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Por Andreas Kurz
Número 32
En un cuento de juventud
(1893), el poeta Rainer Maria Rilke describe cómo la pluma
del humanismo gana a la espada de la guerra, y concluye con las
palabras: "La espada, entre tanto, se quedó en silencio
en un rincón oscuro. Creo que no se vanaglorió nunca
jamás" (Rilke, 1977: 12, la traducción es mía).
A más tardar en estos días nos damos cuenta de que
la narración de Rilke es el producto del romanticismo político
de un púber de escasos 18 años de edad. Romanticismo
político muy legítimo, del que todos sufrimos tarde
o temprano, del que algunos nunca se curan, pero el que se encuentra
con los pies más lejos de la tierra que el romanticismo más
místico de la cultura alemana, el de Novalis, para el cual
-como es sabido- la verdadera vida es la muerte. Hoy sabemos que
el contrato de paz, mediante el cual, según Rilke, la pluma
vence a la espada, no vale ni siquiera la tinta con la que se firmó.
Hecho del que Rilke todavía se pudo enterar en 1914. Nos
tuvimos que dar cuenta de que las voces "poderosas" de
Gabriel García Márquez, Eduardo Galeano, Carlos Fuentes
-me refiero a un artículo reciente en La Reforma-,
o Günther Grass no podían cambiar en absoluto la decisión
de guerra de George W. Bush. Es muy dudoso que la famosa carta de
Gabo, transmitida en cadena electrónica, haya alcanzado la
Casa Blanca; el consejo médico del Premio Nobel Grass -qué
Bush consulte un buen psicoanalista- nunca hizo el viaje a través
del Atlánico; y es muy improbable también que el lúcido
y muy sensible análisis de Galeano, publicado hace poco en
Uruguay, haya conmovido a algún lector cerca del presidente
estadounidense. Y si, contra toda probabilidad, llegó a manos
de Bush, no lo hubiera podido leer, aunque se lo hubieran traducido,
ya que la alfabetización de Bush no parece haber llegado
a un nivel muy avanzado. La pluma fracasa rotundamente ante la ignorancia
y la falta de relación alguna con las letras. Pero tampoco
el valiente discurso de Michael Moore, en la última entrega
de los "Oscares", transmitido en cadena nacional en todo
EE.UU., surtió efecto. La industria cultural de Norteamérica
relegó al incómodo Moore a un sitio aislado, donde
puede decir lo que se le antoje, de todas maneras sólo una
minoría de intelectuales más o menos chiflados lo
escuchará. Moore dispone de la empresa Dog Eat Dog Films,
ahí puede transmitir sus análisis críticos
y agresivos de la sociedad estadounidense, que el gran público
de antemano ignora, ya que traen precisamente la etiqueta de Dog
Eat Dog Films. Moore hasta dispone de un Oscar, en la categoría
de mejor documental, es decir, películas hechas para la misma
minoría de intelectuales chiflados. Moore denunció
en el Kodak Theater al presidente ficticio de EE.UU., que
va a la guerra por motivos ficticios, denominación brillante
que sólo una minoría de intelectuales chiflados entenderá.
En una palabra: no hay que tomarlo en serio.
Los intelectuales occidentales cayeron
en una trampa que ellos mismos pusieron. El discurso moderno y posmoderno
se complicó de una manera que de antemano impidió
su trascendencia en círculos ubicados fuera de él
mismo. Se le reservó un espacio en universidades y publicaciones
de muy poco alcance. Ni en Francia, donde el intelectual se gusta
en el papel de figura pública, ni en EE.UU., donde pensadores
como Susan Sontag, Julia Kristeva o Noam Chomsky se denominan conciencia
de la nación, el discurso intelectual-humanístico
logra salir de su escondite.
Hace algunos años, en Alemania,
Odo Marquard definió el papel de las humanidades como conciencia
y regulador de las ciencias naturales y sociales, por ende, de la
política. Pero hasta la fecha las humanidades no son capaces
de propagar tal papel. Probablemente nunca lo eran y nunca lo serán.
No quiero hablar de una crisis de
las humanidades descubierta por la guerra contra Iraq. Tal crisis,
en realidad, existe desde que las letras y el arte empezaron a llevar
una vida institucionalizada, no tiene remedio, y no es nada grave,
ya que nos da un tema inagotable de discusión, y nos da una
razón para quejarnos y, ¡qué bonito es poder
quejarse!... Quiero hablar de la relación frágil entre
las letras y el poder, y quiero llegar a la conclusión que
-a pesar de todo- las humanidades sí influyen en el poder,
que su potencial de renovación sigue vigente. Seguramente
se trata de una conclusión forzada, de un autoengaño,
pero: ¿cómo podrían justificar las humanidades
su existencia, si no mediante el autoengaño?
Sirva como lema para las siguientes
elucubraciones otra cita de Rilke, ya mucho menos ingenua: "Son
los más solitarios que más participan en la comunidad".
El sociólogo francés
Pierre Bourdieu, en un libro del año 1992, pretende establecer
Las reglas del arte, así el título del texto.
No se trata de reglas artísticas propiamente dicho, de las
herramientas que usan el escritor, el pintor, el músico;
se trata de reglas sociales que rigen la relación de las
humanidades (literatura, pintura, música y el discurso crítico
sobre ellas) con las diferentes esferas del poder (la política,
pero también los editores, las revistas, los salones de arte).
En realidad es un laberinto de relaciones sumamente complejo, del
que escogeré sólo un aspecto:
Bourdieu pone al escritor novato
frente a una decisión horrible. Si escoge el capital económico
/ real, acepta el olvido futuro; si se decide por el capital idealista
/ utópico, sabe que va a vivir en la miseria. El capital
idealista se puede transformar en capital real, pero no se sabe
cuándo. Si el escritor tiene suerte tal cambio se efectúa
antes de su muerte. Pero aun así probablemente él
no aprovechará el nuevo capital, sino sólo sus editores.
El capital real, según Bourdieu, nunca se transformará
en capital idealista, por ende, los autores que lo escogieron, a
fuerza se olvidarán; si tienen suerte encuentran un sepulcro
de honor en alguna historia literaria nacional, de donde -en ocasiones-
los sacan a la luz universitaria los investigadores de la literatura.
Algunos ejemplos:
- Los primeros relatos publicados
por Juan Rulfo se ignoran por completo. La misma suerte corrió
la primera edición del Pedro Páramo. Pero
esta novela es un texto con un capital idealista muy alto. Diversas
circunstancias -sobre todo la consagración de Rulfo en
la Feria del Libro en Frankfurt- ayudaron a que el capital idealista
de Pedro Páramo muy rápido se transformara
en capital real para Rulfo y sus editores.
- Las obras del novelista judío
Leo Perutz durante varias décadas se habían olvidado
totalmente. De hecho, Perutz no pudo vivir de la literatura. A
finales de los años 80 hay un verdadero renacimiento de
sus novelas, un pequeño boom Perutz, que se debe
sobre todo a una revaloración paralela de la novela policíaca.
Perutz murió en 1957, es decir, la transformación
llegó demasiado tarde para él, pero llegó...
- El novelista francés
Pierre Loti fue, alrededor de 1900, uno de los autores más
exitosos de Europa. Sus narraciones alcanzaron tirajes entonces
muy excepcionales. Su influencia llegó hasta América
latina: el Japón de Tablada en realidad es el de Loti.
El éxito de sus novelas hasta le aseguró un lugar
en la sacrosanta Academia Francesa. Loti era millonario. Mas:
sus novelas no tenían ningún capital idealista.
Consecuencia: Loti hoy sólo es una referencia para especialistas
del orientalismo literario.
- Actualmente uno de los autores
mexicanos más populares en Europa es Paco Ignacio Taibo
II. Sus novelas, que Taibo produce casi industrialmente, se venden
y leen y comentan con fervor en los círculos intelectuales
de Francia y Alemania. Pero: La crítica académica
y -¿será envidia?- sus colegas latinoamericanos
le conceden cero talento y, por ende, cero capital idealista.
Tenemos que esperar algunos años para darnos cuenta si
el nombre de Taibo realmente desaparece del mundo literario o
no...
La lista de ejemplos se podría
alargar ilimitadamente. Queda claro que el esquema de Bourdieu simplifica
mucho las cosas, lo que el francés mismo sabe. Sin embargo,
es un excelente punto de partida para cualquier estudio que se ocupa
de la relación de las humanidades con el poder.
Una época muy rica en este
sentido, en México, fue el Porfiriato, mejor dicho: la multicitada
paz porfiriana que posibilitó el florecimiento de la cultura
en general, de las letras en especial. Todos sabemos que bajo don
Porfirio escribieron los modernistas: Gutiérrez Nájera,
Nervo, Tablada, la Revista Azul, la Revista Moderna,
etc. Es decir, a primera vista, el poder y el arte vivían
en plena armonía. Pero así no fue.
En las memorias de Jesús
E. Valenzuela se leen los siguientes elogios de Porfirio Díaz:
"Los que tenemos algún recuerdo de aquellos días
no podemos por menos que ser porfiristas, pues no se hablaba de
otra cosa en la República. Porfirio Díaz era legendario"
(Valenzuela, 2001: 53). Y un poco más adelante: "El
país no se ha equivocado; el general Díaz es un hombre
de Estado que no sólo ha sabido hacerse un nombre en los
campos de batalla sino también en los campos de la paz. A
él se le debe ésta y la nación no debe olvidarlo
nunca" (: 55). Valenzuela muere en el D.F. en 1911, dicta -ya
atado a la cama- sus memorias en 1908. Realmente es el testimonio
de una época decadente. La paz porfiriana, que permitió
a muchos intelectuales una vida lejos de la política, llegó
a su fin definitivo. Es sabido que esta tranquilidad se compró
por el precio de una libertad de palabra muy limitada. Precisamente
el no escribir sobre política y miserias sociales la generó.
Díaz subyugaba sutilmente la posible oposición de
los escritores. Un claro indicio para eso es el número de
las publicaciones periódicas que surgieron durante el Porfiriato.
Por un lado fue una época de auge para la prensa mexicana.
Nunca antes había tantos diarios y revistas como en los años
de 1876 a 1910. Florence Toussaint registra 576 nuevas publicaciones
sólo en la capital. Pero, con el poder consolidado de Porfirio
Díaz, la discusión política en los periódicos
se transformó en una farsa manipulada por una censura más
o menos directa. Claro indicio de eso: el número de publicaciones
disminuye en la segunda mitad del Porfiriato, posiblemente porque
el presidente ya no necesita de voces a su favor, y mucho menos
en su contra (Toussaint, 1989: 21). La discusión eterna entre
liberales y conservadores se relegó a las páginas
culturales de los periódicos. Pelearse acerca de temas literario-artísticos
no podía hacer daño a nadie, aunque atrás de
esas peleas intelectuales se escondía el debate político
de siempre. Gutiérrez Nájera, harto de esa situación,
inauguró la Revista Azul, en la que las artes debían
tener un foro exclusivo sin participación de la política.
La prolongación lógica de la Revista Azul fue
la Revista Moderna, dirigida por, precisamente, Jesús
E. Valenzuela. Las dos publicaciones representan un error grave,
pero entendible: Los artistas y escritores huyen de la política
a un reino evasivo de lo ideal. Con ello hacen un gran favor a don
Porfirio, ya que lo liberan de todo un grupo de opositores potenciales.
Es decir, el negar la política resulta ser un apoyo para
el poder. La famosa paz porfiriana no la hizo Díaz, sino
los intelectuales de su tiempo, los que, paradójicamente,
elogiaron a Díaz por haber garantizado esa tranquilidad,
que ellos mismos construyeron artificialmente. De esta manera se
explican las adulaciones de Valenzuela, ya que no tenía ninguna
necesidad de elogiarlo. Ganó sus millones en la compra de
terrenos alrededor del entonces desértico Paseo de la Reforma,
su sede en la cámara de diputados era herencia familiar;
derrochaba su fortuna con sus amigos artistas, pero tenía
medios de recuperar parte de ella. Adulando a don Porfirio no podía
ganar nada, y no ganó nada, "sólo" expresó
el inevitable letargo político de la generación modernista
en México. De veras creía en el papel de Díaz
como pacificador.
Los modernistas, principales representantes
de las dos revistas mencionadas, se encontrarían, en el esquema
de Bourdieu, al lado del capital real. Mas: sus obras indudablemente
tenían muchísimo capital idealista. Funciona el modelo
de Bourdieu, pero no toma en cuenta que eventualmente el poder no
retribuye la fidelidad de los artistas con capital, sino, en el
caso mexicano, sencillamente con que los deja en paz. Sabemos que
Gutiérrez Nájera tuvo que producir crónicas
y cuentos en cantidades industriales para poder vivir de la pluma,
es sabido que Amado Nervo buscó desesperadamente puestos
diplomáticos para permitirse la composición de sus
poemas devotos, y de sus cuentos no tan devotos, es sabido que Tablada
ganó una pequeña fortuna como vendedor de automóviles
y coleccionista de objetos de arte oriental. Precisamente el caso
de Tablada muestra las consecuencias nefastas de la actitud descrita.
Completamente alejado de la realidad social de su país se
enclaustra en su casa de Coyoacán, escondiéndose,
lleno de pánico, de los zapatistas, buscando, después
de la Revolución, la protección de Victoriano Huerta
y negando sus ambiciones poéticas revolucionarias para poder
seguir viviendo en su palacio artificial de lo estético.
Cuando Tablada finalmente tiene que dejar la casa de Coyoacán
muere el modernismo, y muere también la indiferencia política
de sus representantes.
El gran capital idealista de las
obras modernistas, por otro lado, no se puede negar. Su rebelión
literaria no sólo abrió el camino a las diversas vanguardias
del siglo XX, sino influye hasta hoy en la actitud de los escritores
frente al lenguaje. Su pose de poetas-dioses, enclaustrados en el
reino del arte, hizo patente lo hueco de la sociedad porfiriana,
que obligó a la construcción de reinos paralelos para
poder sobrevivir en ella; y, nolens volens, ayudó
a preparar su trágico final. Ampliando un poco el modelo
de Bourdieu, me atrevo a formular el siguiente oxímoron:
Los modernistas acumularon capital real ficticio que, afortunadamente,
no quitó capital idealista a sus obras. Buscaron el poder
y se dejaron engañar por él, y todo eso muy a gusto.
Gutiérrez Nájera,
Nervo, Tablada: acabo de hablar de los clásicos del modernismo
mexicano. Pero hubo muchos otros, hoy olvidados o relegados a unas
entradas de tres renglones en la inmortal monografía de Max
Henríquez Ureña. ¿Qué pasó con
autores como Alberto Leduc, Rubén M. Campos, Francisco Olaguíbel,
o Bernardo Couto Castillo? Siguiendo el modelo de Bourdieu surge
necesariamente la pregunta: ¿Sólo buscaron el capital
real y, como castigo, fueron olvidados? Es todo lo contrario. No
tuvieron los medios, o no manejaron el suficiente grado de lambisconería
para buscarlo. Totalmente ignorados por el poder político,
fueron ignorados igualmente por el poder editorial. Las publicaciones
más o menos lucrativas se abrieron para Nervo y Tablada,
los que acabo de mencionar se tuvieron que contentar con verse impresos
en revistas especializadas -que pagaron mal o no pagaron-, o en
libros efímeros. El malogrado Couto Castillo podría
ser, con todo derecho, el Rimbaud de las letras mexicanas. Algunas
de sus narraciones se adelantan varias décadas a su época.
Pero, ¿cómo conocerlo si no hay ediciones? Couto tuvo
suerte, ya que desde hace dos años existe una edición
accesible de sus cuentos. La transformación de capital idealista
en capital real sólo se tardó 100 años. Muchos
otros siguen esperando.
El austriaco Robert Schneider escribió
con su bestseller Schlafes Bruder (La hermana del sueño)
una maravillosa parábola sobre el poder de las instituciones
culturales y políticas. Su protagonista, Johannes Elias Alder,
es quizás el músico más genial de toda la historia,
con un oído mucho más fino que el de Mozart. Mas Alder
no sabe escribir notas musicales, ya que nace en un pueblo de los
Alpes, olvidado en el espacio y el tiempo. Las instituciones escolares
y sociales nunca van a llegar a ese lugar. La absoluta falta de
relación con el poder impide que las obras geniales de Alder
se escuchen más allá de su pueblo, donde, además,
nadie las puede entender. El poder tiene el poder de ignorar o alejar
las artes y las letras. Los artistas y los intelectuales, a más
tardar con la institucionalización de sus oficios, ya no
tienen el poder de escoger entre capital real y capital idealista.
En este sentido el esquema de Bourdieu necesita una pequeña
corrección.
Michael Moore vive escondido, y
probablemente contento, en su pequeña empresa fílmica,
y no constituye ningún peligro para la administración
Bush. De la misma manera los modernistas mexicanos del 1900 vivían
-a veces contentos- en su reino bohemio de la idealidad; no en balde
las últimas décadas del siglo XIX también trajeron
la institucionalización de las artes a México. Tampoco
ellos podían elegir entre capital real e idealista.
Para evitar el castigo más
severo, es decir, el de ser ignorado por el poder, sea político,
editorial, social, cultural, la lambisconería se transformó
en una herramienta imprescindible para la mayoría de los
artistas / intelectuales del siglo XX. ¿Y por qué
no? Tal herramienta está a punto de transformarse en un nuevo
género literario, como demostró hace poco Efrén
Minero con el caso de Salvador Novo. Pongo como ejemplo la siguiente
lambisconería sumamente poética, con la que Novo pretende
ganar la amistad de Ávila Camacho: "Me habría
gustado mucho profundizar en el espíritu de don Maximino
[...] No hubo tiempo ni forma, aunque quizás habría
en él una disposición, que yo no podría medir
con relación a su genérica bondad para con todo el
mundo, a admitirme en su amistad" (Minero, 2002: 51). ¿Quién
renunciaría a leer a Novo por tales productos adulatorios?
Pero muy poca gente lo leería si nunca hubiera buscado el
poder. Desgraciadamente...
¿Un panorama realmente triste,
entonces? ¿De intelectuales castrados y lambiscones? No cabe
duda: el intelectual, el artista, el escritor ya no generan la vida
social y política, y mucho menos la pueden cambiar, pero
sí la pueden analizar y verdaderamente penetrar con sus herramientas,
con la palabra en primer lugar. Pueden confiar en el poder erosivo
de ella, con la fórmula de Rilke: "Son los más
solitarios que más participan en la comunidad". Me permito
usar otra grosería mexicanísima que, a más
tardar con Paz y Fuentes, se acepta hasta en los círculos
más finos: el intelectual como "el chingaquedito"
que se da cuenta de que la palabra puede construir un mundo, pero
-desgraciadamente o afortunadamente- no puede deconstruir la realidad.
El discurso intelectual debe darse cuenta que sólo puede
esperar a que algún día la realidad se adecue a su
palabra. Es decir, estamos hablando de un sistema escatológico,
del que -bien que mal- el cristianismo vive con bastante éxito
desde hace 2000 años. No se trata de escapismo, de refugiarse
de nuevo en la torre de marfil, sino de paciencia y perseverancia.
En otras palabras: el intelectual debe, de una vez por todas, asumir
su papel de solitario que grita en el desierto. Pero, ¡qué
nunca deje de gritar!
Referencias:
Bourdieu, Pierre. Die Regeln
der Kunst. Trad. del francés al alemán: Bernd
Schwibs y Achim Russer. Frankfurt: Suhrkamp, 1999.
Henríquez-Ureña,
Max. Breve historia del modernismo. México: FCE, 1954.
Minero, Efrén. "Dedicatorias".
Tierra Adentro. 113. Dic. 2001 - Ene. 2002: 50 - 53.
Rilke, Rainer Maria. "Feder
und Schwert". Wladimir der Wolkenmaler. Frankfurt: Suhrkamp,
1977. 9 - 13.
Schneider, Robert. Schlafes
Bruder. Leipzig: Reclam, 1992.
Toussaint, Florence. Escenario
de la prensa en el Porfiriato. México: Fundación
Manuel Buendía, 1989.
Valenzuela, Jesús E.
Mis recuerdos. Manojo de rimas. Ed. Vicente Quirarte. México:
CONACULTA, 2001.
Mtro.
Andreas Kurz
Profesor del ITESM
Campus Querétaro, Qro.
Colaborador de varias revistas especializadas en Austria, así
como en Sábado de Unomásuno y
en la Revista de Literatura Mexicana Contemporánea
de El Paso, Texas. EUA |