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SILENCIO
Por Susana Arroyo
Lars y yo nos fuimos a vivir a las afueras de Uppsala, lugar que vio nacer a Bergman. Queríamos evitar la vida de la ciudad, así que decidimos establecer nuestro hogar alejado de cualquier barrio, en una bella colina aislada y secreta, bien orientada.
Debido al trabajo de mi esposo, quien ha sido miniaturista toda su vida, protegimos las ventanas con triple vidrio. En Suecia suele construirse con doble ventana debido al gélido clima.
El pulso de Lars era –y debía ser– en extremo, preciso. Así que evitaba las corrientes de aire, el alcohol o café en exceso, las grasas, los edulcorantes, la carne y los almidones. Nuestra dieta se basaba en pescado fresco, verduras, aves y fruta. Una vez por semana, los jueves, me dedicaba a hornear el pan procurando dejar el “pepparkakor” al final y suficiente “limpa” (pan de centeno) para todos los días.
Dejé la agencia de viajes para consagrarme a las labores del hogar aunque, por razones de salud e higiene mental, decidí trabajar y elegí la restauración de obras de arte; tras varios cursos, paciencia y esmero, pude logar cierto reconocimiento en el Museo Blasiehomskajen, en Estocolmo, ciudad que visitaba dos veces al año.
Mientras Lars trabajaba en su estudio, lo cual requería de silencio absoluto y desbordante paciencia, yo preparaba algunos bocadillos para el almuerzo y, sin horario, era degustado individualmente en nuestras habitaciones de trabajo. A la par, cocinaba lenta y delicadamente la cena, nuestro único momento de encuentro, breve charla y música poco audible.
Al caer la tarde, yo me deslizaba a la cava localizada en el sótano, un pequeño cuarto que Lars y yo decidimos utilizar para tal efecto y conservar los curiosos vinos suecos: el “glögg”, el Rubus de camemoro o el Jaktvin, entre otros. Me deslizaba, decía, todas las tardes para abrir el vino elegido durante la cena evitando así el ruido innecesario en descorchar o cambiar de elección.
Nuestra casa era poseedora de la mayor y más refinada quietud. Podría decirse literalmente que el silencio reinaba.
Los jueves, además de hornear el pan, me dedicaba a las labores pesadas y ruidosas de limpieza: lavadora, aspiradora, lavaplatos, lavado de ventanas, la cubertería y todo aquello que pudiera perturbar el imponente y profundo silencio.
Lars hacía visitas semanales, los jueves desde luego, a su único cliente, Olaf Bellman, excéntrico coleccionista poseedor, entre otros bienes, de un hermoso castillo similar al de Gripsholm, situado al noroeste de Uppsala. El chofer de Bellman recogía a mi marido a las ocho menos cuarto y lo devolvía exactamente doce horas después. Además de los quehaceres del hogar, yo disponía de tiempo para hacer visitas, pasear por el río o escuchar música.
Nuestra sedentaria pero saludable cotidianeidad nos colmaba de agradable paz y juventud puesto que, alejados de las perturbaciones urbanas o rurales, aislados dentro de nuestra fortaleza, manteníamos deslumbrante lozanía.
Un día, a la hora de la cena, escuchamos un extraño ruido: toc-toc-toc. Era como el picoteo de un pájaro en el techo, o como una gota de agua intermitente cayendo con estrépito sobre un balde de aluminio.
Lars y yo nos miramos a los ojos con fijeza, asombro y desagrado. Yo intenté levantarme de la mesa e interrumpir nuestro sagrado encuentro, pero Lars tomó mi mano con su habitual suavidad y me dio a entender que soportaría el ruido hasta el final de la cena con la seguridad de que éste cesaría en cualquier momento.
Tras la cena y con sigilo bajé a la cava. No había nada. Era muy tarde para subir al techo, así que fui a revisar cada rincón de nuestro hogar. Nada.
Mientras dormíamos percibimos el ruido con gran intensidad. Lars tomó mi mano con cierta angustia y sus ojos quedaron fijos en la nada.
Debíamos esperar hasta el jueves para solicitar una revisión por parte del ayuntamiento. Nosotros no -quizá otros- pero nosotros no podíamos permitir la existencia de un solo ruido en la casa.
Llegó el jueves y con él la revisión. Los inspectores dijeron no saber el origen del ruido. Las termitas no son escandalosas, dijo uno de ellos.
Nuestros hábitos cambiaron. Los jueves se trasladaron a los domingos, a los lunes. El almuerzo era escasamente degustado en nuestras habitaciones. Las visitas al médico se hicieron más frecuentes pues empezamos a desarrollar ciertos transtornos digestivos y auditivos.
Iniciamos nuevas rutinas. Dábamos largos paseos por la tarde, lo cual ocasionó algunas grietas en nuestros tobillos, dolores de piernas, de rodillas.
Ha pasado el tiempo. Mi pobre Lars, envejecido, amargado, constipado, con la piel rugosa, el cuerpo ciertamente encorvado, con mala vista, mal aliento, cataratas, dolor de muelas y, desde luego, de oídos, trabaja dos o tres horas al día, sin pulso, sin corazón. Su mente divaga. Hay momentos de euforia, otros de gran dolor.
Después de varios años de inventarnos un tiempo nuevo y medianamente llevadero, lo único continuo y constante en nuestra casa es el toc-toc-toc.
Dra. Susana Arroyo-Furphy
Investigadora, The University of Queensland, Australia.
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