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Quien ha Pensado lo Más Hondo
 

Por Alberto Constante
Número 41

“Quien ha pensado lo más hondo,
ama lo más vivo”.
Hölderlin

La ambición de la filosofía ha sido siempre preguntar por aquello que comienza abriendo el ámbito del preguntar mismo y que configura el espacio dentro del cual se mueve la pregunta filosófica. De hecho, pareciera que si no nos atreviéramos a pensar las preguntas que establecemos ellas siempre obedecerían a aquello que la tradición presupone sin cuestionarlo: ¿qué significa pensar?, ¿qué significa preguntar? ¿Hacia dónde se dirige la pregunta? ¿Qué quiere dilucidar la pregunta, qué señala, qué puntúa, qué espacio crea en el silencio que, como una marejada, puede arrasar con todo? La ambición del psicoanálisis es, en este sentido, la misma que la de la filosofía. En una sesión analítica hay alguien que habla y alguien que escucha. El que habla, habla porque su habla es convocada por la presencia-ausencia de ese otro que escucha. El que escucha es, por ello, una escucha que interroga, una escucha que marca, delimita, cierra, forcluye, diría Lacan, con sus preguntas ese espacio que se crea con su presencia de cara a la ausencia convocada.

Filosofía y psicoanálisis se acercan en muchos puntos de las paralelas. Todos los medios conceptuales que ambos saberes han elaborado para formular sus respuestas sólo pueden ayudar de manera indirecta a la pregunta con la que se inicia el camino de lo convocado. En ambos casos no se trata de obtener una certeza, a lo sumo, una perplejidad. En ambos casos, cualquier “espíritu atento”, sabe que lo que puede lograr tiene como atributo necesario la circularidad, que garantiza el cierre sin resquicios, la posibilidad de dar cuenta también del origen del recorrido; una banda de Moebius sin anverso ni reverso, que limita y crea dos mitos, el de un exterior y un interior del círculo: pero no hay tal y ni siquiera es lícito admitir el expediente de declarar idénticos el interior y el exterior, pues el círculo del saber no tiene más que recorrido, perímetro, contorno, es pura línea de demarcación, carece de espesor.

Aquí, la pregunta es pregunta por aquello que es capaz de llegar a manifestarse delante de todo, que puede ser objeto de conocimiento, que puede hacer posible el conocimiento mismo, el propio preguntar y el pensar. Quien pretende pensar el ámbito en el cual el pensar y lo pensado comienzan a separarse en su carácter de referencias recíprocas, parece perderse en lo impensable. Incluso la radicalización más extrema del planteamiento de la filosofía y del psicoanálisis mismo nos hace ver que hay algo en sí que no se deja pensar y que es el motor mismo de la pregunta. Hay ahí un pensamiento que toca a ese algo impensable por parte de estos dos saberes.

A través de la obra de Freud, por ejemplo, el acceso a los problemas cruciales del psicoanálisis nos exige detenernos a elaborar los ejes esenciales que en la historia de la cultura constituyeron los fundamentos del sujeto en los diferentes campos del saber, así como también la relación con la creación poética, literaria y artística. Sin duda ha sido un sueño freudiano el constituir un lugar destinado a la formación de los analistas que permitiera abordar la historia de la civilización, la mitología, las religiones, la historia y la crítica literarias, la creación artística... y, por qué no, la filosofía.

Lacan señalaba que es allí donde Freud, por haber tomado él mismo su inspiración, sus procedimientos de pensamiento y sus armas técnicas, da testimonio tan abrumadoramente que se lo puede palpar con solo recorrer las páginas de su obra. Todo esto está destinado a un permanente trabajo de investigación para recobrar el sentido del descubrimiento freudiano, su motor y su extensión, en un marco del quehacer filosófico. Las búsquedas inciertas, las contingencias azarosas, la innovación, la creación, los puentes que se dan entre los distintos saberes y cómo se relacionan, se demandan, se requieren y se fundan en el saber filosófico son el resultado de un trabajo que están realizando quienes se interesan en el psicoanálisis y en la filosofía.

Quizá hemos tardado demasiado para empezar a tender los puentes necesarios para empezar a dialogar. Quizá tuvimos que esperar a que se condensara ese básico conocimiento que los dos saberes son fundamentalmente discurso; que todo proceso por el cual el hombre percibe el mundo y se relaciona con él es básicamente un acto de lenguaje. Aún recuerdo a Wittgenstein quien vio la filosofía como “una batalla contra el embrujamiento de nuestra inteligencia por medio del lenguaje”; o a Nietzsche que presentó al filósofo como “médico de la civilización”, destinado a purgar a ésta de las opiniones y dogmatismos “enfermizos” a través del lenguaje.

También recuerdo al sofista Antifón quien estimó que el quehacer de la filosofía era sanar a los hombres de su enfermedad originaria, el lenguaje, al menos así lo señaló cuando en Corinto abrió una consulta en el ágora en la que se ofrecía curar a las gentes de sus dolores por medio del lenguaje y de la interpretación de los sueños; afirmaba que ninguno de sus oyentes podría contarle un dolor tan atroz que él, por medio de preguntas y persuasión verbal, no fuera capaz de curar1: en ello se revelaba un buen psicoanalista, puesto que hoy ya sabemos todos lo que él entonces ignoraba, que no hay dolor incurable si se puede contar y que sólo el dolor que no sabe expresarse es verdaderamente inalcanzable por ningún tratamiento salutífero.

Esta idea no es nueva como podemos ver. Ya en el siglo XI, Peter Damian lo expresó con claridad al sostener que incluso el paganismo en el que había caído el hombre era consecuencia de un error gramatical: debido a que el lenguaje tenía un plural para la palabra divinidad, la desgraciada humanidad llegó a concebir una multitud de dioses. La persistencia y vitalidad del platonismo, por ejemplo, radica en gran parte en el sutil reconocimiento de un solipsismo necesario. El platonismo gira en torno al acto de designación, a la capacidad compulsiva del hombre para registrar y reconocer el mundo según nomenclaturas y definiciones establecidas. Se apoya en el poder de la metáfora para reorganizar la experiencia mediante la unión de dos conocimientos hasta entonces separados. El cuestionamiento del platonismo a cierto tipo de ficción y mimesis, es en realidad una impugnación a los registros potencialmente anárquicos.

La Escolástica identifica frecuentemente el ser con el enunciado. La summa de las palabras y la realidad constituirían una sola cosa. Se confirmarían mutuamente. De allí la importancia literal del “libro de la vida”: el libro es un diccionario donde los nombres y las cosas afirman mutuamente su existencia. En cierta medida el lenguaje humano vuelve a representar, de manera humilde, pequeña, el Reflejo Divino de la creación, el Logos o “creación por la palabra” del universo. Spinoza, convencido, al igual que Descartes, de que la falta de entendimiento entre los hombres era esencialmente consecuencia de una comunicación imperfecta, de definiciones y utilizaciones carentes de rigor, buscó una gramática de la verdad.

Si logramos definir rigurosamente las palabras que utilizamos, y las relacionamos en proposiciones consecuentes, seremos capaces de formularnos preguntas a las que Dios devolverá una respuesta verdadera. Volviendo con Wittgenstein, podemos relacionar el tono espiritual del Tractatus de Spinoza con el de Ludwig a través de la palabra Fall (caso). Donde Wittgenstein dice Die Welt ist alles, was der Fall ist (el mundo es todo lo que viene al caso), Spinoza parece decir que el mundo es aquello que sólo podemos conocer a través de la sintaxis, del “caso” gramatical de nuestro discurso cuando está declinado correctamente. Acaso no estamos en presencia de una implicación mayor, de un reconocimiento de que der Fall es también “la Caída” y que “el caso del hombre” es su condición de caído, cuyas consecuencias fatales fueron Babel y las terribles dificultades que enfrentamos al tratar de comunicarnos entre nosotros y con la realidad?

Como hemos constatado, la filosofía posterior a Nietzsche es manifiestamente lingüística. La conocida descripción de Wittgenstein de la actividad filosófica como “terapia del lenguaje” y su declaración “Toda filosofía es una crítica del lenguaje”, ocupan buena parte de la filosofía moderna. De hecho, podemos decir que de la vastedad literal de la argumentación de Hegel, de Schopenhauer y de Nietzsche, lo mejor de la filosofía contemporánea asume un carácter ascético y riguroso, a menudo de aspecto matemático que nos vuelve a recordar a Spinoza o a Leibniz.

No hemos analizado todo. La acusación que se le ha hecho a cierta clase de filosofía es precisamente su reduccionismo, su negativa a considerar filosóficamente relevantes áreas como la política, la estética, la ética y la metafísica en su sentido tradicional. Al exigir pruebas y criterios de coherencia tomados de las matemáticas, y por lo tanto inaplicables a la mayoría de los modelos de conducta y los deseos del hombre, la filosofía se resiste a tomar en cuenta la vida y se convierte en un juego esotérico. El ajedrez, como dice Steiner, no ayuda a la humanidad en su atormentada búsqueda de trascendencia.

Nuestra lengua es una ventana abierta a la vida, determina para el hablante las dimensiones, la perspectiva y el horizonte de una parte del paisaje total del mundo, pero también, ninguna lengua, por más amplio que sea su vocabulario o más original y refinada su gramática, puede organizar la totalidad potencial de la experiencia. Ninguna, por más rudimentaria y pobre que sea, deja de ofrecer un entramado eficaz. Las consecuencias para el Psicoanálisis son radicales.

Freud, lo sabemos, esperaba descubrir un sustento material, una corroboración neurológica de sus teorías. En último análisis, postulados psicoanalíticos, como la división tripartita en ello, yo y superyo, o el proceso de catexis, represión y descarga psíquica, deberían reflejarse en la estructura del cerebro y la química de los impulsos nerviosos. Sólo datos empíricos de esta naturaleza podrían avalar el carácter universal del psicoanálisis. Gradualmente, Freud optó por una metodología paracientífica y se fue alejando cada vez más de los criterios empíricos de la psicopatología clínica. Y es eso lo que debía hacer.

Es cierto, como dice Althusser: “Si el psicoanálisis es, pues, una ciencia, ya que es la ciencia de un objeto propio, es también una ciencia conforme a la estructura de toda ciencia: con una teoría y una técnica (método) que permiten el conocimiento y la transformación de su objeto en una práctica específica. Como en cualquier ciencia auténtica constituida, la práctica no es el absoluto de la ciencia, sino un momento teóricamente subordinado; el momento en el que la teoría que ha llegado a ser método (técnica) entra en contacto teórico (conocimiento) o práctico (cura) con su objeto propio (el inconsciente)”3.

Si la tesis es exacta, la práctica analítica que absorbe toda la atención de los intérpretes y de los filósofos ávidos de la intimidad de la pareja confidencial, en la que la confesión enferma y el secreto profesional médico intercambian las promesas sagradas de la intersubjetividad, no guarda los secretos: sólo guarda una parte de su realidad, la que existe en la práctica; no sus secretos teóricos. Grave problema. Porque Freud proclamó en varios lugares de su obra y de manera distinta que él era un teórico y el psicoanálisis una ciencia como la física procedente de Galileo; repitió que la práctica y la técnica analítica eran genuinamente los instrumentos adecuados para la intervención en la medida en que ellos se fundamentaban en una teoría científica.

Y no obstante... Hay muchas razones por las que los desarrollos del psicoanálisis nunca podrán tener el status de ciencia, como es también el caso de la filosofía. Uno de ellos es la verificación (elemento tan caro a la ciencia y tan imposible para la filosofía como para el psicoanálisis). ¿Cómo podremos verificar el caso de Ana O, el de Elizabeth, más aún, el caso que nos presenta el mismo Freud acerca de “una neurosis demoníaca del siglo XVII” en donde nos muestra que el pintor Haizmann disponía en la utilería de su época, de las concepciones del demonio, de la virgen y de los santos que anudados a su complejo paterno personal, explican su neurosis, pero permiten además la hipótesis de que el resquebrajamiento de la figura del padre, a partir del politeísmo cristiano, y la pérdida de la hegemonía religiosa de la Iglesia católica sobrevenida por la Reforma, el creciente escepticismo, -que no del ateísmo- colocan a la época entera en un instante de transición de mentalidad de un mundo cerrado de dioses y demonios a un universo positivo, científico y angustiante, por la muerte del Dios-padre protector?

Los positivistas ya hubieron descubierto hace años que los desarrollos de la filosofía y, por ende, del psicoanálisis nunca podrán ser verificados como los de la química o de la astronomía, esta ingenua idea, al menos en filosofía ya ha sido abandonada hace mucho tiempo y sustituida por unas reglas metodológicas sobre lo decible y lo indecible que abolieron la metafísica para ocupar, con desparpajo, su vacante. El problema para la filosofía como para el psicoanálisis radica en que la verificación experimental exige el previo conocimiento de lo que ha de verificarse, o sea, del sentido del experimento: necesito tener suficientemente tramado el aparato de la interpretación.

El experimento o el hecho “natural” observado confirman o desmienten una expectativa, fruto del recuerdo de sucesos similares anteriores y de la armazón general de teorías explicativas (esto es, interpretativas) preexistentes o, en último término, de las reglas estructurales del lenguaje, fundamentalmente del principio de causalidad. En cierta forma, el científico encuentra porque sabe lo que busca: es su mirada la que hace que el suceso arraigue como prueba de una teoría, esa mirada que recuerda, espera e interpreta. Esta contemplación interpretativa de la realidad supone un saber previo, que dice qué es lo que ha ocurrido exactamente; para quien nada sabe, nada ocurre o, mejor, todo ocurre, sin que pueda llevarse a efecto la selección de materiales y la memoria de éste en regularidades estudiables.

Sin querer alargar demasiado los hiatos teóricos por los que pasó Freud creo poder decir, sin equivocarme, que la crónica freudiana de la conciencia tiene estrechas relaciones con el escenario social, económico y cultural de la Viena de su época. Su modelo de la libido y la represión, de la autoridad masculina, de los conflictos generacionales y de la sexualidad lícita y la clandestina, son inseparables de la vida familiar y profesional de su momento histórico. La teoría del yo, el ello y el superyo tiene algo de metáfora arquitectónica sugerida por el sótano, los pisos principales y el altillo de una casa burguesa. Y en realidad, la materia prima y los instrumentos terapéuticos de Freud no son menos verbales ni están menos arraigados en la lengua que el arete de Balzac o el de Proust.

El psicoanálisis es una cuestión de palabras, de palabras escuchadas, explicadas, glosadas, intercambiadas, en donde para que la lengua del paciente “asocia libremente” se requiere de amplitud, resonancia histórica, riqueza idiomática, variantes coloquiales y todo un sistema extremadamente complejo de alusiones. Es ahí donde se podrá escuchar, en la matriz verbal, las ambigüedades, los desplazamientos, los juegos de palabras y los lapsus en los que fundará su interpretación el analista. Pensar que lo descubierto por Freud ha quedado para siempre inmóvil sería una ingenuidad. El reconocimiento de ello es lo que ha inspirado la revisión del psicoanálisis.

Una, muy importante es la que llevó a cabo Jaques Lacan. “Función y campo de la palabra y el lenguaje”, así como “Proposiciones sobre la causalidad psíquica” son indudablemente algunos de los trabajos más importantes en el campo del psicoanálisis después de Freud. Lacan trata de redefinir la teoría freudiana de los procesos psíquicos y los métodos terapéuticos sobre bases lingüísticas. “Los elementos del psicoanálisis son los del lenguaje, nos dirá Lacan,… su campo es la palabra”. El inconsciente puede considerarse un enunciado falso o vacío dentro de la corriente de mensajes donde le yo articula su identidad. Los recuerdos reprimidos o elididos sobreviven como “mentiras bien expresadas”. Por cierto, la memoria es esencialmente una selección del pasado. Los síntomas de la neurosis pueden ser escuchados y analizados sólo porque se producen “como lenguaje”.

Es cierto, el psicoanálisis es una forma privilegiada de comprender la función creadora del lenguaje: “es el mundo de las palabras el que crea las cosas”, nos recuerda Lacan, porque el psicoanálisis conoce la estructura semántica de la realidad, porque sabe que el hombre está envuelto “por una red absoluta de relaciones simbólicas”, la mayoría de las cuales se manifiesta en el lenguaje. Y en esto Filosofía y Psicoanálisis se acercan.

No quiero demorarme más en este prólogo que sólo intenta justificar una pasión por estos dos espacios del saber. Sé que lo que lo que nos impulsa a estudiar atentamente la cárcel de palabras en donde estamos recluidos no es el afán del conocimiento desinteresado, la curiosidad por desentrañar cómo marchan los complicados engranajes del Universo, sino un malestar visceral que exige alivio inmediato, un doloroso agarrotamiento que nos imposibilita movernos libremente, un temblor con repercusiones radicalmente físicas; ¿cómo no interesarse por el pensamiento segregado por quien no se ha lanzado a la filosofía para preservar su estabilidad mental y su existencia? ¿A quién le interesa esa sabiduría concebida sin peligro de muerte? ¿Qué da su peso y qué otro contenido puede tener la filosofía de Hegel, por ejemplo, si no son esos años previos a la redacción de la Fenomenología del Espíritu en los que el sabio absoluto vivió al borde del suicidio, incapaz del pensamiento o la palabra, imposibilitado para los más elementales contactos humanos, puro ardor angustiado de quien comienza a entender?

Hechizados por las voces, encantados con y por las palabras, que nos obligan a aceptar la estructura mixtificadora de un mundo enajenado y de un sujeto que se enmascara y mutila al enunciarse: “El lenguaje, a este título, es un cómplice perfecto en el avance del error. Diríamos mejor que el lenguaje, destinado en su función principal a la circunscripción del individuo y a la expresión exacta de ésta, acaba por ser el medio que utiliza el sujeto para reprimir sus insuficiencias, sus fracasos y las frustraciones reiteradas que jalonan su historia”4.

Existen muchas diferencias entre la filosofía y el psicoanálisis. La primera es en la estructura del diálogo filosófico, que no es identificable sin más con el psicoanalítico, del que difiere, fundamentalmente en el papel del interlocutor, al que corresponde la impersonalidad o, como dice Lacan mismo, el “papel del muerto”, mientras en el diálogo filosófico debe guardar máximamente la personalidad, frente al papel comparativamente impersonal del sujeto hablante. De igual manera, los objetivos de ambos diálogos son diferentes, aunque, con toda probabilidad, indisolublemente complementarios: simplificando imperdonablemente, diríamos que la experiencia psicoanalítica pretende devolver al sujeto la posesión de su discurso, mientras que la experiencia del diálogo filosófico, que en una primera aproximación parece aspirar al mismo objetivo, se dirige en última instancia a devolver al silencio lo que es del silencio.

Hay una peculiaridad tanto de la filosofía como del psicoanálisis que, entre todas, es preciso destacar, toda vez que radicaliza la vinculación de éstas con la experiencia, en lo que ésta tiene de más práctico y vivido, en los más olvidados sentidos de estas palabras: la filosofía y el psicoanálisis sólo son válidos para quien filosofa y en tanto que filosofa o está en análisis y en tanto analista y analizante; mientras la ciencia parece reclamar para sí una cierta validez objetiva, independiente de la subjetividad de quien la practica, lo que garantiza su transmisibilidad por la enseñanza, su progreso y su universal utilidad, la filosofía y el psicoanálisis carecen de un corpus objetivo de saber, pues los textos de los filósofos y de los psicoanalistas (obvio, en su mayoría de Freud y Lacan, o al menos quiere así pensarlo mi ignorancia) no son logros ecuménicamente válidos, y fuera de quien los escribe y quien los recrea (o sea, transforma), en ese tipo de diálogo llamado lectura crítica.

De este modo, tanto la filosofía como el psicoanálisis no se transmiten o enseñan, sino que se experimentan en el diálogo; no progresan sino más bien se esfuerzan, en la bipolar estructura de la subjetividad, por recorrer el camino que media, en la filosofía, entre el silencio originario y la reconquista del silencio, y en el psicoanálisis, entre el habla del analizante y ese silencio que puntúa del analista; no tienen utilidad universal ninguna, ni sabrían qué hacer con tan vacua abstracción, pero son irónicamente del mayor provecho para quienes se arriesgan a transitar en ellas y de ellas obtener la rigurosa demolición de sus razones de vida, que siempre, de una u otra manera son razones para perderla. Para quienes se niegan a experimentarlas, la filosofía y el psicoanálisis se presentan como ese cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y de furor, y que nada significa. Todavía quedan muchas cosas por decir, más, incluso, de lo que podríamos dilucidar en este breve ensayo. Filosofía y Psicoanálisis, ¿acaso un binomio imposible? Basten sólo unas palabras de Pierre Klossowski: “Nadie ve que la ciencia es afásica ella misma. Que si se pronunciase solamente su ausencia de fundamento, ninguna realidad subsistiría –de donde le viene el poder que la decide a calcular: es su decisión la que inventa la realidad. La ciencia calcula para no hablar, so pena de caer de nuevo en la nada”5.


Notas:

1 J.Dumont, Les Sophistes, ed., P.U.F., Paris, 1980, pp.161-162
2 Althusser, Louis, Escritos sobre psicoanálisis. Freud y Lacan, ed. Siglo XXI, México, 1996, p. 30.
3 El material escrito al que Freud recurre podría decir que abarca desde los clásicos griegos y latinos hasta los maestros modernos. En sus trabajos es claro que Freud asigna una posición central tanto a Sófocles como a Virgilio, a Shakespeare como a Goethe, al igual que se trasluce (no sé a ciencia cierta cuánto, pero es de esperarse que mucho, dado que en esa época era costumbre de las clases medias educadas la lectura de los clásicos y las novelas por entregas) la influencia que Freud tiene de los grandes escritores del siglo XIX (de Balzac a Eliot, pasando por los maestros rusos, así como de Voltaire, Rousseau, Ibsen, Hoffmann, etc.). No deja de asombrarnos que en esta época la realidad humana con toda su enorme carga de sufrimiento esté retratada en las grandes novelas. Ellas, seguramente, han de haber constituido un canon, una perspectiva, una mirada “clásica” para Freud, es decir, la literatura es una “verdad” privilegiada, con unas reglas determinadas y un lenguaje especializado alimentado hasta el máximo, al tiempo que también constituye una fenomenología de la realidad. Acaso sean estos elementos los que determinaron la mirada, igualmente privilegiada de Freud en su proceso de la constitución del análisis.
4 A Rifflet-Lemaire, Jaques Lacan, ed., Charles Dessart, Paris, p. 301
5 Klossowski, P., Nietzsche et le cercle vicieux, Mercure de France, Paris, 1978, p. 16.


Dr. Alberto Constante
Filósofo. Catedrático de la Universidad Nacional Autónoma de México y del ITESM Campus Ciudad de México, México