en exceso del de Giddens. Escoge la categoría
de “ambivalencia”, sobre la que hace gravitar su reflexión
sobre la modernidad y su desarrollo hasta lo que se suele llamar
tardocapitalismo, modernidad tardía o, incluso, posmodernidad:
“La ambivalencia, la posibilidad de referir un objeto o suceso
a más de una categoría, es el correlato lingüístico
específico del desorden: es el fracaso del lenguaje en su
dimensión denotativa (separadora)” (Bauman, 1996: 73).
Esta ambigüedad, nos dice nuestro autor, acaba por permear
tanto la dimensión cognitiva como la ética, traduciéndose
en una suerte de incertidumbre e indecisión que enturbia
el horizonte vital. Esta pérdida de claridad está
íntimamente relacionada con el ámbito de la libertad
humana: el incremento de las opciones implica una correlativa complejización
de la acción. Se produce, por tanto, una fractura entre la
capacidad y el deseo, esto es, entre “lo que puedo hacer”
y “lo que quiero que se haga”. A juicio de Bauman, es
precisamente este abismo lo que inaugura la época moderna
como aquélla en la que “el mundo, […], no tiene
unas bases sólidas como para hacerlo necesario e inevitable”
(Bauman, 2001: 72). Por esta misma razón la época
moderna declara abiertamente la guerra a la ambigüedad, al
escepticismo, que deja de tener el prestigio intelectual alcanzado
en la antigüedad para ser percibido como fuente incluso de
locura o desorden.
El proyecto moderno puede ser caracterizado como un impulso de destrucción
creativa, expresión que resume de manera inmejorable,
la aporética condición moderna. Anhelaba la construcción
de un nuevo orden al tiempo que procedía a la demolición
del antiguo régimen: la modernidad refleja en su
interior la idea misma de orden, es decir, lo concibe como praxis:
“El descubrimiento de que el orden no era natural fue
el descubrimiento del orden como tal. El concepto
de orden apareció en la conciencia sólo simultáneamente
con el problema del orden, del orden como un hecho de estrategia
y de acción, orden como una obsesión. El
orden como problema surgió con el despertar de la actividad
ordenadora, como un reflejo de prácticas ordenadoras”
(Bauman, 1996: 79-80).
El orden viene a ser diseño de la existencia desde sí
misma a partir de la piedra angular sobre la que se construye el
edificio de la modernidad, la Razón, que permite vehicular
los dos momentos constitutivos del proyecto, la desarticulación
del “antiguo régimen” y la instauración,
sobre sus ruinas, de un “nuevo comienzo”. La aplicación
de la racionalidad a las ciencias sociales pretende hacer de la
moral y la política disciplinas tan fiables como las matemáticas:
la ingeniería, el diseño, la técnica no son
más que meros intentos de acotar el “mundo de los posibles”,
de cercar la incertidumbre. Esta tendencia se traduce, durante la
primera modernidad, en la profusión de utopías, nacidas
intencionadamente como modelos que anticipan el futuro tras haberse
librado la batalla contra la ambigüedad. El diseño racional
de los espacios urbanos, diáfanos y uniformes, pretendía
ser un reflejo fiel de una conciencia individual a salvo de la zozobra
y la angustia. Del escenario urbano desaparece, coherentemente,
toda presencia del pasado, de ese tiempo en el que el devenir estaba
a merced de unas normas inescrutables (la idea programática
de “comienzo absoluto” vuelve a estar presente en este
punto). Se asume una distancia consciente respecto a la historia
por ser considerada como posible origen de perturbaciones que pueden
hacer peligrar la conquista de la univocidad perseguida: “Tanto
la penuria como el exceso de sentido, tanto la escasez como la abundancia
de posibles Auslegungen [interpretaciones, explicaciones]
son trastornos que una organización racional del mundo humano
no puede a largo plazo tolerar y que sólo puede considerar
como irritantes temporales” (Bauman, 2001: 80). El
aparato del Estado será el encargado de legislar,
de evitar esa infla o sobredefinición, de establecer las
definiciones que permitan demarcar, toda vez, el territorio de la
anomalía.
Pero este propósito de redención global se verá
abocado al fracaso; era irrealizable por ideal y absoluto. La modernidad
hace del presente pura obsolescencia al remitir el progreso a un
futuro que siempre está por-venir. Tan pronto se
apaciguan las euforias de la modernidad temprana se cae en la cuenta
de que la historia no finalizará jamás. Bauman nos
dice que “la misión imposible se establece por los
foci imaginarii de verdad absoluta, pureza, arte y humanidad,
así como orden, certidumbre y armonía, el final de
la historia. Como todos los horizontes, nunca pueden alcanzarse”
(Bauman, 1996: 85). La modernidad tenía como destino la inconclusión
de una perpetua huida hacia delante.
Esta utópica lucha contra la polisemia y la incertidumbre,
en pos del orden, acaba por fragmentarse en unidades locales desde
las que se pretende abordar la cuestión marginalmente:
el continente deviene archipiélago. Partiendo de la premisa
según la cual “el mundo que se desmorona en el interior
de una plétora de problemas es manipulable” (Bauman,
1996: 88), la diferenciación funcional emergió como
la solución estratégicamente más eficaz. Bauman
considera que esta situación, lejos de acabar con la ambivalencia,
conlleva su exacerbación. Cada fragmento reclama su propia
autonomía y su propio discurso, con lo que el poder se desmiembra,
pero no así el mundo. La pluralidad de poderes conduce a
una atomización de lenguajes que reivindican su legitimidad
discursiva, todo lo cual imposibilita la restitución coherente
de la totalidad. El punto de vista privilegiado (divino) se disuelve
en un collage (que no en vano suele ser considerado como
una forma narrativa emblemática de la posmodernidad) (Harvey,
1998) de miradas contingentes. El caos que se pretendía conjurar
no hace sino proliferar al amparo de la pugna poliédrica
por la claridad: “en todo caso, más ambivalencia fue
el producto final del proyecto de apuntalamiento del fragmentado
orden moderno […]. Los problemas son creados en la resolución
de problemas, novedosos espacios de caos se engendran por la actividad
ordenadora” (Bauman, 1996: 90).
En este punto Bauman recurre a Ulrich Beck para reforzar y culminar
su argumento. Este último postula la generación, en
el mundo moderno, de diversos órdenes sociales que reclaman
para sí cierta autonomía como germen de confusión
y causa de la imposibilidad de un orden global y unívocamente
legislado. Esta fragilidad del orden hace que cada decisión
comporte un riesgo al ser la ambigüedad un componente consustancial
a la misma: la coexistencia de múltiples y divergentes ámbitos
de legalidad indetermina las expectativas. Pero esta ambigüedad
creciente, concluye Bauman, ha acabado por revelarse sistémicamente
operativa en virtud de una mutación que el autor cataloga
como privatización de la ambigüedad: el individuo
la interioriza y la afronta como un problema personal. El resultado
de esta situación dibuja dos escenarios posibles. Por un
lado, el mercado y el sentimiento de incertidumbre forman un círculo
retroactivo merced al cual crece el abanico de posibilidades al
tiempo que se agudiza el sentimiento de agonía ante el inevitable
acto de la elección. Pero, también, los brotes tribales
y fundamentalistas suponen una reacción que aboga por la
restitución de un orden heterónomo que niega la libertad
individual, la polifonía de voces, la volatilidad de los
significados. El mismo empeño por cancelar la contingencia
de un orden heredado acaba por desdibujar la realidad en una yuxtaposición
de espacios que hace imposible cualquier forma de jerarquía:
“Si la modernidad es producción de orden, la ambivalencia
es el desperdicio de la modernidad. Tanto el orden como la ambivalencia
son igualmente productos de la práctica moderna. […].
Ambos comparten en la contingencia típicamente moderna la
desfundamentación del ser. La ambivalencia es lo que más
preocupa e inquieta en la era moderna, desde que, a diferencia de
otros enemigos derrotados y dominados, aumenta complementariamente
con los muchos logros de los poderes modernos. Es su propio fracaso
el que la actividad construye como ambivalencia” (Bauman,
1996: 92).
Los planteamientos de otros autores como Beck o Luhmann guardan
cierta sintonía con los expuestos hasta el momento. Todos
se enmarcan en una nueva fase de desarrollo de la modernidad industrial,
en un momento histórico que demanda a la teoría una
revisión de las categorías con las que pensar lo que,
en palabras de Beck, constituye la “modernidad reflexiva”,
aquélla que es consciente del potencial destructor que late
bajo su propio ideal. Ulrich Beck describe el tránsito de
la sociedad industrial clásica a la denominada sociedad
del riesgo como la sustitución de una lógica
articulada en base a un reparto de riqueza por otra preocupada en
el reparto de riesgos: el problema de la producción social
de riesgos desplaza al de la producción social de recursos.
Este tránsito supone un giro reflexivo en la medida en que
el modelo se autopostula como tema de reflexión, se problematiza
a sí mismo. En este sentido podríamos catalogar la
sociedad del riesgo como una sociedad “postinocente”:
su propio desarrollo desvela efectos no previstos, lo cual le impele
a cuestionar sus propios fundamentos. Acontece un naufragio estructural
de las instituciones encargadas de proporcionar seguridad y protección
frente a los efectos derivados de las decisiones adoptadas: la incontrolabilidad
del mundo, de este modo, se socializa, se culturaliza al tiempo
que se des-naturaliza, porque ya no es la naturaleza la que impide
un dominio absoluto, sino que la propia acción humana se
emancipa de su propio control. La obra del hombre se indetermina
en un movimiento que supone “el regreso de la incertidumbre”
(Beck, 1996: 211). Subyace a ello una quiebra de la temporalidad
lineal sobre la que se asentaba el orden preconizado por la Ilustración
(progreso, armonía, dominio racional) que hace hablar a Beck
de sociedad “post-racional”: “La sociedad industrial,
el orden social burgués y, especialmente, el estado benefactor
y social pretenden convertir los contextos de vida humana en una
estructura controlable, elaborable, disponible, atribuible (a nivel
individual y jurídico). Por el contrario, estas pretensiones
conducen en la sociedad del riesgo una y otra vez a imperceptibles
riesgos colaterales diferidos en el tiempo, con los cuales la exigencia
de control es trascendida, desencadenando, a su vez, la aparición
de lo incierto, de lo ambiguo. Dicho en pocas palabras: el regreso
de lo desconocido” (Beck, 1996: 216). Un nuevo tiempo polimorfo
en el que el principio de causalidad deviene obsoleto parece ser
el tiempo de la sociedad del riesgo, un tiempo que se re-pliega,
un tiempo barroco. La realidad emergida de la interacción
colectiva escapa a toda previsión, resulta invisible,
volatiliza las expectativas albergadas por la acción (Gil
Calvo, 2003).
Beck sostiene que, de la misma manera que la sociedad industrial
supuso una ruptura respecto a las formas sociales y organizacionales
heredadas del medioevo, el propio desarrollo de aquélla supone
una mutación que ha acabado por subvertir sus propios principios
estructurales. Con el concepto de “modernidad reflexiva”
Beck pretende dibujar el rostro sobrevenido tras el cansancio de
sí del occidente ilustrado. Para lo cual empieza por afirmar
la inadecuación de las categorías vigentes para definir
los espacios sociales y culturales contemporáneos. De nuevo,
la realidad parece haberse alejado demasiado, y únicamente
una revisión categorial puede suturar la grieta abierta entre
forma y experiencia. A este respecto, nuestro autor señala
la posibilidad de una doble categorización de las sociedades
modernas: aquéllas en las que domina una lógica basada
en el “o” (en las que se privilegia la subordinación,
la jerarquización) y aquellas otras en las que rige
una lógica centrada en el “y” (según una
dinámica yuxtapositiva). Precisamente lo que va
de una a otra marca la diferencia entre las sociedades modernas
tempranas y las propias de la modernidad avanzada. Beck no recurre
a términos rupturistas o revolucionarios para explicar el
tránsito sino que lo refiere a una “síntesis
colateral de innovación y revolución” (Beck,
1996: 227), la cual es operada a través de un giro reflexivo:
el cumplimiento de su programa innovador implica la emergencia de
“zonas grises” que obligan a un replanteamiento de sus
propios fundamentos. Éste es el origen de la fractura entre
teoría y praxis. El proceso de modernización implica,
en último término la obsolescencia institucional y
organizacional que posibilitó el despegue de ese mismo proceso.
La solidez de la estructura se abre a la crítica y lo normativo
cede su lugar a lo informal: “En y con la modernización
de la modernidad industrial, la ley de la selva se propaga bajo
la apariencia del ordenamiento y competencias bien delimitadas”
(ibíd.: 231). Lo que se está manifestando
es, en definitiva, una crisis de la representación: el modelo
fundamentado en la discriminación, en la separación,
acaba asfixiado por la yuxtaposición de espacios, tiempos
y contrarios que es, finalmente, lo que encarna la sociedad del
riesgo: lo incontrolable ya no puede diferenciarse de lo
controlable, sino que ha de ser anexionado a éste.
El futuro se curva, deja de ser el escenario estable en
donde localizar el proyecto, y es vivido, por la sociedad moderna,
en forma de riesgos inherentes a toda decisión (Luhmann,
1997). Ésta, nos dice Luhmann, nos determina y nos deja indeterminados
a un tiempo en tanto las situaciones futuras dependen de las decisiones
presentes pero la continuidad entre pasado y futuro ha sido cortocircuitada:
“Toda decisión puede desencadenar consecuencias no
deseadas. Sólo que las ventajas y las desventajas, así
como las probabilidades e improbabilidades, se reparten de forma
distinta según cómo se decida” (ibíd.:
133). Esta ruptura temporal se evidencia en la aplicación
del cálculo probabilístico como dispositivo descriptivo
del futuro, desde el presente, que permita cierta fundamentación
de las decisiones: “En la dimensión temporal, el presente
se refiere a un futuro que todavía se da en el modo de lo
probable o improbable. En otras palabras: la forma del futuro es
la forma de la probabilidad, que por su parte guía la observación
como forma de dos caras: como más o menos probable o como
más o menos improbable, distribuyendo estas modalidades sobre
todo lo que puede ocurrir. Justo a tiempo, la modernidad ha inventado
el cálculo de probabilidades para poder atenerse a una realidad
duplicada, producida de forma ficticia. Con él se puede calcular
al presente un futuro que siempre podrá ser de otra manera,
y se puede certificar de este modo haber hecho las cosas bien aunque
salgan de otra forma” (ibíd.: 131). El estatuto
borroso del futuro conduce a Luhmann a concebir el riesgo como un
fenómeno complejo, inabordable desde los medios que brinda
la lógica binaria, razón por la que se precisan lógicas
menos restrictivas.
En este punto se detecta la convergencia de los planteamientos someramente
esbozados hasta el momento: Bauman, a través de la categoría
de ambivalencia, Beck, con su descripción de la
sociedad postindistrial como sociedad del riesgo, y Luhmann,
al definir el futuro en términos de riesgo, están
sugiriendo la imposibilidad de nombrar la complejidad social: “También
la pluralidad inmanente de riesgos pone en cuestión la racionalidad
de los cálculos de riesgo. Por otra parte, la sociedad se
transforma no sólo a través de lo que es constatado
y perseguido, sino también por medio de lo que no
es percibido ni perseguido. No es la racionalidad teleológica
(como en la teoría de la modernización simple) sino
los efectos colaterales los que se convierten en el motor
de la historia social” (Beck, 1996: 250).
El planteamiento de Jean-Pierre Dupuy2
(1998b) suministra sustanciosos recursos teóricos para pensar
el orden social al tiempo que pone en juego una noción de
individuo que nos servirá como escenario desde el que abordar
la cuestión del sujeto posmoderno. Dupuy, en su
búsqueda de la respuesta a la pregunta acerca de qué
es lo que mantiene unida a una sociedad de individuos, acude a esa
corriente del pensamiento liberal que se extiende desde Adam Smith
hasta Hayek a la que denomina “economía política”
y que enfatiza el carácter espontáneo del
orden colectivo (“mano invisible”, “proceso sin
sujeto”). Su reflexión le conduce al análisis,
dentro del terreno de la filosofía política, de las
corrientes “anglosajona” y “continental”
(principalmente francesa), y que desemboca en tres posiciones que
diferencia críticamente. Por un lado, la tradición
“progresista” heredera de la Ilustración y de
la Revolución Francesa, los planteamientos de corte conservador
que abogan por una restauración del viejo orden, por otro,
y, finalmente, la corriente liberal, cuyos representantes aprueban
los contenidos de la Revolución pero se distancian de los
llamados “progresistas” a causa de su “racionalismo
constructivista” (Ibíd.: 24), como también
de una vuelta a los orígenes como modo de evitar las consecuencias
patológicas derivadas del proyecto revolucionario. Desde
la perspectiva liberal, el error revolucionario radica en pensar
lo social como producto de un poder consciente y activo, lo cual
acaba por aproximarlos, paradójicamente, a las posiciones
conservadoras, con la salvedad de que éstos sitúan
la fuente de la ley en la exterioridad de lo social (Dios), mientras
que aquéllos la localizan en su interior (contrato social).
El pensamiento ilustrado no se resiste a la tentación de
sacralizar el orden social, sigue preso de una tendencia
mitologizante que se evidencia en la idea misma de Programa:
“Creo que la decidida “deriva” de la Modernidad
hacia la Postmodernidad se debe justamente a que, entre todos, hemos
ido dejando de creer en la Idea básica, hasta ahora oculta
a fuerza de estar a la vista, de ser evidente: la Idea misma de
Programa, es decir, de ordenar la vida desde una perspectiva
abstracta, aérea y a priori” (Duque, 2000:
56). En los autores de la “economía política”
cree Dupuy encontrar el fundamento conceptual para poder afirmar
la independencia y anterioridad (aunque esta categorización
exige, de momento, cierta cautela) del orden social respecto a la
voluntad de los hombres; tesis, por otra parte, compartida con la
tradición conservadora pero, y aquí radica la diferencia
obviada por los “progresistas”, dicho orden no es sino
una emergencia espontánea de la interacción
social. La originalidad consiste en situar el autos como
operador epistemológico: autoorganización, autoproducción,
pero también autotrascendencia y autoexterioridad:
“La idea misma de la ciencia social es correlativa al descubrimiento
de las propiedades auto-organizadoras de lo social, es decir al
hecho de que lo social no es ni el producto de un “programa
externo” (voluntad de un radical Otro), ni de un “programa
interno” (voluntad general, contrato social, actividad [fabricatice]
de un Estado)” (Dupuy, citado por Ramos Torre, 1996: 16).
Este planteamiento, que comparte el espíritu de aquella sentencia
de Adam Ferguson según la cual el orden social sería
“el resultado de las acciones de los hombres pero no de sus
propósitos” (Dupuy, 1998b: 28), permite pensar lo social
sin reducirlo a lo individual ni viceversa y, de igual modo, permite
empezar a vislumbrar la distancia vivida entre intención
y efecto de la acción que preside un número no escaso
de las reflexiones teóricas referidas a las sociedades postindustriales.
Dupuy rechaza el reduccionismo al que se ven abocadas tanto la reflexión
holista como aquélla que parte de un radical individualismo
metodológico, en la medida en que “ha sido el advenimiento
del individuo moderno lo que ha creado las condiciones de posibilidad
del reconocimiento de la sociedad como ser autónomo”
(ibíd.: 29)3.
¿Cómo concebir la idea de un orden social sin menoscabo
de lo individual? ¿cómo llegar a la idea de un orden
social a partir del individuo? Mediante una propuesta teórica
transdisciplinar y otra de carácter antropológico.
En lo referente a la primera: pensar la complejidad social desde
una lectura de los modelos y conceptos de la autoorganización
surgidos en el campo de la biología contemporánea
en su reflexión acerca del “programa genético”
(la noción de autopoiesis en Maturana y Varela,
y la de order from noise en Von Forster y Atlan). En cuanto
a la segunda: Dupuy recurre a la obra de Adam Smith para establecer
una noción débil de individuo que se distancia
del homo oeconomicus descrito por Dumont, auténtica
clave de bóveda del individualismo metodológico. Este
último es un ser autónomo, autosuficiente, disociado,
racional y egoísta, y supone el punto desde el que parten,
en los albores de la modernidad, tanto las filosofías del
contrato social como la tradición empirista anglosajona que
dará origen a la economía clásica, con la salvedad
de que los primeros lo conciben con la voluntad consciente de tejer
un vínculo social, a fin de preservar la integridad individual,
y los segundos lo exoneran de tal conciencia. La paradoja radica
en que, en su intento de dar cuenta de la autonomía de lo
social, tanto unos como otros se ven en la necesidad de sacralizar
el orden social, de disociar, diríamos el ser del
hacer: los primeros por medio del artificio que
supone el contrato social al concebirlo como transacción
consciente que hace posible la fundación del orden provisor
de seguridad individual; los segundos, al disociar entre las esferas
económica y ética, con lo cual las relaciones entre
los individuos deben ser entendidas bajo un prisma mecanicista,
de modo que “los hechos sociales, las relaciones entre los
hombres, adquieren el estatuto de cosas sometidas a leyes análogas
a las que regulan el movimiento de los cuerpos en la naturaleza
física” (ibíd.: 89). En el primer caso
se concibe lo social como un “hecho de conciencia”,
en el segundo como un “hecho de la naturaleza física”
según Dumont (ibíd.: 34): a lo sagrado
se accede bien por la objetivación (Estado) de lo universal
y trascendental común a todo hombre, tras la expurgación
de lo particular y pasional, bien decretando el exilio del juicio
moral del mercado como garantía del mantenimiento
del equilibrio: el orden requiere que los individuos sean como cuerpos
físicos, unidades aisladas, inmunes a toda comparación
que haga entrar en escena a la política, a la que la economía
considera “el mal, el dominio de la opinión, del conflicto,
de las discusiones ociosas, de lo indeterminado”
(ibíd.: 63); es preciso aseptizar el mundo para
obturar la aparición de la envidia, lo cual resulta
congruente, por otra parte, con la concepción de la economía
como mecanismo regulador de la violencia destructiva de los hombres,
como protección frente al advenimiento del contagio pasional
(esto es, contra la muchedumbre). Esta lógica “narcisista”,
según la cual cada componente sólo se mira a sí
mismo, exige, para garantizar el equilibrio económico general,
la presencia de una instancia ficticia que medie en cada
intercambio (el “vendedor ambulante” según el
modelo de Walras) con el objeto de externalizar u objetivar
los precios de modo que éstos sean tomados por los actores
como dados, como dictados por un deus ex machina.
El orden es viable a costa de su des-humanización.
A este respecto argumenta Dupuy: “La comunicación directa
entre los socios es reducida a nada, la sociedad encuentra su coherencia
en un lugar simbólico, a la vez presente y ausente, exterior
e interior, que no puede ser designado más que como la encarnación
de la unidad del ser social. ¿Quién puede seguir diciendo
que la ideología económica se ha desprendido de la
lógica de lo sagrado?” (ibíd.: 62).
Vemos asomar, en un planteamiento y en otro, a lo sagrado,
escondido tras un maquillaje secular, temeroso ante el
abismo abierto por el abandono de Dios, y que pretende otorgar al
discurso sobre lo social estatuto científico a costa de sacrificar
la integridad del hombre.
No obstante, Dupuy sostiene que una lectura atenta de la obra de
Smith permite suturar la escisión entre la esfera moral y
la económica que lastra a la tradición empirista y
que ha acabado por elevarse a categoría en la economía
matemática. El planteamiento de los pensadores escoceses
del XVIII pretende dar cuenta del carácter necesario, imperativo,
de la ley moral desde una posición radicalmente empirista
que les hace rechazar cualquier forma de trascendentalismo. El sujeto
smithiano es, de inicio, incompleto, es un ser inacabado,
con un déficit identitario que sólo puede ser suplido
en virtud de la simpatía4
como “principio de comunicación (de los sentimientos,
de los juicios, de las opiniones…) en el cual “the minds
of men are mirrors to one other” (Hume) y mediante el cual
seres incompletos completan juntos la definición de su identidad”
(Dupuy, 2001:95). El origen de lo normativo ya no se localiza allende
la sensibilidad (recuérdese a este respecto el “imperativo
categórico” kantiano) sino en este juego especular
por el cual los hombres se reconocen observándose a través
de los ojos del prójimo. La originalidad del planteamiento,
que conduce a Dupuy a reconocer en él un anticipo de las
soluciones “neocibernéticas” y “comunicacionales”
ofrecidas en el campo de la biología por los modelos sistémicos
(Weiss) y el paradigma de la complejidad (von Neumann), consiste
en hacer de lo inmanente el fundamento de la objetividad y de la
universalidad del juicio moral a través de la autorreferencialidad:
Se
concibe la manera en que Smith explica el carácter de obligación
y de objetividad del juicio moral, como si éste estuviera
dictado por una trascendencia o se apoyara en una facultad que
los hombres encontrarían dentro de sí al nacer.
La forma lógica en la obra es la de un lazo autorreferencial
que vincula al sujeto consigo mismo por intermedio de la sociedad.
La exterioridad de la ley moral, que el sujeto parece descubrir
en sí mismo, remite a la exterioridad de lo social en relación
con el sujeto” (ibíd.: 102).
El
sujeto smithiano se distancia, de esta manera, tanto del homo
oeconomicus como del sujeto del contrato social; necesita de
los otros para poder decir ”yo” (tesis de la que abominarían,
por igual, los racionalistas, piénsese en el cogito
cartesiano, y los teóricos de la ciencia económica,
para quienes la soberanía del individuo es, también,
categórica). Puede entreverse cómo el modelo antropológico
descrito permite escapar del reduccionismo individualista y holista:
no se trata ni de una determinación de lo social derivada
de un programa consciente y racionalmente construido, ni de una
totalidad estructural preexistente de la que lo real no sería
más que su manifestación. El hecho social es un “hecho
total” (Dupuy, 1998a: 117), esto es, el hecho social es tanto
un hecho de conciencia como un hecho de comportamiento; lo cual
implica una relación de codeterminación entre
lo social y lo individual, es decir, una re-conciliación
entre el ser y el hacer. El todo no es resultante de un simple efecto
de composición de las propiedades de las partes, es algo
cualitativamente distinto y, sin embargo, no deja de ser producido
por ellas: el orden eterno, concebido, bien humana (en nombre de
la Razón), natural o divinamente, de una vez y para siempre,
estalla en un work in progress dependiente de los actos
de los sujetos y, al tiempo, exterior a sus propósitos: “En
ellos [en los modelos de la “economía política”]
encontramos una carencia en la identificación de salida del
individuo y es el todo lo que finalmente viene a resolver esta carencia.
De ello se sigue que el todo se deriva de la composición
de los elementos, pero éstos dependen simultáneamente
del todo. Ya no hay relación de deducción, sino de
determinación circular” (Dupuy, 1998b: 34). A esta
dinámica por la cual una totalidad social se autoorganiza,
se autotrasciende es a lo que Dupuy se refiere al hablar
de producción de un “punto fijo endógeno”,
“centro que no preexiste al sistema puesto que es éste
quien le hace emerger” (ibíd.: 342).
El desafío que este planteamiento arroja es la intemperie
de la ambivalencia, la contingencia constitutiva de la morfogénesis
social, cuya resultado no es deducible a priori (momento en el que
se evidencia el fracaso de una concepción mecanicista, superada
por su objeto y que otros lamentan como el naufragio del proyecto
ilustrado), El análisis de lo social debe ser abordado desde
una posición liminar, sin anatemizar el desorden (expulsándolo
extramuros de la República como Platón hizo con los
poetas) ni absolutizar el orden, concepciones, ambas, que, en última
instancia, se revelan excesivamente próximas (Renaut percibió,
nos cuenta Dupuy (ibíd.: 43) que “la concepción
individualista del orden y la concepción individualista del
desorden están unidas por una complicidad profunda, a pesar
de su oposición manifiesta”: el orden más racional
está separado del más caótico pánico,
únicamente, por el difuso e inestable punto fijo exógeno).
Pensar la complejidad de la organización social supone renunciar
a presentar la relación orden/desorden en términos
de conflicto excluyente, significa asumir que ““el orden
debe contener el desorden aun siendo su contrario”,dando a
“contener”, esta vez, el sentido de: poner obstáculos
a” (ibíd.: 44); esto es, el concepto mismo
de “punto fijo endógeno” permite comprender que
“entre el orden y el desorden no hay solución ninguna
de continuidad: el desorden es capaz de autoexteriorizarse en formas
ordenadas, y el orden contiene los gérmenes de desorden que
tarde o temprano le harán entrar en crisis” (ibíd.:
343-345). El operador de la morfogénesis social no remite
a un meta-principio (Luhmann (1997: 10) ha afirmado que en la posmodernidad
“no hay ningún metarrelato porque no hay ningún
observador externo”), sino a una miríada de unidades
localmente operativas que actúan en función del todo
que, a su vez, es determinado por ellas según esa lógica
circular de la que hemos hablado más arriba; un juego que,
por definición, deja margen a la creatividad: la hipercomplejidad
de la sociedades contemporáneas es indisociable de su fragilidad
(acaso sea por esta razón por la que se habla de “mundos
desbocados”).
La autoorganización implica el encuentro con la complejidad
social que, como sostiene Morin (1997b), significa la inmersión
en la incertidumbre, no su eliminación. Desaparecida toda
Idea que configure nuestra experiencia, todo Paraíso, toda
culminación de la Historia, todo metarrelato, queda el errar
de ese individuo difuso que precisa del Otro en el horizonte para
reconocerse, para re-inventarse en el devenir perpetuo, para compartir
“imágenes de fragmentos, derivas de un “yo”
hecho trizas, que sólo puede ser precariamente reparado por
la palabra y la acción solidaria del “otro”,
también él extranjero… para sí mismo”
(Duque, 2000: 65). Entre el nihilismo y la Utopía queda un
territorio humanamente habitable, como nos sugiere Magris (2001).
3.
Sujetos y media: interferencias comunicativas
“Hay
los ruidos. Pero hay algo aún más terrible: el silencio”
(Rilke: Los apuntes de Malte Laurids Brigge)
Toda
reflexión que pretenda esbozar un perfil de la situación
del sujeto en la época contemporánea está obligada
a atender al papel que los medios de comunicación han desempeñado
en las distintas variaciones experimentadas por aquél. Tomar
como punto de referencia esa noción débil de sujeto
como entidad mutante que se re-actualiza en cada instante
pero que se muestra cada vez más escéptico ante la
idea de continuidad biográfica, acaso sea una plataforma
pertinente desde la que observar el estatus de los medios en las
sociedades complejas. No pretendemos, en este lugar, agotar toda
aproximación crítica, nuestra intención es,
antes bien, proponer argumentos a partir de los cuales pueda dirigirse
una mirada que, sin denostar la coherencia, privilegie más
lo que se gana que lo que se pierde.
Si entendemos con Imbert (2003) los medios de comunicación
como dispositivos de producción social de sentido, hemos
de intentar vislumbrar en ellos el modo cómo facilitan el
habitar humano, esto es: el proceso de secularización iniciado
en la modernidad dejó sin firmamentum a la existencia,
despojándola de todas aquellas referencias que operaban como
fuentes de coherencia, un proceso, a fin de cuentas, de “desanclaje”
tal y como ha sido descrito por Giddens. Nuestra posición
pretende ver en el discurso mediático el establecimiento
de un horizonte simbólico que, en cualquier caso, no será
la restauración de un orden unívoco de mensajes, como
pudiera entenderse a partir de un enfoque funcionalista, sino que,
más bien, propiciaría la configuración de un
escenario excesivo, desmesurado, territorio precario, incierto,
que, en última instancia, precisa de interpretación.
Es en este sentido en el que proponemos la expresión de sujeto
residual como aquél que, no como un ingeniero, sino
más próximo a la labor de un bricoleur de
sí (Abril, 2003), construye e inventa, reciclando, a partir
de fragmentos y jirones simbólicos, la efímera máscara
del momento. A nuestro juicio, sólo una perspectiva atenta
a la dinámica de co-determinación entre el discurso
mediático y el sujeto que consume sus contenidos puede escapar
al reduccionismo, como tuvimos ocasión de constatar en el
planteamiento de Dupuy; sólo un enfoque que responda a ese
espíritu puede deshacerse de la sospecha del poder en la
sombra que dirige o tele-dirige a unos sujetos a los que dicho discurso,
pretendidamente humanista, condena de antemano, cancelándoles
esa autonomía que pretenden conceder. Una posición,
la nuestra, que pretende enfocar la confluencia entre los medios
y el sujeto desde el concepto de negociación como
proponen Abruzzese y Miconi (2002) e insertarla dentro de una dinámica
sociocultural más amplia que tiene en el proyecto moderno
y su posterior naufragio un momento que ningún análisis
de las sociedades contemporáneas puede soslayar.
Como ya hemos apuntado, la posmodernidad, expresión con la
que comúnmente se designa al momento actual, viene a ser
una etiqueta indicativa antes que descriptiva, esto es: la intangibilidad
del objeto de referencia sólo permite una aproximación
negativa, prueba de una insuficiencia lingüística
que permanece sin superar. En este sentido, el prefijo post
marca una zona opaca, fantasmagórica, inasible a la categorización.
No de otro modo puede aparecer el sujeto posmoderno, del
que, ante la imposibilidad de sacar a la luz su anfibio rostro,
sólo podemos afirmar que supone el fin del sujeto “prometeico”,
aquél que alumbró la sociedad industrial al amparo
de la fe en el progreso, el dominio técnico de la naturaleza,
la propiedad privada y los derechos civiles. A este sujeto le sucede
otro mucho más versátil, más líquido
o, mejor, gaseoso, no tan dueño de sí, sin una identidad
estable, al que algunos han llamado sujeto “proteico”
(Rifkin, 2000), y otros “dionisiaco” (Maffesoli, 1996).
Se trata, más bien, de un sujeto que podríamos caracterizar
como wireless, definido no en base a la propiedad sino
a sus posibilidades de acceso (Rifkin, 2000), una entidad que tensa
hasta el límite la expresión misma de sujeto entendida
como sustrato, como lo que subsiste más allá
de las determinaciones particulares. Maffesoli incide en la obsolescencia
de la categoría de identidad, que es la que permite
definir al individuo moderno, frente a la pertinencia de las sucesivas
identificaciones de la persona y sugiere así una
propuesta hermenéutica desde la que ensayar una aproximación
al hombre posmoderno. La identidad implica una lógica excluyente
(pulsión nihilista), mientras que las identificaciones abrazan
una dinámica acumulativa. Con el concepto de persona
Maffesoli pretende evidenciar esa fragilidad constitutiva del sujeto,
la vivencia de la discontinuidad temporal, que implica
una ruptura biográfica, el declive del orden apolíneo
de la polis, la impotencia de la Razón como generadora de
cohesión social. No en vano, Maffesoli apuesta por un Elogio
de la razón sensible (1997: 14) como “un saber
que sepa, por muy paradójico que pueda parecer, trazar la
topografía de la incertidumbre y del azar, del desorden y
de la efervescencia, de lo trágico y de lo no racional, de
todas las cosas incontrolables, imprevisibles, pero no por ello
menos humanas”. Un retorno a la vivencia del instante, de
ese presente secuestrado por un ideal proyectivo que lo desplazaba
siempre más allá de la vida, en virtud de lo cual
se opera una reubicación de la cuestión del sentido,
trasladado desde el universo de la razón a la esfera afectiva,
al terreno del consenso en su acepción originaria de sentir
común: “Pero la categoría de “sentido”
no puede entenderse cuando se refiere a un ser humano individual
o a un universal derivado de él. Es constitutiva de lo que
llamamos sentido la existencia de una pluralidad de seres humanos,
interdependientes de este o de aquel modo y que se comunican entre
sí. El “sentido” es una categoría social.
Y el sujeto correspondiente a esta categoría social es una
pluralidad de seres humanos vinculados entre sí. En el intercambio
mutuo, los signos se dan unos a otros —y que pueden ser diferentes
de un grupo humano a otro— adquieren un sentido, que inicialmente
es un sentido común” (Elias, 1987: 68).
Nuestra propuesta tratará de conjugar determinados aspectos
culturales e incluso experienciales que se enmascaran en el prefijo
post de aquello que se ha convenido en llamar la “condición
posmoderna”, con aquellos rasgos definitorios del discurso
mediático y, particularmente del televisivo como variante
hegemónica de aquél, sin exclusión del publicitario.
La crisis del sujeto moderno es, a fin de cuentas, una crisis del
discurso, lo cual es decir, también, una crisis de la temporalidad
lineal, del proyecto. La fragmentación del discurso revela
la imposibilidad de constituir una auctoritas creadora
de realidad, lo cual señala una zona liminar que permite
tanto un veredicto optimista como otro pesimista: “Al minimizarse
la autoridad del productor cultural, se crean oportunidades de participación
popular y de maneras democráticas de definir los valores
culturales, pero al precio de una cierta incoherencia o —lo
que es más problemático— vulnerabilidad a la
manipulación por parte del mercado masivo. En todo caso,
el productor cultural crea meras materias primas (fragmentos y elementos),
y deja a los consumidores la posibilidad de recombinar aquellos
elementos a su manera” (Harvey, 1998: 68-69). Esta entrada
nos permite señalar uno de los problemas constitutivos de
la época posmoderna, que exige un modo de pensar heterodoxo
resistente a toda clausura. Y precisamente esa fragmentación
discursiva señala una crisis de la identidad, que queda diseminada
en bloques no siempre integrables en una unidad orgánica
y que algunos, como Jameson, denuncian como forma cultural eminentemente
esquizoide. Seguir pensando la época contemporánea
desde categorías ajenas puede cortocircuitar la
reflexión acerca de la misma. La práctica del zapping
puede entenderse como una generalización cotidiana del aglutinamiento
textual del que fueron pioneras las vanguardias de principios del
siglo XX: un alzamiento contra toda hegemonía, un hartazgo
del dictado, que ha sido determinante en la evolución
de la propia cultura mediática: “el modelo priramidal,
difuso, asimétrico entre centrales de la información
y de la espectacularización y consumos colectivos anuncia
en su propio “delirio de poder” la fatal conversión
en modelos transversales, policéntricos y extremadamente
diversificados y dúctiles” (Abruzzese y Miconi, 2002:
63). De algún modo, la evolución, tanto del propio
sujeto como de las formas culturales, está marcada por el
politeísmo axiológico vaticinado por Weber. El desarraigo
de la tierra, auspiciado por los primeros medios de transporte en
la era industrial y radicalizado por los más actuales medios
de comunicación obliga a pensar identidades errabundas,
nómadas y, en cierto sentido, ficticias:
“El individuo ya no es lo indivisible, y cualquier unidad
que se postule tiene mucho de “unidad imaginada””
(Martín Barbero, 15). La identidad deja de tener raíces
y se transmuta en identificaciones extraterritoriales que
pululan por la Red o en cada una de las superficies de las pantallas,
lo cual, a nuestro parecer, no exonera de responsabilidad a aquél
que dirige su mirada hacia ellas.
Esta ruptura temporal que implica, antes o después, una mirada
descreída hacia el futuro, entroniza al presente como momento
extático y, del mismo modo que los espacios acuden
en tropel a la pantalla, así todos los tiempos implosionan
instantánea y simultáneamente. Frente a la extensionalidad
del tiempo lineal, la intensionalidad del instante.
Si el tiempo de la Historia nos retrotrae a los grandes sistemas,
teológicos o políticos, que vaciaban de contenido
la existencia en nombre de un momento por-venir, el deseo de presente
es lo que queda de las ruinas de aquélla: “Ése
es nuestro entorno. Si queremos, el único y verdadero mundo
de la vida. Pero ese mundo es tectónico: está
formado por cadenas orográficas que presentan fallas, corrimientos
de tierras y pliegues. En él se entremezclan de manera poco
ordenada, diversas formaciones sociotécnicas, múltiples
tiempos, muchas historias. No hay modo de hacer de esa intemperie
una Historia Universal sin oír las voces airadas (y con razón)
de quienes protestan por el eurocentrismo, el logocentrismo, el
falocentrismo y todos los centrismos que se quieran. ¿Por
qué? Porque ha caído la idea de centro. Una red
no es un círculo” (Duque, 2000: 103). La tantas
veces proclamada hibridación de los géneros en el
discurso televisivo-publicitario acaso responda a esta profusión
de microhistorias, “bastardas” de aquella hegemónica
Historia, que era narrada en primera persona por un presentador
o por un político incluso, víctima de una crisis de
credibilidad de todo discurso (mediado). Ante ello se demanda la
in-mediatez de la vivencia singular, del testigo anónimo
cuyas palabras no han sido esterilizadas en un proceso
depurativo. Un discurso, el de los medios, cada vez más decantado
hacia el mostrar que hacia el decir, configurando
lo que Abril (2003a: 150-151) denomina “información
expresiva”, que al ejercitarse “en el nivel estético,
gestual y tonal de la significación más que en el
conceptual-argumentativo, permite traducir como ingredientes del
discurso público algunas propiedades del vínculo y
de la interacción personal”, y que opera por medio
de una yuxtaposición de los tiempos del acontecer y del narrar,
en donde la imagen se erige elemento central y la palabra viene
a ser, cada vez más, un mero pie de foto. El género
informativo clásico se ve abocado a fusionarse o
con-fundirse con otros géneros en un intento de
sacudirse la solemnidad que impregnaba su discurso sobre lo Universal:
lo anecdótico resulta, pradójicamente, más
verosímil, por próximo.
Hemos
afirmado que entre la forma del discurso mediático y la forma
del sujeto contemporáneo, al que hemos denominado residual,
existe una afinidad que remite, en último término,
a la dilución de la auctoritas5
y al colapso temporal de los que ya hemos hablado, aspectos ambos
que se co-implican. Ciertamente,
quien se sienta frente a un televisor o navega por la Red no puede
ser aquel sujeto que se definió como individuo burgués
surgido al amparo de la innovación tecnológica de
la imprenta, y en virtud de la cual era definido, a un tiempo, como
lector y ciudadano, no puede ser aquélla entidad autónoma
y autoconsciente, que construía su propia subjetividad estable
a través un proceso histórico. “El tiempo del
informar no es el del historiar: procede mediante superposición,
y no por acumulación”, nos dice Imbert (2003: 83);
el discurso mediático viene a ser un conitinuum
de presentes, es el discurso de la actualidad, que se consume en
sí mismo, en su propia transitoriedad (el tiempo del in
live, de la actualidad, es ante todo no-tiempo). El sujeto
posmoderno carece de historia porque está huérfano
de fines (Bauman, 2001), porque carece de una instancia trancendente
o mediadora desde la que diseñar su vida (no es un narrador
de la misma), antes bien la vive desde el hic et nunc al
reconocer que la finalidad de la vida no puede ser más que
ella misma (“una vida sin objetivo” la ha llamado Maffesoli
(2001)). El sujeto posmoderno, antes que nada, fluye. Pero,
enseguida, emerge la atronadora voz apocalíptica que preludia
la devastación humanística que acontecerá tras
la llegada del reino in-mediático: “Libertad,
acción, pasión, y generalmente todas las categorías
de la voluntad y de la representación, suponen una transcendencia,
un traslado proyectivo en una temporalidad que no sea inmediatamente
recurrente” (Baudrillard, 1996: 34).
Por
la forma que adopta el discurso mass mediático,
éste requiere como destinatario antes un lector empírico
que un exégeta racional. No obstante, Gonzalo Abril (2003a
y 2003b) ha evidenciado, al trazar una genealogía de las
formas textuales y culturales posmodernas que éstas, lejos
de suponer una novedad absoluta, no hacen más que recoger
una tradición que bien puede remontarse al barroco6.
El uso que hace el barrroco de la imagen preludia muchos
de los caracteres propios del discurso de la publicidad, de la comunicación
de masas y de las prácticas de la vanguardia artística.
El texto es concebido, a un tiempo, “como información
y como objeto visible” (Abril, 2003b: 109), de modo
que su significado no es independiente de la posibilidad de visualizar
la distribución espacial de los signos. Esta concepción
del texto, que aprovecha los recursos brindados por la extensión
de la imprenta, requiere de un dispositivo cultural y cognitivo
inédito hasta el momento al que el profesor Abril denomina
espacio sinóptico, por medio del que se ensamblan,
paratácticamente, en una misma superficie, elementos gráficos,
escriturales e icónicos. Se trataba de establecer un espacio
homologado en el que integrar elementos semióticamente heterogéneos
que permitiera configurar una aprehensión sinestésica;
estos elementos, que son fragmentos (unidades funcionalmente autónomas),
son extraídos de su contexto natural y dispuestos (o conectados,
mejor) junto a otros dando lugar a un nuevo significado,
ya no natural, sino artificial: el espacio simbólico da lugar
al espacio alegórico: “la conexión
toma, pues, el relevo de una integridad perdida” (Abril, 2003a:
68). La alegoría desnaturaliza el carácter
simbólico de la imagen, con lo cual ésta no cumple,
en el texto, una función representacionista, sino
más bien pragmática, encaminada a afectar
el sensorium del lector. Según Benjamin, en el barroco
se asiste a la fetichización del fragmento concebido
éste como signo-mercancía.
El espacio sinóptico precisa una lectura atemporal
al obturar toda forma narrativa. El ejercicio de la lectura ya no
puede ser secuencial, pues el tiempo se espacializa por mor de la
presencia simultánea de tiempos heteróclitos7.
Y es en este sentido en el que puede atisbarse el halo de familiaridad
que une a la alegoría barroca con las formas textuales de
los discursos mass mediáticos, y muy especialmente
con aquéllas surgidas a partir de los medios de comunicación
electrónicos: no de otro modo acontece el óbito catódico
de la Historia en la posmodernidad. La cohesión textual ha
de ser, por ende, ex–temporal, intensional podríamos
decir, o sea: “a través de mecanismos de consistencia
visual y correspondencia sinestésica” (Abril, 2003a:
25), por procedimientos psicagógicos antes que propiamente
retóricos. En este espacio sinóptico y barroco
se encuentra prefigurada la forma posnarrativa, valga el
oxímoron, entendiendo aquélla, con Abril (ibíd.:
158), como la “carencia o fragilidad de la trama e, inseparablemente,
la inconsistencia de la instancia enunciativa que podría
asegurarla y las significaciones supuestamente propiciadas por la
trama como forma simbólica: la historicidad, el sentido moral
de la acción vinculado a la relación entre “principio”
(motivación, expectativas compartidas,…) y “fin”
(secuelas, restitución o ruptura del orden)”. La fragilidad
de la trama no es sino el reverso de la fragilidad propia del sujeto,
quien, del mismo modo que los textos, contiene en sí una
pluralidad de voces irreductibles a una perspectiva unitaria; una
desposesión, por otra parte, que Maffesoli abraza con júbilo
como afirmación vitalista. Acaso lo que subyace a esta tendencia
no es sino una crisis del realismo como sistema de representación,
una vez descubierto que ni siquiera el realismo es viable sin una
metafísica que lo sustente.
Esta epidermización del significado inaugura un
nuevo espacio estético que algunos han calificado como “era
del significante” (Darley, 2002); una época que bien
podría denominarse, sin matiz peyorativo alguno, carnavalesca,
y que habría de entenderse como condición cultural
en su más amplio sentido, y no atribuible en exclusiva a
la acción de los medios masivos de comunicación. De
hecho, Abruzzese y Miconi (2002: 128) perciben su germen en la estetización
de la vida cotidiana observable en el París del XIX, en cuya
atmósfera flota el regocijo del ver y del mostrarse, donde
el fetichismo, la frivolidad y la mercancía refulgen en los
salones y las galerías comerciales; lo cual les permite invertir
el argumento capital de las posiciones más críticas
respecto a la acción mass mediática: “Se
ha hablado de la devastación cultural que producen los medios,
no de los medios como producto de esa devastación; de los
efectos de la televisión, no de la televisión como
efecto social, como deseo”.
Ciertamente, la hybris posmoderna es un fenómeno
observable en distintos ámbitos de la vida, coherente, por
otra parte, con esa inflación significante que hemos
mencionado. Late un deseo de gratuidad, de espontaneidad, de vigor,
de ornamento, de desembarazo respecto al mecanicismo del
ser. No en vano, uno de los primeros textos que contribuyeron
al debate en torno a la posmodernidad fue un manifiesto arquitectónico
firmado, en 1972, por Robert Venturi y dos de sus colaboradores,
Dense Scout Brown y Steven Izenour, cuyo título es, de por
sí, suficientemente revelador: Aprendiendo de Las Vegas.
En él se proponía como modelo ese fantasmagórico
eclecticismo sígnico asentado en medio del desierto de Nevada.
También Las Vegas es un espacio eterno, en donde
la disposición simultánea de tiempos y espacios colapsa
el decurso temporal, y en donde la orgía lumínica
instaura un escenario cuasi sagrado8.
La profusión de las copias ha acabado por eclipsar el original
hasta el extremo de hacerlo desaparecer, “porque lo replicado,
como lo liofilizado, lo congelado, lo envasado al vacío,
perdura liberado del tiempo, impulsado libremente hacia la inmortalidad”
(Verdú, 2003: 39). Acuden, enseguida, las invectivas de Baudrillard
(2000: 158) contra esta forma cultural, a su juicio, eminentemente
onanista y de catástroficas consecuencias antropológicas:
“La excrecencia de una información cuya amplitud es
tal que ya no tiene nada que ver con ningún tipo de integración
de los conocimientos. Desde ahora puede decirse que este inmenso
potencial nunca será rescatado, en el sentido de que nunca
encontrará su uso ni su fin. […] Y también en
este caso —dado que esta información proliferante excede
con mucho las necesidades y las capacidades del individuo y de la
especie en general— ya no tiene más sentido que el
de vincular al conjunto de seres humanos en un mismo destino de
automatismo cerebral y subdesarrollo mental”; pero allí
donde éste dictamina el “grado Xerox” de la cultura,
otros autores, como Maffesoli, amparados en la idea de que ningún
orden es viable sin despilfarro inútil, vislumbran la emergencia
de cierto orden simbólico cuyos fenómenos no son reductibles
a una lógica productiva, al ser éstos desmesurados,
gratuitos, azarosos, improductivos.
Esta pérdida de profundidad que se extiende por
doquier o, incluso, de conciencia, puede interpretarse
como condición de posibilidad del surgimiento de un espacio
de socialidad, tal y como la entiende Maffesoli (2001: 121-122),
como “un ser-juntos primordial arquetípico, que pone
en escena todos los parámetros de lo humano, incluidos los
más frívolos, o los que son reputados como tales,
a fin de celebrar la vida, aunque sea teatralizando la muerte”.
La socialidad surge allá donde se diluye la sociedad,
que Maffesoli entiende como categoría heredada de la modernidad
y cuyos constituyentes son individuos; mientras ésta se articula
merced a un punto exógeno, en el sentido de Dupuy,
concebido como fin o proyecto trascendente, y las relaciones entre
sus componentes están reguladas por una racionalidad teleológica,
la socialidad, como realización de lo societal,
se sitúa más allá, o más acá
mejor, de la idea de racionalidad como principio explicativo de
la emergencia de lo colectivo. Las personas, los elementos a partir
de los cuales se realiza lo societal, no son sujetos autónomos,
sino que proceden a través de identificaciones sucesivas
con múltiples roles sin extinguirse en ninguna de ellas,
sin absolutizarlas, lo cual permite la convergencia con los otros
en un consenso, esto es: en un sentir común,
tal y como ha sido advertido. La persona, según Maffesoli,
presenta contornos difusos, es permeable, por mor de su sensibilidad
a los otros, “no es más que una máscara (persona);
puntual, representa su papel en un conjunto del que es,
sin duda, tributaria pero del que podrá mañana escaparse
para expresar y asumir otra figura” (ibíd.:
119-120). La persona está, obviamente más próxima
al hombre sin atributos musiliano que al individuo burgués
moderno. Y ese todo societal no se constituye a partir
de la razón y la conciencia, antes bien, su génesis
ha de entenderse como proceso orgánico devenido a partir
de una centralidad subterránea, entendida como primigenia,
como anterior a la conciencia, previa a todo acto de voluntad. Desde
esta perspectiva, que incide en el aspecto inmanente de la sociogénesis,
es plausible la concepción de lo social como un espacio de
comunión, de re-ligación. La socialidad
es el escenario del exceso, del desbordamiento, de la orgía,
en donde renace y se celebra esa “parte maldita” de
la que hablaba Bataille y que la modernidad creyó exorcizar.
Cuando Maffesoli constata como fenómeno insoslayable de la
sociedad contemporánea una tendencia, sólo en apariencia,
contradictoria, a saber, el progresivo avance tecnológico,
por un lado, y el vigoroso resurgir de ciertos arcaísmos,
por otro, nos está proponiendo una estrategia hermenéutica
original con la que abordar el papel jugado por los medios de comunicación.
Se trataría de observarlos como escenarios en los que acontece
la disolución de lo social, y articulados según la
dinámica de la socialidad tal y como ha sido descrita
más arriba; concebidos de este modo, permitirían establecer
unas relaciones orgánicas entre los sujetos sobre las ruinas
de la mecanicidad exangüe. En efecto, las lógicas productiva
y discursiva de los mass media en la actualidad parecen
coherentes con esa visión de lo colectivo propuesta por Maffesoli
como genuina de la posmodernidad.
A través de los medios, los miembros de la colectividad establecerían
un vínculo, ya no contractual, sino emocional (un
ver-sentir), por medio del cual se pretende cancelar esa
“pérdida de realidad” devenida del proyecto político
moderno, de ese artificialismo abstracto e institucional que había
sustraído lo concreto y singular de la vida cotidiana: “la
extensión de los medios audiovisuales ha traído consigo
el paso de una economía del saber a una economía del
ver que consagra la primacía de lo visual (lo visual opuesto
a lo intelectivo, a lo reflexivo): esto es, lo visual como modo
de ver y de sentir, de representar y percibir/transmitir la realidad”
(Imbert, 2003: 38). Este deseo presentista, tanto espacial
como temporal, al que ya hemos aludido con anterioridad, es observable
en la creciente preponderancia de lo íntimo en el discurso
público: el deseo de una realidad in-mediática,
ordinaria, sin justificación, es decir, no mediada por el
sentido (racional), un ver más que un saber, por ende: “Es
posible que el deseo de fotografiar provenga de esta verificación:
visto en una perspectiva de conjunto, por el lado del sentido, el
mundo es muy decepcionante. Visto en detalle, y por sorpresa, siempre
resulta de una evidencia perfecta” (Baudrillard, 2001: 166).
La imagen en directo, en tiempo presente, enmudece el discurso,
esto es, la explicación, y la instancia mediadora,
el presentador, se limita a la gestualidad para aproximarse:
si la Historia ya no puede comparecer en la pantalla, qué
va a pulular en ella: únicamente las pequeñas historias
y los accidentes, desvanecida también la Sustancia. Un adueñamiento
del discurso por lo cotidiano que todo el arte del siglo XX había
evidenciado, desde las pinturas cubistas en las que el espacio estético,
tradicionalmente concebido como el lugar de lo eterno, es ocupado
por páginas de periódicos, hasta el Ulises
de Joyce en donde el épico héroe ha acabado por ser
el achacoso marido de la adúltera Molly que es Leopold Bloom,
cuyo paisaje ya no es el proceloso mar, sino los bares y letrinas
del grotesco Dublín. Esta degeneración del
discurso mediático referida a la elevación de lo marginal
a categoría, a la frivolidad de la información, a
la ventilación impúdica de la intimidad, al sacrificio
del contenido en beneficio de la forma, y que alimenta el recurrente
debate en torno a la telebasura, acaso esté señalando
una necesidad social: el encuentro, por precario que sea, con la
carnalidad del otro: “Más profundamente, el
suceso, considerado como extracto de una realidad bruta, no pasada
por el filtro de la categorización periodística, remite
a una demanda de autenticidad frente al simulacro y la representación”
(ibíd.: 94); lo cual hace hablar a Maffesoli, invocando
a Nietzsche, de “ennoblecimiento por degeneración”
(Maffesoli, 2001: 146).
Desde esta perspectiva, de acuerdo con la cual no cabría
hablar de la acción de los medios desde una perspectiva instrumental,
sino que trata, más bien, de observarlos insertos en una
dinámica especular con respecto a la propia sociedad9,
es plausible concebir la pantalla, o la página, como un theatrum
mundi, en donde se escenifica el sentimiento trágico
de la vida que no deja entre bastidores lo disfórico, lo
anómico, sino que lo celebra ritualizándolo. Imbert
(1992) ha analizado de modo ejemplar la estrecha vinculación
existente entre lo lúdico y lo destructivo, en tanto que
ambos parten de una matriz común, a saber, la entrega a un
hacer gratuito encaminado a la creación de un “climax”
de alta intensidad emocional por medio de actuaciones complejas
a las que denomina conductas paroxísticas, las cuales
“sitúan al sujeto en la cuerda floja, oscilando entre
lo orgiástico (lo festivo) y lo anómico (lo destructivo),
la celebración de la vida (los placeres) y la celebración
de la muerte (el suicidio), pudiendo pasar de una a otra sin solución
de continuidad, haciendo incluso de esta manera coincidir los contrarios”
(ibíd.: 172-173). La televisión no es sino
el receptáculo de esta ambigüedad, de este precario
equilibrio entre dos tendencias fraternas. El juego escenifica este
conflicto patético, se configura como espacio liminar
entre lo lúdico (eufórico) y lo sádico
(disfórico), como territorio incierto,
como simulacro vital, y posibilita la integración homeopática
de la crueldad y de la brutalidad que, de lo contrario, irrumpirían
de modo más devastadoramente incontrolado: programas en los
que la exhibición de grabaciones caseras de pequeños
accidentes producen accesos de risa irrefrenables, o en los que
las pruebas que se han de superar, en donde se pone en juego la
libertad del concursante y el propio azar, se convierten en metáforas
de la vida, con ganancias y pérdidas, incluso muertes, simbólicas.
También con la realidad se entabla una relación lúdica
cuya consecuencia es la hibridación de géneros y códigos
y la propia disolución de la frontera entre realidad y ficción10.
La visualización de lo anómico, su ritualización
lúdica, según Imbert (2003), hace posible su aceptación.
En el juego existen unas reglas, pero éstas no agotan lo
aleatorio y, al mismo tiempo, es posible su desafío, su transgresión,
en un gesto simbólico de rechazo a las constricciones espacio-temporales,
en una afirmación, si bien cotidiana, no por ello menos heroica,
menos trágica.
En este mismo sentido pueden entenderse las manifestaciones mínimas
de miserias domésticas, que cada vez, con mayor profusión,
inundan las pantallas en forma de los llamados reality show
o talk show (y del mismo modo podrían interpretarse
los escándalos comprometedores para políticos o personalidades
con notoriedad pública que revistas y programas diversos
sacan a la luz semana tras semana): vienen a ser verbalizaciones
de la vivencia, balbuceos trémulos, visualizaciones de lo
invisible que responden a un deseo de ver-sentir, un retorno
de la oralidad, que no de la oratoria, para exasperación
de Postman (2001), del potlatch, de la proxemia, del deseo
táctil del otro: “Sucede que esta “vibración
común está confortada por el desarrollo tecnológico.
En particular por la televisión, que da a cada uno la impresión
de participar en un “cuerpo místico” cuyo vector
esencial no es la separación o la autonomía característica
de la modernidad, sino una especie de viscosidad o de heteronomía
que funda el vínculo social posmoderno” (Maffesoli,
1997: 268). En los reality show y en los talk show,
la palabra es cedida a la persona anónima, incluso vulgar,
pero es precisamente desde esa misma irrelevancia desde
la que surge la mirada com-pasiva. El mismo formato de
estos programas es semejante al de un collage en donde
los testimonios se suceden en un fluir caótico cuyo único
hilo conductor, más allá del contenido, es la exteriorización
de lo innombrable (un hablar por hablar, sin apenas decir):
el grito, el llanto, la lágrima, la euforia, el lamento,
la histeria,… lo otro humano, lo irreductible, el
residuo:
“¿Cuál puede ser hoy el sentido de la “autonomía”,
sino el sabernos sujetos, más allá de toda práctica
tecnocientífica, a la única ley que nos es propia:
la Ley de la Tierra, que sabe a envejecimiento y muerte y expande
su penetrante olor exactamente allí donde la medicina y
la telemática intentan convencernos de una prolongación
vital, y hasta de una futura “inmortalidad” práctica,
sea por hibernación o, ahora, por clonación?
[…] Y es que ser “racional” no es huir de la
muerte, u olvidarla, sino pensar en ella precisamente por ser
la muerte del “otro” (no por el egoísmo banal
de la propia conservación), en la muerte del alter
ego, intentando paliar su sufrimiento, viviendo en la “carne”
(aunque sea transportada “virtualmente”) del Otro,
de ese prójimo desconocido. […] ¿Es la postmodernidad
el lúdico baile de máscaras de los nuevos “estetas”,
o el destello de un nuevo sentimiento colectivo? Muchos
signos apuntan, por fortuna, a lo último” (Duque,
2000: 64-65)
A
la luz de lo expuesto, no es de extrañar que el espectáculo
se haya convertido en la forma comunicativa por antonomasia en las
sociedades posmodernas, articulado en base a dos rasgos esenciales:
la suspensión temporal y la intensidad emocional. No obstante,
y en coherencia con las tesis propuestas, el espectáculo
no sería tanto vehículo de contenidos propagandísticos
o ideológicos, como pudo creer el situacionismo
de Debord, cuanto un acontecimiento más próximo a
los primigenios rituales que vuelven a resurgir tal y como nos ha
advertido Maffesoli, entendiéndolo como dispositivo de integración
homeopática del residuo social que opera por medio
de respuestas paroxísticas (esto es, el espectáculo
contiene ese residuo, en el sentido que Dupuy confiere al verbo).
La forma espectacular, de la que por supuesto no se sustraen
ni el discurso informativo ni la esfera privada, requiere un espacio
sinestésico, y adopta una forma posnarrativa:
el qué es subsidiario del cómo en
un acto de invasión o trauma sensorial.
El espectáculo encierra en sí cierta lógica
contradictoria: es efímero, y su razón de ser debe
más a la intensidad que a la duración, pero en su
propia desmesura, en su propio ex–tasis (fuera de
sí), se esfuerza por trascender la contingencia del presente.
El espectáculo comporta una “ética
del instante”, del instante eterno (Maffesoli, 2001).
Pero cedamos, una vez más, la palabra al poeta que, no pocas
veces, resulta ser profética: “No nació para
cumplir designio,/ Siempre el viento le trazó el camino,
/Fue amasijo de condumio,/ Adúltera mezcla de todo/ De qué
sé yo. Pero sabiendo todo;/ De oro, —pero sin duro
en el forro;/ De nervios, —sin nervio. Vigor sin fuerza;/
De empuje, —con un esguince;/ De alma, —y sin violín;/
Del amor, —y semental infecto;/ Demasiados nombres para tener
un nombre” (Tristan Corbière: Epitafio, en
Verlaine, 1991: 18).
Notas:
1
Esta aspiración puede interpretarse como la ilusión
de que un orden progresivo acabará por sofocar cualquier
movimiento o perturbación que pudieran subvertir semejante
orden. Para las objeciones a esta tesis véase Morin (1997a
y 1997b).
2 En este apartado sigo, en muchos
aspectos, el análisis de Aguado (2004).
3 Morin (1995: 98) afirma, en
este sentido, que “la individualidad no puede desarrollarse,
en su autonomía, más que a través de un gran
número de dependencias técnicas, educativas y culturales”.
4 Dupuy considera que un análisis
insensible al matiz puede conducir a la identificación entre
los conceptos de “interés” egoísta propio
del homo oeconomicus y el de self-love que se lee en la
obra de Smith. En esta confusión se fundamenta la necesidad
de deslindar la economía como territorio autónomo
respecto de la moral. El self-love no se refiere, en realidad,
al egoísmo del individuo que se sirve de su racionalidad
para seleccionar entre los medios disponibles y lograr la consecución
de los fines anhelados intentando optimizar los recursos. El self-love
es, más bien, una modalidad de la simpatía, de manera
tal que el amor a uno mismo no es más que el camino de retorno
del primer impulso que nos conduce a los demás. El narcisismo
no es más que “pseudonarcisismo” parece querer
decirnos el self-love smithiano, por cuanto “no se
puede uno amar a sí mismo más que en la medida en
que los otros nos aman” (Dupuy, 1998: 340). Resulta evidente,
una vez se cae en la cuenta de la imposibilidad de un amor propio
(self-love) desde una perspectiva solipsista, la innecesaria
separación de lo ético y lo económico, amparada
en la ilusión de la posibilidad de un nítido discernimiento
entre los intereses racionales y las pasiones intrínsecamente
asociales. Este planteamiento, para el que sólo los intereses
entran en juego y únicamente los egoísmos son operativos
en las transacciones económicas, conduce de modo inexorable
a las paradojas señaladas más arriba en relación
al modelo walrasiano. Lo interesante del planteamiento smithiano
es que “sitúa entonces las pasiones detrás de
los intereses, y ve que éstos son un concentrado, una síntesis,
de aquéllas. Esto prueba que Smith no cree en la pureza de
los intereses que los haría capaces de encabezar el conjunto
de las pasiones destructivas. Los interese están contaminados.
Los otros pensaban que los intereses podían contener, es
decir, refrenar, las pasiones. Smith, por su parte, sabe que los
intereses contienen las pasiones, en el sentido de que están
infectados con ellas. El virus del contagio está en ellos.
Cuando los grandes pensadores de la modernidad distinguen y procuran
articular dos concepciones del individuo (el “amor de sí
mismo” y el “amor propio”), Smith tiene el genio
de captar que es un único principio el que obra” (Dupuy,
2001: 106); de lo cual se sigue que “la simpatía es
para Smith el principio morfogenético, no sólo dominante,
sino también único, tanto en la esfera económica
como en la esfera moral” (ibíd: 105).
5 Auctor, nos dice Imbert
(1992: 201) “es el que es dueño de sus actos, protagonista
de su destino”.
6 No deja de ser significativo
que, además del propio Abril (2003a), otros autores como
Calabrese (1994), Subirats (1997) y Maffesoli (2001) hayan detectado
elementos típicamente barrocos en la cultura contemporánea.
7 Los primeros periódicos
son ejemplos paradigmáticos en este sentido.
8
Para una exposición
detallada de los nuevos medios de consumo como catedrales
de consumo, véase Ritzer (2000)
9
Se los ha llegado a definir como un proceso “sin sujeto ni
fin” (Soulages, citado por Imbert, 2003: 40); y, al mismo
tiempo, Umberto Eco entiende la neotelevisión como el tránsito
de un discurso referencialista a otro especular.
10 El llamado infotainment
o los propios talk show son paradigmáticos a este
respecto.
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Lic.
Gonzalo Lucas Gallego
Facultad de Comunicación y Documentación, Universidad
de Murcia, España. |