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Por José Carlos Ruiz
Número
52
Estoy
seguro que están cascándose las
gargantas esos duendes verdezuelos que por acá
en Cuernavaca son los heraldos de la lluvia:
las chicharras. Es un clamor chillón que
debiera perturbar cualquier oído, como
si bramaran trenes allá en los cauces
de los veneros del diablo de López Velarde.
¿Y qué
tienen que ver las chicharras en todo esto?
Pues todo. Hoy
salió el Zurdo de Almoloya. El
que con un cuchillo de carnicero le deshizo el
pecho a la Rosaura allá donde tuerce el
pasillo, en la tercera recámara de la
derecha.
Le gustaba que
le dijeran Aura, me consta porque me lo pedía
quedito, barnizándome con saliva el oído,
así m’hijo, dígame así,
dígame Aura, Aurita, no, mejor Aurita
no, y se reía, porque parece que me pide
como que me espere, orita, espérese, y
yo traigo prisa con usté, y se reía
más.
Y me acuerdo
perfecto que fue en la tercera a la derecha porque
eran más de las siete del lunes. La casa
no abría los lunes y yo no tenía
que tocar el piano ni llevar mandados. Porque
ciego sí soy, pero en esta casa en donde
nací como bala escapada sabrá Dios
de qué cartuchera, no sólo me sé
los recovecos y las esquinas, las paredes y las
puertas, sino cada arruga de la alfombra roída
que había en la sala en ese entonces y
las duelas levantadas que hay ahora.
Ese lunes me
fui para la tercera recámara, allí
nomás dando la vuelta, porque allá
estaba Rosaura, como cada ocho días, ya
casi por poner el disco de Toña la Negra
que a mí me gustaba y del que nunca pude
aprenderme la letra de las canciones. Ya andaba
en mis diecisiete y, por decir de las señoras
de la casa, estaba agarrando pinta y mañas
de hombre; había que sofocarme, decían
las pícaras. Sofóquenlo al Casimiro,
porque así me llamo por alguna festiva
crueldad, gritaba doña Antonieta la mayor,
y todas se reían con ganas. A mí
me divertía y me entraba un calorcito
raro con lo de la sofocada, porque sabía
muy bien de eso. Desde andar a gatas las oía
yo sofocando hombres y sofocándose ellas,
a ambos lados del pasillo.
La Rosaura se
creyó lo de doña Antonieta o a
lo mejor de todos modos ya me tocaba, pero ella
se encargó de sofocarme los lunes. Luego
yo ya me las arreglaba para andarme sofocando
de martes a domingo donde se pudiera, pero con
ella, los lunes. Y ese lunes me fui para la recámara,
de vuelta al paraíso.
Estábamos
bailando lentito, ella sin nada, yo en calzones
no me acuerdo por qué, igual estaba por
quitármelos cuando me agarró a
bailar. Me di cuenta de que las chicharras estaban
dale que dale allá afuera, clamando lluvia,
prendiendo el ambiente de calenturas, sólo
porque de repente se hizo el silencio.
Supe que era
el Zurdo porque Rosaura, medio ahogada,
como escupiendo el apodo alcanzó a decirlo
en un jadeo. Fue el último, calculo, porque
después de un golpe seco como el de un
machete contra un carrizo, o así me pareció,
ya ni el resuello le sentí.
Luego el Zurdo
me agarró del resorte del calzón
y me jaló contra su asquerosa panza de
sapo, ahora vas tú, ¿a poco no
sabías que esta vieja era mía?,
me sentenció con esa peste que le salía
del hocico. Pero nomás se me agarró
al cuerpo y se fue cayendo despacito porque Doña
Antonieta le acababa de rajar doce centímetros
de cuero cabelludo con un tubo de media con el
que estaban arreglando el baño.
Cuando los genízaros
cargaron con el Zurdo, todavía
medio zombie, gritaba que pinche ciego, me la
vas a pagar cuando salga. De eso hace catorce
años, los mismos que le dictaron de cárcel,
todavía no sé por qué, pues
catorce años no le llegan siquiera a los
veintidós de la Rosaura cuando se la cargó,
y mucho menos a los que le faltaban por vivir
en pleno sofoco. Pero así son los jueces
cuando juzgan a los zurdos de este mundo.
Hoy salió
el Zurdo de la cárcel y aquí
me tuvo, pegado a la puerta desde las seis de
la mañana. A las citas hay que estar temprano.
A mis treinta y uno ya terminé de aprenderlo.
Los silencios son largos hasta que algo viene
y los levanta, como el zumbar de chicharras.
Pero eso fue hasta la noche. Toma su tiempo salir
de Almoloya, agarrar un taxi o caminar, comer
un taco, reorientarse, quizá hacer una
visita a alguien muy secreto y muy íntimo,
una despedida, o seguir a un alma conocida, de
lejos, perderla de vista, y luego, cayendo la
tarde, cumplir con los trabajos del destino.
Supe que era
él cuando le dejé caer el mismo
tubo que doña Antonieta guardó
en un rincón de su cuarto como amuleto
desde esa noche. Lo supe porque cuando la puerta
rechinó, las chicharras callaron. Diez
segundos, un minuto, tres, no sé. Luego
volvieron aullar como demonios.
No sé
si me darán catorce. Pero estoy seguro
de que Rosaura ha valido la cárcel para
dos hombres sin arrepentimiento. La Rosaura,
Aura, sabía sofocar. Quizá sean
catorce o menos por alguien como el Zurdo,
pero no tengo prisa en saberlo, mientras, me
dejo ir y floto sobre la espesura anhelante del
escándalo de las chicharras en celo.
José
Carlos Ruiz |