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Por Cynthia Pech y Vivian
Romeu
Número
53
Introducción
La línea de investigación en Género
y Subjetividad Femenina se articula como parte
del Programa de Investigación en Comunicación
y Cultura adscrito a la Academia de Comunicación
y Cultura de la Universidad Autónoma de
la Ciudad de México y tiene por objetivo
elaborar y recrear los ámbitos de significación
de la subjetividad femenina en un grupo de mujeres
de la Ciudad de México, a través
de tres conceptos básicos: identidad,
autopercepción y autorrepresentación.
La elección
se basa en el entendido de que la identidad concierne
a todo lo interviniente en la noción de
mujer ya que tratamos con una identidad que es
al mismo tiempo sexual y genérica; en
la autopercepción, en cambio, intervienen
(además de los dos factores anteriores),
la formas sutiles en las que el discurso (ya
sea hegemónico o alternativo) la produce
y re-produce para sí misma en relación
con el Otro. De la misma manera, el concepto
de autorrepresentación pretende dar cuenta
de la manera en que esta autopercepción
de la sujeto se manifiesta de forma pública,
es decir, para los Otros.
La categoría
a analizar será el cuerpo, porque la relación
de la mujer con su cuerpo se revela como propiedades
casi ontológicas del Ser Femenino. A través
del cuerpo la mujer vive tanto su sexualidad
como su erotismo, que traducido a términos
concretos implica vivir la maternidad y el placer,
respectivamente. Por ello, la categoría
cuerpo, será analizada desde los dos ejes
anteriormente mencionados: sexualidad / maternidad
y erotismo / placer.
Estos ejes consideramos
conforman el plano más identitario de
la subjetividad, pues los primeros pares de cada
eje se corresponden con la identidad propiamente
dicha, mientras que los segundos pares se construyen
sobre el género mismo y por lo tanto forman
parte de la subjetividad.
La investigación
cuyo marco teórico presentamos, se realizará
a mujeres residentes en la Ciudad de México,
entre los 15 y 40 años de edad, y dará
respuesta a las interrogantes siguientes: ¿qué
significa para ellas, en términos de posesión
de un cuerpo femenino, ser mujer?, ¿cómo
se autoperciben las mujeres a partir de su cuerpo
y de la experiencia con él?, y ¿cómo
revelan y/o traducen la autopercepción
de sí mismas a través de sus cuerpos
a los ámbitos de la autorrepresentación
del mismo, y la relación pública
que establece, a partir de él, con los
otros?
Lo anterior
nos hace situarnos epistemológicamente
en el campo del pensamiento feminista y, específicamente,
en la reflexión que desde esta perspectiva
se ha desarrollado, a partir de la década
de los setenta del siglo pasado, del feminismo
“de la diferencia”, que posibilitó
la interpretación de la diferencia entre
los cuerpos de los hombres y las mujeres para
desde ahí plantear la conceptualización
de la construcción social de los cuerpos,
a partir de la categoría “género”.
Asimismo, el feminismo que resurgió en
esos años, hizo posible que, desde entonces,
se produjeran las primeras reflexiones teóricas
y sucesivas investigaciones empíricas
sobre el cuerpo como locus de los procesos
sociales y de las influencias culturales: desde
las representaciones sociales hasta la definición
de las políticas específicas sobre
la reglamentación del uso sexual y reproductivo
del cuerpo, así como la delimitación
de nuevas formas de los usos del cuerpo (Lamas,
1994: 4).
Desde esta perspectiva,
el género no sólo moldea y desarrolla
la percepción de la vida en general, sino
que a partir de él, se construyen valores,
usos y atribuciones diferenciadas en los cuerpos
de mujeres y hombres. El feminismo, al cuestionar
la definición social de las personas a
partir de su cuerpo, reflexiona sobre un problema
intelectual de fondo: la construcción
del sujeto, de las subjetividades.
Género
y Subjetividades femeninas
En esta investigación entendemos el género
como una construcción cultural que, al
decir de Julia Tuñón:
Permite devolver
al sujeto femenino las mediaciones que lo han
convertido en una específica construcción
social, permite trocar la categoría de
naturaleza por la de historia, permite salir
de la obligatoriedad de un destino para acceder
a las opciones de la sociedad1.
Por ello, consideramos
al género tal y como lo define Mary Nash,
a través de dos dimensiones: aquella que
permite establecer las diferencias entre los
sexos y que generan relaciones sociales basadas
en este principio constitutivo, y la que se expresa
por medio de la articulación del poder”2.
Nos interesa
resaltar para el análisis lo que se ha
constituido histórica y culturalmente
como femenino, y en consecuencia qué simbólicas
reproducen o subvierten dicha concepción
en una sujeto particular. De esta manera, nuestra
investigación sobre el género femenino
llevará implícito la indagación
más que sobre la identidad femenina, que
de entrada la asumimos como cambiante y adaptable,
sobre los procesos de subjetividad -más
flexibles siempre- que dan cuenta de los mundos
de vida de los que hablaba Schutz (1993).
De ahí
que la subjetividad, entendida a partir de lo
planteado por este autor, parta de una concepción
individual de la sujeto, pero al mismo tiempo
esta concepción, o incluso, percepción
de sí, no pueda estar desligada de la
complejidad del mundo histórico y mucho
menos de la multiplicidad de relaciones intersubjetivas
que se tejen alrededor y al interior de éste.
Así,
tomando en cuenta que el mundo social y cultural
está estratificado de antemano, consideramos
que si bien la subjetividad -en tanto opera en
un mundo de vida concreto- puede modificarse
a través de la acción individual
y social (entendiendo que el mundo exterior no
tiene un carácter social homogéneo3),
su presencia en este mundo social y cultural
predeterminado y concebido por el ser humano
como un marco de referencia para sí y
para sus semejantes, puede limitar la acción
de dichas mujeres.
En el caso del
género, la propia construcción
cultural de lo femenino induce muchas veces a
la proyección y a la acción predeterminada
de las mujeres; de la misma manera esto influye
en la forma en que se adquieren y reproducen
las representaciones simbólicas que dominan
el Ser y el Deber Ser femenino.
Como la perspectiva
schutziana de la cual partimos nos marca esta
relación dialéctica entre el sujeto
(en este caso la sujeto) y el mundo social y
cultural en el que se relaciona y percibe, concebimos
a la identidad femenina, como ya advertimos,
como un concepto que ha sido construido, de manera
determinante, a partir del accidente de haber
nacido mujer, es decir, por una serie de características
biológicas, determinadas, específicamente,
por las marcas genitales y diferenciadoras en
los cuerpos con los se nace y que, sin duda,
afectan el desarrollo de la situación
biográfica de la persona. Por eso es imprescindible
partir de ella.
Sin embargo,
el concepto de subjetividad permite introducir
el análisis a vidas concretas, es decir,
a formas representativas de autopercepción
que a pesar de su relación insoslayable
con el entorno, permite re-construir los procesos
por los que un individuo, en este caso, una mujer
“vive” de manera individual, concreta,
para sí, una experiencia determinada.
Este concepto, precisamente, impide el acercamiento
a hablar de “la persona” y lo desplaza
al sujeto (Schutz: 1993), como figura en constante
relación con los “otros”.
Pero al mismo tiempo, amplía el marco
de referencia en la conformación de campos
de acción donde dichas subjetividades
se gestan y viven.
Esta ampliación
de los marcos de referencia del campo de acción
resultan altamente significativos para esta investigación
en tanto pueden visualizarse como prácticas
discursivas individuales que suelen incidir en
la realidad del mundo, en tanto el ser humano
“comparte” porque “vive”
(y comunica en la propia interacción lingüística
con los demás) parte de su realidad, de
su mundo con los otros.
Que este “compartir”
sea armónico, o como lo plantea el propio
Schutz “intersubjetivo” a secas,
demanda atención. La intersubjetividad,
entendida por el autor, no es más que
el proceso por el cual se comparten conocimientos
sobre el mundo de la vida con los otros (Schutz:
1993). Pero para nosotras, la intersubjetividad
no se circunscribe solamente a “compartir”
conocimientos y acciones, sino a la manera en
que estos conocimientos son compartidos, es decir,
indagar en la intersubjetividad desde el punto
de vista discursivo es voltear la mirada a la
experiencia subjetiva que se gesta a través
del lenguaje (que es intersubjetivo), al proceso
mismo en el que dichos conocimientos se comparten
casi siempre de forma inequitativa.
De ahí
que situemos a los procesos de construcción
de la subjetividad femenina en los ámbitos
donde la intersubjetividad como proceso tiene
lugar al interior de un campo de batalla (González:
1987) en el que se negocian, se rinden y se asimilan
capitales culturales -simbólicos- económicos
y sociales desiguales y desnivelados. En este
sentido, la experiencia de vida en la construcción
de la subjetividad, a partir de la intersubjetividad
–vista tanto como experiencia individual,
como desde el punto de vista del lenguaje-, resulta
altamente valuable.
Las
relaciones interculturales como procesos de comunicación
social
Al concebir al mundo de vida como un
mundo intersubjetivo, consideramos que el mismo
está circunscrito a un campo de interacción
donde se despliega la comunicación, es
decir, la puesta en común de un complejo
entramado de informaciones, saberes y relaciones
ideológicas, sociales y culturales que
muchas veces vienen “dadas” por el
marco de referencia que nos conforma la realidad
misma. Es así que coincidimos con la definición
de comunicación dada por Martín
Serrano (1986), quien la entiende como una práctica
social que se gesta a través de un proceso
que permite la producción de sentido en
común, de acuerdo con reglas más
o menos convencionales y en un contexto sociocultural
concreto.
De esta manera,
hablar de intersubjetividad es hablar necesariamente
de comunicación como interacción,
o sea, de los múltiples y yuxtapuestos
procesos comunicativos que se dan al interior
de los procesos de interacción, en la
medida en que es justamente a través de
dichos procesos que se “comparten”
las informaciones que dan vida a los procesos
de intersubjetividad.
Pero como ya
advertimos, las interacciones no comportan relaciones
simétricas, sino más bien, procesos
comunicativos que ocurren de manera desnivelada
y en ocasiones a través de configuraciones
simbólicas diferentes, es decir, no compartidas,
mismas que entran en contradicción, y
en consecuencia se compite por la imposición
o dominio de significados culturales concretos.
La lucha o combate
por la legitimación de estos significados
culturales provoca la gestación de un
espacio interactivo donde la comunicación
resulta plagada por asimetrías de tipo
cognitivo, de tipo social, de tipo cultural y
también de corte político-institucional
y económico; de ahí que lo que
se geste sea una comunicación conflictiva,
donde los significados culturales que constituyen
los sentidos de vida compiten, negocian, se rinden
o asimilan a favor de una u otra postura. De
no ser así, la comunicación quedaría
truncada.
Por todo lo
anterior, definimos a la interacción comunicativa,
siempre que se dé en situaciones de conflicto
por la dominación y/o legitimación
de los significados culturales puestos en juego
dentro de la interacción, como comunicación
intercultural. La interculturalidad entonces
pasa de manera indefectible por la comunicación
o para ser más exactas, es comunicación
intercultural. La comunicación, comprendida
como interacción, es vínculo entre
sujetos, es relación antes que cualquier
otra cosa.
En la medida
en que una comunidad de vida sea mayormente compartida
–en términos schutizianos-, la posibilidad
de incrementar la eficacia de la comunicación
y en particular de la comunicación intercultural
será también mayor, y en consecuencia
mayor posibilidad habrá que emisor y receptor
entiendan, asuman y aprehendan recíprocamente
el sentido que tienen las cosas para cada uno
de ellos.
Por ello, como
proceso interactivo, la comunicación permite
poner en juego una situación comunicativa
de tipo intercultural, pero esta situación
en el caso del género, en particular cuando
hablamos de las relaciones entre el género
femenino y el masculino, es mayormente conflictiva.
Comprender, por tanto, las relaciones de género
como relaciones interculturales supone comprender
también la cultura de los dos mundos en
contacto.
Si definimos
a la cultura como la malla de significados o
sentidos que dan sentido a la vida misma (Weber)
en la forma de “programas” computacionales
(Geertz) que en la práctica se convierten
en sistemas de valores y normas que rigen la
acción (Giddens), vemos que la cultura
es un resultado, pero también una mediación
(Lamas). En este sentido, la comunicación
intercultural se realiza donde hay contacto entre
dos o más de esos entramados de significados
y sentidos, y también cuando un grupo
comienza a entender, en el sentido de asumir,
el significado y el valor de las cosas y objetos
para los “otros”.
Es en esa doble
acepción que este proyecto de manera general
trabajaría; lo que aquí se expone
sólo implica la primera parte, es decir,
la exposición de información acerca
de la naturaleza del conflicto, no la búsqueda
de competencias que permitan generar una asunción
efectiva en términos de asimilación
y aprendizaje por ambas géneros. Esto
formaría parte de otro proyecto de mayores
alcances que permita complementar el presente.
En este último
sentido, sin embargo, no sobra acotar que al
lograr un grado de comprensión aceptable
para los interlocutores, en la medida en que
comparten suficientemente las significaciones
de lo que dicen, la comunicación tendería
a ser eficaz. La búsqueda, en consecuencia,
de la eficacia intercultural conduce a crear
competencia comunicativa y ésta a establecer
pautas asertivas que orientan la experiencia
comunicativa hacia una experiencia “compartida”.
En este sentido, comprendemos a la competencia
comunicativa intercultural no tanto como un conjunto
de saberes y conocimientos, sino más bien
como un conjunto de disposiciones hacia la tolerancia,
respeto, convivencia y comprensión de
lo otro, de lo ajeno. La competencia intercultural
es indispensable para el desarrollo de una interculturalidad
eficaz, real.
El
género como conflicto de intercultural
El género como categoría cultural
construida en las lindes de una comunidad sociocultural
del sentido, permite ser pensado como un conflicto
intercultural si tenemos en cuenta dos aspectos.
El primero, aquel que entiende la diferencia
entre los géneros como una categoría
que permite agrupar a un conjunto de creencias,
acciones y comportamientos diferentes entre ellos;
el segundo, como el que, a partir del hecho de
que las relaciones de género están
marcadas por un complejo entramado de significaciones
culturales, donde un género posee, cultural
y simbólicamente hablando, desventajas
competitivas respecto al otro, permite articular
una relación de tensión, generalmente
conflictiva que franquea la entrada a la interacción
entre ellos desde una perspectiva asimétrica
y por consecuencia desigual. Estos aspectos coinciden
con lo señalado por Mary Nash páginas
más arriba.
Al decir de
Martínez y Bonilla (2000), el género
no está en la diferencia sexual, que en
un final de cuentas se sostiene sobre una diferencia
biológica, el género se halla en
los factores psicosociales que afectan y atraviesan
dicha diferencia. Por ello, indagar sobre el
género implica necesariamente otear el
horizonte de la intersubjetividad y las normas
sociales mediante una revisión detallada
de la historia, tanto social como individual,
y la pluralidad de acontecimientos y normativas
que lo atraviesan significándola, y significando
con ello también al propio accidente sexual
(la posesión de un cuerpo sexuado) en
un sujeto concreto. En ese sentido hablamos de
género desde una perspectiva diferencial,
mas no excluyente.
En Microfísica
del poder, Foucault (1979) habla extensamente
de la relación cuerpo-poder, es decir,
de las relaciones diferenciales entre los procesos
de inscripción y los procesos de despliegue
del poder sobre el cuerpo. Por la primera, el
autor entiende el uso del poder a partir de la
inscripción política del poder
sobre los cuerpos: la categoría género,
da un buen ejemplo de ello; la segunda constituye
la mirada biológica, las características
biológicas que hacen que se use el poder
a través del cuerpo.
Resulta evidente que este proyecto se enmarca
en la primera, aunque no descarta la segunda;
de hecho, uno de los argumentos históricos
que fundamentan la relación desigual entre
el género femenino y el masculino, lo
constituye justamente la supuesta “debilidad
biológica” del primero, o para ser
exactas, la supremacía de la fuerza masculina.
La inscripción
de este proyecto en la tendencia de la somatografía
política permitirá reconocer cuáles
son los mecanismos que articulan la relación
de poder inscrita discursivamente sobre el cuerpo,
en particular la escritura política sobre
el cuerpo femenino.
Como plantea
el propio Foucault (1979: 140):
No hay ejercicio
de poder posible sin una cierta economía
de los discursos de verdad que funcionan en,
y a partir, de esta pareja4.
Estamos sometidos a la producción de
verdad desde el poder y no podemos ejercitar
el poder más que a través de la
producción de la verdad5.
Entendiendo
pues que las relaciones entre cuerpo y poder
responden a mecanismos de producción de
verdad, no es de extrañar que las relaciones
diferenciales y desiguales entre los géneros
también respondan a prácticas discursivas
que, inscritas desde los ámbitos políticos
(públicos, mayoritarios), permitan y aseguren
desde el punto de vista institucional no sólo
la transmisión de poder, sino la acumulación
y coagulación de los capitales sociales,
culturales/simbólicos, políticos
y económicos que dan paso a los procesos
de circulación y funcionamiento de las
mismas.
De ahí
que como bien corrigiera Bourdieu (1991: 237),
el problema está en el reconocimiento,
es decir: “…las diferencias socialmente
conocidas y reconocidas existen sólo para
un sujeto capaz no solamente de percibir esas
diferencias, sino de reconocerlas como significativas
e interesantes”.
Reconocer pues
la diferencia es subrayar su carácter
significativo, es enfatizar su poder simbólico,
su capacidad para producir significados que luchan
por legitimarse como verdaderos. En este sentido,
el género es una categoría que
en tanto “habla” de luchas por la
desmitificación del discurso de la Verdad
políticamente reconocida y legitimada
por el dominio masculino, supone un choque cultural
donde las diferencias de significados -incluso
más que ello, la deslegitimización
de los significados dominantes- se concreta en
asimetrías simbólicas y sociales
que generan conflictos que pueden ser descritos
como conflictos interculturales.
La
identidad como construcción activa de
la diferencia
El término “identidad” tiene
su origen etimológico en el latín
“identitas”, de la raíz “idem”,
“lo mismo”, aunque tiene dos significados
básicos: de similitud total y de particularidad
que permanece consistentemente a lo largo del
tiempo. Así, la noción de identidad
hacer referencia a dos posibilidades: similitud
y diferencia. Aún más, el verbo
“identificar” que se asocia al concepto,
implica una función activa: la identidad
debe establecerse pues no es algo dado por la
naturaleza, sino que supone la asociación
de uno mismo a algo o alguien a quien parecerse,
a través del cual uno va construyéndose
diferente (Hernando, 2000).
Hasta aquí
puede quedar claro que la identidad se construye
y que la conciencia reflexiva, que es la subjetividad,
corresponde a un modo cultural de estar en el
mundo; sin embargo, siempre que se habla de identidad
se cae en un lugar común, el del esencialismo,
en el determinismo.
Hablar de identidad
plantea una dificultad siempre latente entre
lo que somos de manera indefectible e irrenunciable
y lo que vamos siendo en el devenir histórico
y experiencial de nuestras vidas; por lo tanto,
la identidad así entendida es un concepto
dialéctico que no puede formularse de
una manera única y establecida, sino que
parte de coordenadas más o menos específicas
para construirse en sentidos muchas veces bastante
diferentes, a partir del momento concreto en
el que se inscribe.
La identidad,
así entendida, resulta de los postulados
teóricos de Paul Ricœur y la distinción
y relación simbiótica entre la
ipseidad y la mismidad en el sí mismo,
donde la ipseidad constituye la posibilidad de
cambio en el sí mismo a partir de un núcleo
de relación con el yo y con el otro que
también soy yo; en cambio la mismidad
se plantea como el proceso de ser uno y distinto
al mismo tiempo, o a pesar de las diferencias
seguir siendo, de alguna manera, el/la mismo/a.
Obviamente,
la definición de identidad que da Ricœur
se maneja en las lindes filosóficas del
pensamiento sobre el ser; sin embargo, resulta
altamente aplicable a nuestra investigación
en tanto constituye significativamente una forma
completa de asumir la complejidad de la construcción
del ser humano, en particular la construcción
del ser femenino ya que el núcleo de mismidad
sobre el que gira el ser mujer, se define fundamentalmente
a partir del sexo con el que se nace, lo cual
lleva a una serie de formaciones simbólicas
que “legitiman” casi antológicamente,
por no decir de forma esencial, el ser mujer,
aunque es necesario señalar también
que a pesar de lo anterior la vivencia de esta
identidad suele ser variada y diversa.
Es en este punto
donde entran a jugar consideraciones del tipo
ipse que plantea Ricœur; es decir, hablar
de mismidad en el ser femenino nos remite a sus
condicionantes sexuales, y hablar de ipseidad
nos remite a la relación dialéctica
que establecen las sujetos con su propia condición
de mujer a partir de sus experiencias de vida
en un momento histórico-social concreto
y de la reflexión que entablan con ellas
mismas en función de saber quiénes
son.
Esta filiación
conceptual del concepto de identidad con el concepto
de ipseidad /mismidad nos permite además
describir los desplazamientos que en el orden
de los significados y la puesta en marcha o uso
de los mismos pueden generar o no factores de
cambio en esa identidad; aspecto éste
que sólo sería explicable en función
de un concepto de identidad flexible, cambiante,
dialéctico y adaptativo como el concepto
de ipseidad propuesto por Ricœur y de la
noción de construcción activa propuesto
por Hernando.
La
autopercepción como discurso sobre la
identidad y la subjetividad
La autopercepción en cambio es
el proceso por medio del cual la sujeto se constituye
a sí misma como mujer, a partir de una
serie de factores que condicionan su comportamiento,
como pueden ser el ámbito familiar, la
relación social, las experiencias de vida
individuales, y las maneras en que todo lo anterior
incide en la construcción de su subjetividad
como mujer concreta y única que es, en
un proceso de autoidentificación y autorreflexión
en constante movimiento.
Dicho concepto
tiene sus anclajes en lo planteado por Gergen
(1992) y Dennett (1995); el primero concibe al
Yo como entidad atravesada por múltiples
relaciones que se relacionan con el otro (los
otros), de manera que el Yo no es algo aislado,
sino algo que se concibe y comprende necesariamente
en y a partir de la realidad exterior. Esto permite
entender la identidad como plural y, en consecuencia,
en grandes aprietos a la hora de unificar la
personalidad; el segundo entiende al Yo como
una construcción de la conciencia y en
ese sentido como algo no fiable del todo (al
menos no más que otras percepciones) que
evoca no sólo a la pluralidad que maneja
Gergen, sino a la multiplicidad de versiones
que pueden existir de ella.
En ese sentido,
el concepto de autopercepción, en este
trabajo, permitirá develar los factores
que condicionan la construcción del Yo
de la sujeto, su definición como sujeto
femenino y la vinculación que esto tiene
con las aristas sociales e individuales con las
que necesariamente interactúa para poder
asumirse, reconocerse y conducirse en su identidad
y su subjetividad propia, dadas las situaciones
concretas y particulares donde esto ocurre.
Aterrizando
lo anterior en el topos cuerpo que es el que
nos ocupa, no debemos pasar por alto uno de los
mecanismos más importantes de la identidad
asociado al cuerpo: la propiocepción,
en la medida en que este mecanismo permite sentir
al cuerpo como propio, como nuestro, de ahí
que se geste la aceptación del cuerpo
como primer paso a la identidad. Una mujer, a
pesar de haber nacido mujer, si no siente su
propio cuerpo como parte de sí misma,
no sólo será difícil que
se autoperciba mujer, sino que se defina discursivamente
como tal.
La autopercepción
implica, en consecuencia, una serie de estrategias
y/o argumentos que se hallan inmersos en el ámbito
de las significaciones subjetivas de cada mujer
y que parten fundamentalmente de las redes del
discurso social en la que se insertan en su relación
con los otros; de ahí que la autopercepción
vaya vinculada de una manera muy estrecha con
la noción de identidad, puesto que es
un proceso que se da en la praxis social a partir
de los mecanismos de socialización, tanto
del cuerpo como del Yo, en las que esta identidad
se define, si bien no de una forma inamovible,
sí de una manera en que se formalizan
ciertos núcleos de sentido constitutivos
de lo que se debe ser y hacer, y lo que no.
No sobra decir,
sin embargo, que la constitutividad de estas
significaciones está lejos de considerarse
parte de los discursos esencialistas sobre la
mujer, sino que lo entendemos más bien
como factores que pueden ser o no irrenunciables
(en términos de lo que se ES), pero nunca
estáticos y uniformes.
Es decir, en
la trayectoria inacabada de una vida que “vive”
y “se vive” de una manera particular
la percepción que cada mujer tiene de
sí misma, así como la que puede
tener de otras mujeres, ocurren acontecimientos
y eventos que pueden contribuir con la “fijación”
de dichos significaciones, de la misma manera
que puede originarse el proceso inverso, o sea,
el “cambio” o potencial desplazamiento
de dichas significaciones en el plano de la identidad
y la autopercepción, mediante un proceso
de autorreflexión o reconstrucción
autorreflexiva de la identidad de la sujeto.
Si tenemos en
cuenta que mediante la autopercepción
la sujeto no sólo tiene una idea de quién
es y cómo actúa, sino que constituye
parte esencial en la construcción de su
subjetividad, la manera en que se define su vida
y su comportamiento individual y social, lo anterior
pasa indefectiblemente por la manera en que asume
su proyección de futuro a partir del presente
y de la información del pasado, así
como por la forma en que esto incide en su calidad
de vida.
Desde esta perspectiva
factores como la salud, integración social,
habilidades funcionales, ingresos, tiempo libre,
grado de satisfacción con la vida, educación,
toma de decisiones y posibilidad de opinar6,
entre otros, son fundamentales para establecer
una escala de medición de cómo
la autopercepción de las sujetos genera
una subjetividad positiva en ellas que pueda
traducirse en calidad de vida.
En nuestra investigación
estos indicadores serán tomados en cuenta
para sondear la situación concreta de
las subjetividades en juego, mismas que informan
sobre un mundo de vida concreto, particular e
individual que se relaciona con el pasado y el
presente familiar, los espacios y prácticas
sociales y culturales donde se gestan, producen
y re-producen las estrategias rituales y simbólicas
por medio de las cuales construyen y/o reconstruyen
su identidad y su subjetividad, a la manera de
factores de mediación.
Sin embargo,
haremos especial énfasis en la salud,
habilidades funcionales, ingresos, recreación
y/o tiempo libre, educación y grado de
satisfacción con la vida, por ser estos
los indicadores que más se relacionan
con nuestro topos: el cuerpo, y que pueden ser
poseedores de altos índices de información
respecto a la manera concreta en que cada una
de las sujetos se percibe y se representa a través
de él.
La
autorrepresentación como un acto de conciencia
Hemos definido autorrepresentación como
la manifestación concreta de una toma
de posturas sobre la identidad y la autopercepción;
es decir, como las formas específicas
en las que tanto la noción de identidad
femenina como los factores que intervienen en
la percepción que las mujeres tienen de
sí mismas, se conjugan para dar forma
concreta a la manera en que ambas salen a la
palestra pública y se ubican como detonadora
de un “estoy aquí”.
La existencia,
pues, de la subjetividad femenina, cobra vida
a través de la autorrepresentación,
por lo que ésta es el resultado de una
compleja urdimbre de significaciones yuxtapuestas
que marca y legitima la mirada específica
de cada mujer sobre sí misma y sobre su
relación con el entorno genérico,
familiar, social, institucional, político
y existencial en el que se inscribe.
De ahí
que el concepto de autorrepresentación
tomado en este trabajo, pretenda superar el marco
estrictamente estético en el que se ha
venido utilizando para proponer un punto de partida
más amplio, a saber: toda aquella manifestación
pública que contenga, de una manera u
otra, una trayectoria de vida de la sujeto (manifestada
en la manera en que vive su propia subjetividad
femenina) y que la sitúe para sí
y para los otros en unas precisas coordenadas
de género autorreferentes.
El “estoy aquí” que empleamos
más arriba tiene por finalidad no únicamente
detentar la presencia, sino “marcarla”
a través de un sello propio, de un Yo
concreto y personal, íntimo que “dice”
de quien lo expresa quién es, cómo
se ve y entiende, y cómo quiere ser vista
y entendida.
El
cuerpo
El estudio del cuerpo con perspectiva de género
ha sido abordado en México por diversos(as)
autores(as) como Reneé de la Torre y Patricia
Fourtuny (1991)7;
Lorena Zamora (2000)8
y Margarita Baz (1994)9.
Estas investigaciones presentan resultados de
cada uno de sus estudios de caso, investigación
sobre la incidencia de la religión en
los acercamientos subjetivos al cuerpo; la introspección
y el desnudo como tendencias femeninas en el
arte y la experiencia del cuerpo en bailarinas
y su influencia en la subjetividad, respectivamente.
Desde el punto de vista teórico, son de
destacar los trabajo de Marta Lamas (1994)10,
Juan Soto (2004)11
y Katya Mandoki (2003)12,
el primero, es un texto fundamental que nos introduce
a las categorías de género y diferencia
sexual; el segundo, aborda el papel del cuerpo
en las interacciones humanas, y el tercero trata
las relaciones entre el poder, el discurso y
el género.
Partimos del
cuerpo como categoría de análisis
para indagar en los ámbitos de significaciones
que los conceptos anteriores pueden aportarnos
ya que consideramos que la creencia en la posesión
del cuerpo es prácticamente el punto de
partida de la existencia, sobre todo en el caso
de las mujeres.
En una atmósfera
mayormente plagada de discriminaciones, vejaciones,
usurpaciones y hábitos de sumisión
por medio de la cual las mujeres han sido históricamente
dominadas y sometidas al arbitrio masculino,
la confusión sobre quién se es
se torna difícil y hasta muchas veces
escéptica. Sin embargo, la existencia,
a pesar de lo anterior, no se pone en duda y
permite establecer claros deslindes entre el
Yo y el Tú.
La posesión
del cuerpo, la convicción de la mujer
de que posee un cuerpo, otorga sin dudas la creencia
de la existencia, aunque la existencia misma
pueda o no ser una existencia miserable. El cuerpo
es el lugar de los confines entre el Yo y los
Otros, pero también es el lugar de la
intimidad, los placeres y los sufrimientos. No
en balde el feminismo tomó como slogan
el “yo soy mi cuerpo”13,
para de manera paulatina pero segura, colocar
el cuerpo en el ámbito político.
Así, “lo personal es político”
se convirtió en el lema del movimiento
feminista mexicano.
El cuerpo resulta
así la categoría prístina
de la existencia humana, el derecho esencial
a la existencia y la capacidad para decir, en
una primera instancia, yo soy mi cuerpo.
El uso coloquial
del cuerpo alude a la idea de materia orgánica,
perceptible y mesurable, noción extensible
a toda sustancia que ocupa un espacio (Baz, 1996:
27) Pero, si el cuerpo es la caja/casa donde
habitamos, es sin duda el lugar de la experiencia
del ser. El cuerpo visto desde esta perspectiva
existencial, fue retomado por el feminismo de
los escritos del filósofo Gabriel Marcel,
a quien se le ha adjudicado la incorporación
de la corporeidad fuera de toda reflexión
cientificista, es decir, fuera de las discusiones
biologicistas, médicas y fenomenológicas14.
El cuerpo resulta
así la categoría prístina
de la existencia humana, el derecho esencial
a la existencia y la capacidad para decir, en
una primera instancia, SOY. El cuerpo es único,
personal, íntimo; resguarda a mi Yo y
al mismo tiempo lo expone al entorno, a la relación
con los Otros, con el Otro, con lo ajeno.
El cuerpo es
el receptáculo de una serie de influencias
que vienen del medio ambiente y simultáneamente
es también el lugar donde se articula
la interacción. El cuerpo es el límite
y el recipiente del Yo. Ahí se comienza,
SIENDO y en él se acaba la intimidad.
Todo lo que tenga que ver con el Yo pasa por
el cuerpo porque es precisamente el punto de
contacto tangible, mostrable y al mismo tiempo,
reconocible.
Es un hecho
que el cuerpo femenino específicamente
es un cuerpo que está “dotado”
para la reproducción, lo que no significa
que esté esencialmente conminado a este
tipo de función. Decir que está
“dotado” para la reproducción
considera fundamentalmente el hecho de que puede
“gestar” vidas, o sea, fisiológicamente,
el cuerpo femenino es “dador de vida”;
el del hombre no.
En el sistema
reproductor femenino, la presencia natural del
útero como órgano receptor del
feto es un indicador de esta capacidad de “gestar”
vida a la que hemos aludido y que asegura la
trascendencia de la especie en el tiempo. Por
lo que la sexualidad femenina, en una primera
pero no única instancia, se ocupa desde
el punto de vista fisiológico de la reproducción.
Es decir, nacer mujer u hombre es un accidente
natural en el que no intervienen causas de índole
simbólica. Si se nace mujer, la capacidad
de gestar y asegurar con ello el ciclo reproductivo
de la especie está garantizada al menos
en potencia. Si se nace hombre, de esta capacidad,
insistimos, en términos fisiológicos,
se carece.
En este sentido,
la sexualidad se inscribe, hasta el momento,
en el ámbito de una serie de accidentes
naturales que implican potencialmente la reproducción.
En el caso de la sexualidad femenina, esta se
tiende a igualar con la maternidad, siendo el
concepto de maternidad una construcción
simbólica que los esencialistas —como
algunas feministas radicales, aunque en otra
dirección— arguyen como rol femenino,
pero que en realidad obedece primero a una decisión,
y en segundo lugar a una serie de configuraciones
simbólicas que el discurso hegemónico
(masculino por excelencia) le ha hecho corresponder.
De ahí
que sólo en el sentido fisiológico,
de la condición de mujer, en tanto selección
accidental de la naturaleza, pueda concebirse
la sexualidad vinculada a la posibilidad de ser
madre. Sin embargo, la sexualidad posee otras
aristas y es la posibilidad o no de hacer efectiva
esa condición.
La sexualidad
femenina
La sexualidad en la mujer aparece así
como una condición potencial, pero no
necesaria, sino como mera posibilidad de ejercerla.
No obstante, la sexualidad femenina trasciende
esa condición potencial y se instaura
en los ámbitos del género, es decir,
en la manera en cómo se vive o entiende
el hecho de ser mujer desde el punto de vista
sexual.
De ahí
que se haga necesario separar en dos el topos
CUERPO: el cuerpo femenino en la relación
potencial que establece con la reproducción
(lo que llamaremos simplificadamente por ahora,
maternidad) y el cuerpo femenino en su relación
con el entorno (a lo que llamaremos cuerpo como
lugar del deseo).
La maternidad
Sin lugar a dudas la maternidad encarna de manera
innegable la diferencia sexual. Ser madre es
y ha sido el rasgo determinante del ser femenino,
pues aunque en la reproducción biológica
están implícitos ambos sexos, es
sobre la mujer que recae toda la responsabilidad
de la reproducción social. La maternidad
es experiencia subjetiva a la vez que una práctica
social cargada de significados que la definen
como una cuestión determinante que no
pondera el deseo de ser madre ni los efectos
que sobre la subjetividad misma tiene el hecho
mismo de la maternidad. La maternidad socialmente
hablando, es la idealización de la mujer
a partir del mito del “amor materno”
que toda mujer debe cumplir.
Hoy sabemos
que la maternidad no ha tenido el mismo orden
en todas las culturas y que desde hace siglos
cada sociedad ha desarrollado formas peculiares
de control natal, como el aborto, el infanticidio
o el uso de métodos anticonceptivos. En
las sociedades contemporáneas, en donde
el pensamiento feminista ha permeado, la maternidad
es considerada como una imposición cultural
a partir de la cual se han tejido formas sutiles
de opresión personal y social de las mujeres,
y contra la que se ha vindicado “la maternidad
elegida”.
El deseo o erotismo
El ámbito erótico de las mujeres
no se puede entender fuera del contexto de la
sexualidad, en donde lo erótico guarda
un vínculo inexpugnable con lo afectivo.
Así, el deseo, que es el campo de la realización
ególatra del yo, no puede entenderse alejado
del amor, que no es otra cosa más que
el lugar ideológico donde se remiten los
deseos de relaciones interpersonales sexuadas
y sublimadas.
El ámbito
de lo erótico es, sin duda, el ámbito
de lo corpóreo que valga decir, en el
caso de lo femenino, va muy de la mano con la
sexualidad y la maternidad y por tal, de la llamada
subjetividad femenina engarzada en una concepción
hegemónica, en donde el deseo se piensa
siempre en un activo masculino.
Desde la perspectiva
feminista la propuesta es pensar la subjetividad
en una dimensión material en sentido amplio,
donde la sexualidad es el nudo central, el lugar
en donde lo corpóreo, lo psíquico
y lo social se entrecruzan para construir la
subjetividad y los límites del yo. El
feminismo, sin duda, ha otorgado una valoración
reivindicativa de la sexualidad femenina a través
del deseo: a partir de volver a pensar la subjetividad
femenina teniendo en cuenta qué prácticas
comporta y qué necesidades sostiene el
deseo cuando obra desde un cuerpo de mujer.
Notas:
1
Tuñón, J. (1998) Mujeres de luz
y sombra en el cine mexicano. La construcción
de una imagen 1939-1952. México: El Colegio
de México, programa Interdisciplinario
de Estudios de la Mujer y el Instituto Mexicano
de Cinematografía, p. 24.
2 Scott, Joan.(1990).
Género, una categoría útil
para el análisis histórico, en
James Arnelang y Mary Nash, Historia y género,
Barcelona, Ed. Alfons el Magnanim.
3 Schutz, A.
(1993). La construcción significativa
del mundo social. Barcelona: Paidós.
4 Foucault
se refiere con ello a las relaciones entre poder
y discurso, entendiendo por éste no sólo
su producción de la verdad, sino los mecanismos
de acumulación, circulación y funcionamiento
de la verdad.
5 Foucault,
M. (1979). Microfísica del poder. Madrid:
La Piqueta.
6 Para una
mayor información, consúltense
los resultados de la investigación realizada
por Castellón, A. y Romero, Victorina.
“Autopercepción de la calidad de
vida”, artículo disponible en línea
en www.nexusediciones.com/pdf/gero2004-3/g-14-3-002.pdf
7 De
la Torre Reneé y Fourtuny, Patricia. (1991).
“La mujer en La Luz del Mundo. Participación
y reorientación simbólica”,
en Estudios sobre las Culturas Contemporáneas
No. 12, Universidad de Colima.
8 Zamora B.,
Lorena, (2000), El desnudo femenino, una visión
de lo propio. México: CENIDIAP, CONACULTA,
INBA.
9 Baz, Margarita
(1994). “Enigmas de la subjetividad. Un
análisis del discurso”, en Versión
Estudios de Comunicación y Política
No. 4. UAM Xochimilco, México, D.F.
10 Lamas,
Marta. “Cuerpo: diferencia sexual y género”,
en Debate Feminista, en Vol. 10, Año 5,
México, septiembre de 1994.
11 Soto,
Juan. (2004). “De la cabeza a los pies:
las formas sociales del tacto y el contacto corporal”,
en Texto Abierto No. 3 Año 5. Universidad
Iberoamericana de León, Guanajuato, México.
12 Mandoki,
Katya. (2003). “Cuerpo, lugar y discurso;
reflexiones en torno a la producción del
poder”, en Versión Estudios de Comunicación
y Política No. 13, UAM Xochimilco. México,
D.F.
13 Tomado
del existencialismo francés.
14 Ver Pech,
Cynthia, “La presencia del cuerpo en el
discurso feminista”, en García,
N.; Millán, M. y Pech, C. (coeds.), Cartografías
del feminismo mexicano, 1970-2000. México:
Universidad Autónoma de la Ciudad de México,
pp. 271-281. (En prensa)
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