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Agosto - Septiembre
2006

 

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¡Ay, si los Ciegos Pudiéramos Correr de las Chicharras!

 

Por José Carlos Ruiz
Número 52

Estoy seguro que están cascándose las gargantas esos duendes verdezuelos que por acá en Cuernavaca son los heraldos de la lluvia: las chicharras. Es un clamor chillón que debiera perturbar cualquier oído, como si bramaran trenes allá en los cauces de los veneros del diablo de López Velarde.

¿Y qué tienen que ver las chicharras en todo esto?

Pues todo. Hoy salió el Zurdo de Almoloya. El que con un cuchillo de carnicero le deshizo el pecho a la Rosaura allá donde tuerce el pasillo, en la tercera recámara de la derecha.

Le gustaba que le dijeran Aura, me consta porque me lo pedía quedito, barnizándome con saliva el oído, así m’hijo, dígame así, dígame Aura, Aurita, no, mejor Aurita no, y se reía, porque parece que me pide como que me espere, orita, espérese, y yo traigo prisa con usté, y se reía más.

Y me acuerdo perfecto que fue en la tercera a la derecha porque eran más de las siete del lunes. La casa no abría los lunes y yo no tenía que tocar el piano ni llevar mandados. Porque ciego sí soy, pero en esta casa en donde nací como bala escapada sabrá Dios de qué cartuchera, no sólo me sé los recovecos y las esquinas, las paredes y las puertas, sino cada arruga de la alfombra roída que había en la sala en ese entonces y las duelas levantadas que hay ahora.

Ese lunes me fui para la tercera recámara, allí nomás dando la vuelta, porque allá estaba Rosaura, como cada ocho días, ya casi por poner el disco de Toña la Negra que a mí me gustaba y del que nunca pude aprenderme la letra de las canciones. Ya andaba en mis diecisiete y, por decir de las señoras de la casa, estaba agarrando pinta y mañas de hombre; había que sofocarme, decían las pícaras. Sofóquenlo al Casimiro, porque así me llamo por alguna festiva crueldad, gritaba doña Antonieta la mayor, y todas se reían con ganas. A mí me divertía y me entraba un calorcito raro con lo de la sofocada, porque sabía muy bien de eso. Desde andar a gatas las oía yo sofocando hombres y sofocándose ellas, a ambos lados del pasillo.

La Rosaura se creyó lo de doña Antonieta o a lo mejor de todos modos ya me tocaba, pero ella se encargó de sofocarme los lunes. Luego yo ya me las arreglaba para andarme sofocando de martes a domingo donde se pudiera, pero con ella, los lunes. Y ese lunes me fui para la recámara, de vuelta al paraíso.

Estábamos bailando lentito, ella sin nada, yo en calzones no me acuerdo por qué, igual estaba por quitármelos cuando me agarró a bailar. Me di cuenta de que las chicharras estaban dale que dale allá afuera, clamando lluvia, prendiendo el ambiente de calenturas, sólo porque de repente se hizo el silencio.

Supe que era el Zurdo porque Rosaura, medio ahogada, como escupiendo el apodo alcanzó a decirlo en un jadeo. Fue el último, calculo, porque después de un golpe seco como el de un machete contra un carrizo, o así me pareció, ya ni el resuello le sentí.

Luego el Zurdo me agarró del resorte del calzón y me jaló contra su asquerosa panza de sapo, ahora vas tú, ¿a poco no sabías que esta vieja era mía?, me sentenció con esa peste que le salía del hocico. Pero nomás se me agarró al cuerpo y se fue cayendo despacito porque Doña Antonieta le acababa de rajar doce centímetros de cuero cabelludo con un tubo de media con el que estaban arreglando el baño.

Cuando los genízaros cargaron con el Zurdo, todavía medio zombie, gritaba que pinche ciego, me la vas a pagar cuando salga. De eso hace catorce años, los mismos que le dictaron de cárcel, todavía no sé por qué, pues catorce años no le llegan siquiera a los veintidós de la Rosaura cuando se la cargó, y mucho menos a los que le faltaban por vivir en pleno sofoco. Pero así son los jueces cuando juzgan a los zurdos de este mundo.

Hoy salió el Zurdo de la cárcel y aquí me tuvo, pegado a la puerta desde las seis de la mañana. A las citas hay que estar temprano. A mis treinta y uno ya terminé de aprenderlo. Los silencios son largos hasta que algo viene y los levanta, como el zumbar de chicharras. Pero eso fue hasta la noche. Toma su tiempo salir de Almoloya, agarrar un taxi o caminar, comer un taco, reorientarse, quizá hacer una visita a alguien muy secreto y muy íntimo, una despedida, o seguir a un alma conocida, de lejos, perderla de vista, y luego, cayendo la tarde, cumplir con los trabajos del destino.

Supe que era él cuando le dejé caer el mismo tubo que doña Antonieta guardó en un rincón de su cuarto como amuleto desde esa noche. Lo supe porque cuando la puerta rechinó, las chicharras callaron. Diez segundos, un minuto, tres, no sé. Luego volvieron aullar como demonios.

No sé si me darán catorce. Pero estoy seguro de que Rosaura ha valido la cárcel para dos hombres sin arrepentimiento. La Rosaura, Aura, sabía sofocar. Quizá sean catorce o menos por alguien como el Zurdo, pero no tengo prisa en saberlo, mientras, me dejo ir y floto sobre la espesura anhelante del escándalo de las chicharras en celo.


José Carlos Ruiz