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Abril - Mayo 2003

 

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Las Humanidades entre la Impotencia y la Lambisconería
 

Por Andreas Kurz
Número 32

En un cuento de juventud (1893), el poeta Rainer Maria Rilke describe cómo la pluma del humanismo gana a la espada de la guerra, y concluye con las palabras: "La espada, entre tanto, se quedó en silencio en un rincón oscuro. Creo que no se vanaglorió nunca jamás" (Rilke, 1977: 12, la traducción es mía). A más tardar en estos días nos damos cuenta de que la narración de Rilke es el producto del romanticismo político de un púber de escasos 18 años de edad. Romanticismo político muy legítimo, del que todos sufrimos tarde o temprano, del que algunos nunca se curan, pero el que se encuentra con los pies más lejos de la tierra que el romanticismo más místico de la cultura alemana, el de Novalis, para el cual -como es sabido- la verdadera vida es la muerte. Hoy sabemos que el contrato de paz, mediante el cual, según Rilke, la pluma vence a la espada, no vale ni siquiera la tinta con la que se firmó. Hecho del que Rilke todavía se pudo enterar en 1914. Nos tuvimos que dar cuenta de que las voces "poderosas" de Gabriel García Márquez, Eduardo Galeano, Carlos Fuentes -me refiero a un artículo reciente en La Reforma-, o Günther Grass no podían cambiar en absoluto la decisión de guerra de George W. Bush. Es muy dudoso que la famosa carta de Gabo, transmitida en cadena electrónica, haya alcanzado la Casa Blanca; el consejo médico del Premio Nobel Grass -qué Bush consulte un buen psicoanalista- nunca hizo el viaje a través del Atlánico; y es muy improbable también que el lúcido y muy sensible análisis de Galeano, publicado hace poco en Uruguay, haya conmovido a algún lector cerca del presidente estadounidense. Y si, contra toda probabilidad, llegó a manos de Bush, no lo hubiera podido leer, aunque se lo hubieran traducido, ya que la alfabetización de Bush no parece haber llegado a un nivel muy avanzado. La pluma fracasa rotundamente ante la ignorancia y la falta de relación alguna con las letras. Pero tampoco el valiente discurso de Michael Moore, en la última entrega de los "Oscares", transmitido en cadena nacional en todo EE.UU., surtió efecto. La industria cultural de Norteamérica relegó al incómodo Moore a un sitio aislado, donde puede decir lo que se le antoje, de todas maneras sólo una minoría de intelectuales más o menos chiflados lo escuchará. Moore dispone de la empresa Dog Eat Dog Films, ahí puede transmitir sus análisis críticos y agresivos de la sociedad estadounidense, que el gran público de antemano ignora, ya que traen precisamente la etiqueta de Dog Eat Dog Films. Moore hasta dispone de un Oscar, en la categoría de mejor documental, es decir, películas hechas para la misma minoría de intelectuales chiflados. Moore denunció en el Kodak Theater al presidente ficticio de EE.UU., que va a la guerra por motivos ficticios, denominación brillante que sólo una minoría de intelectuales chiflados entenderá. En una palabra: no hay que tomarlo en serio.

Los intelectuales occidentales cayeron en una trampa que ellos mismos pusieron. El discurso moderno y posmoderno se complicó de una manera que de antemano impidió su trascendencia en círculos ubicados fuera de él mismo. Se le reservó un espacio en universidades y publicaciones de muy poco alcance. Ni en Francia, donde el intelectual se gusta en el papel de figura pública, ni en EE.UU., donde pensadores como Susan Sontag, Julia Kristeva o Noam Chomsky se denominan conciencia de la nación, el discurso intelectual-humanístico logra salir de su escondite.

Hace algunos años, en Alemania, Odo Marquard definió el papel de las humanidades como conciencia y regulador de las ciencias naturales y sociales, por ende, de la política. Pero hasta la fecha las humanidades no son capaces de propagar tal papel. Probablemente nunca lo eran y nunca lo serán.

No quiero hablar de una crisis de las humanidades descubierta por la guerra contra Iraq. Tal crisis, en realidad, existe desde que las letras y el arte empezaron a llevar una vida institucionalizada, no tiene remedio, y no es nada grave, ya que nos da un tema inagotable de discusión, y nos da una razón para quejarnos y, ¡qué bonito es poder quejarse!... Quiero hablar de la relación frágil entre las letras y el poder, y quiero llegar a la conclusión que -a pesar de todo- las humanidades sí influyen en el poder, que su potencial de renovación sigue vigente. Seguramente se trata de una conclusión forzada, de un autoengaño, pero: ¿cómo podrían justificar las humanidades su existencia, si no mediante el autoengaño?

Sirva como lema para las siguientes elucubraciones otra cita de Rilke, ya mucho menos ingenua: "Son los más solitarios que más participan en la comunidad".

El sociólogo francés Pierre Bourdieu, en un libro del año 1992, pretende establecer Las reglas del arte, así el título del texto. No se trata de reglas artísticas propiamente dicho, de las herramientas que usan el escritor, el pintor, el músico; se trata de reglas sociales que rigen la relación de las humanidades (literatura, pintura, música y el discurso crítico sobre ellas) con las diferentes esferas del poder (la política, pero también los editores, las revistas, los salones de arte). En realidad es un laberinto de relaciones sumamente complejo, del que escogeré sólo un aspecto:

Bourdieu pone al escritor novato frente a una decisión horrible. Si escoge el capital económico / real, acepta el olvido futuro; si se decide por el capital idealista / utópico, sabe que va a vivir en la miseria. El capital idealista se puede transformar en capital real, pero no se sabe cuándo. Si el escritor tiene suerte tal cambio se efectúa antes de su muerte. Pero aun así probablemente él no aprovechará el nuevo capital, sino sólo sus editores. El capital real, según Bourdieu, nunca se transformará en capital idealista, por ende, los autores que lo escogieron, a fuerza se olvidarán; si tienen suerte encuentran un sepulcro de honor en alguna historia literaria nacional, de donde -en ocasiones- los sacan a la luz universitaria los investigadores de la literatura. Algunos ejemplos:

  1. Los primeros relatos publicados por Juan Rulfo se ignoran por completo. La misma suerte corrió la primera edición del Pedro Páramo. Pero esta novela es un texto con un capital idealista muy alto. Diversas circunstancias -sobre todo la consagración de Rulfo en la Feria del Libro en Frankfurt- ayudaron a que el capital idealista de Pedro Páramo muy rápido se transformara en capital real para Rulfo y sus editores.
  2. Las obras del novelista judío Leo Perutz durante varias décadas se habían olvidado totalmente. De hecho, Perutz no pudo vivir de la literatura. A finales de los años 80 hay un verdadero renacimiento de sus novelas, un pequeño boom Perutz, que se debe sobre todo a una revaloración paralela de la novela policíaca. Perutz murió en 1957, es decir, la transformación llegó demasiado tarde para él, pero llegó...
  3. El novelista francés Pierre Loti fue, alrededor de 1900, uno de los autores más exitosos de Europa. Sus narraciones alcanzaron tirajes entonces muy excepcionales. Su influencia llegó hasta América latina: el Japón de Tablada en realidad es el de Loti. El éxito de sus novelas hasta le aseguró un lugar en la sacrosanta Academia Francesa. Loti era millonario. Mas: sus novelas no tenían ningún capital idealista. Consecuencia: Loti hoy sólo es una referencia para especialistas del orientalismo literario.
  4. Actualmente uno de los autores mexicanos más populares en Europa es Paco Ignacio Taibo II. Sus novelas, que Taibo produce casi industrialmente, se venden y leen y comentan con fervor en los círculos intelectuales de Francia y Alemania. Pero: La crítica académica y -¿será envidia?- sus colegas latinoamericanos le conceden cero talento y, por ende, cero capital idealista. Tenemos que esperar algunos años para darnos cuenta si el nombre de Taibo realmente desaparece del mundo literario o no...

La lista de ejemplos se podría alargar ilimitadamente. Queda claro que el esquema de Bourdieu simplifica mucho las cosas, lo que el francés mismo sabe. Sin embargo, es un excelente punto de partida para cualquier estudio que se ocupa de la relación de las humanidades con el poder.

Una época muy rica en este sentido, en México, fue el Porfiriato, mejor dicho: la multicitada paz porfiriana que posibilitó el florecimiento de la cultura en general, de las letras en especial. Todos sabemos que bajo don Porfirio escribieron los modernistas: Gutiérrez Nájera, Nervo, Tablada, la Revista Azul, la Revista Moderna, etc. Es decir, a primera vista, el poder y el arte vivían en plena armonía. Pero así no fue.

En las memorias de Jesús E. Valenzuela se leen los siguientes elogios de Porfirio Díaz: "Los que tenemos algún recuerdo de aquellos días no podemos por menos que ser porfiristas, pues no se hablaba de otra cosa en la República. Porfirio Díaz era legendario" (Valenzuela, 2001: 53). Y un poco más adelante: "El país no se ha equivocado; el general Díaz es un hombre de Estado que no sólo ha sabido hacerse un nombre en los campos de batalla sino también en los campos de la paz. A él se le debe ésta y la nación no debe olvidarlo nunca" (: 55). Valenzuela muere en el D.F. en 1911, dicta -ya atado a la cama- sus memorias en 1908. Realmente es el testimonio de una época decadente. La paz porfiriana, que permitió a muchos intelectuales una vida lejos de la política, llegó a su fin definitivo. Es sabido que esta tranquilidad se compró por el precio de una libertad de palabra muy limitada. Precisamente el no escribir sobre política y miserias sociales la generó. Díaz subyugaba sutilmente la posible oposición de los escritores. Un claro indicio para eso es el número de las publicaciones periódicas que surgieron durante el Porfiriato. Por un lado fue una época de auge para la prensa mexicana. Nunca antes había tantos diarios y revistas como en los años de 1876 a 1910. Florence Toussaint registra 576 nuevas publicaciones sólo en la capital. Pero, con el poder consolidado de Porfirio Díaz, la discusión política en los periódicos se transformó en una farsa manipulada por una censura más o menos directa. Claro indicio de eso: el número de publicaciones disminuye en la segunda mitad del Porfiriato, posiblemente porque el presidente ya no necesita de voces a su favor, y mucho menos en su contra (Toussaint, 1989: 21). La discusión eterna entre liberales y conservadores se relegó a las páginas culturales de los periódicos. Pelearse acerca de temas literario-artísticos no podía hacer daño a nadie, aunque atrás de esas peleas intelectuales se escondía el debate político de siempre. Gutiérrez Nájera, harto de esa situación, inauguró la Revista Azul, en la que las artes debían tener un foro exclusivo sin participación de la política. La prolongación lógica de la Revista Azul fue la Revista Moderna, dirigida por, precisamente, Jesús E. Valenzuela. Las dos publicaciones representan un error grave, pero entendible: Los artistas y escritores huyen de la política a un reino evasivo de lo ideal. Con ello hacen un gran favor a don Porfirio, ya que lo liberan de todo un grupo de opositores potenciales. Es decir, el negar la política resulta ser un apoyo para el poder. La famosa paz porfiriana no la hizo Díaz, sino los intelectuales de su tiempo, los que, paradójicamente, elogiaron a Díaz por haber garantizado esa tranquilidad, que ellos mismos construyeron artificialmente. De esta manera se explican las adulaciones de Valenzuela, ya que no tenía ninguna necesidad de elogiarlo. Ganó sus millones en la compra de terrenos alrededor del entonces desértico Paseo de la Reforma, su sede en la cámara de diputados era herencia familiar; derrochaba su fortuna con sus amigos artistas, pero tenía medios de recuperar parte de ella. Adulando a don Porfirio no podía ganar nada, y no ganó nada, "sólo" expresó el inevitable letargo político de la generación modernista en México. De veras creía en el papel de Díaz como pacificador.

Los modernistas, principales representantes de las dos revistas mencionadas, se encontrarían, en el esquema de Bourdieu, al lado del capital real. Mas: sus obras indudablemente tenían muchísimo capital idealista. Funciona el modelo de Bourdieu, pero no toma en cuenta que eventualmente el poder no retribuye la fidelidad de los artistas con capital, sino, en el caso mexicano, sencillamente con que los deja en paz. Sabemos que Gutiérrez Nájera tuvo que producir crónicas y cuentos en cantidades industriales para poder vivir de la pluma, es sabido que Amado Nervo buscó desesperadamente puestos diplomáticos para permitirse la composición de sus poemas devotos, y de sus cuentos no tan devotos, es sabido que Tablada ganó una pequeña fortuna como vendedor de automóviles y coleccionista de objetos de arte oriental. Precisamente el caso de Tablada muestra las consecuencias nefastas de la actitud descrita. Completamente alejado de la realidad social de su país se enclaustra en su casa de Coyoacán, escondiéndose, lleno de pánico, de los zapatistas, buscando, después de la Revolución, la protección de Victoriano Huerta y negando sus ambiciones poéticas revolucionarias para poder seguir viviendo en su palacio artificial de lo estético. Cuando Tablada finalmente tiene que dejar la casa de Coyoacán muere el modernismo, y muere también la indiferencia política de sus representantes.

El gran capital idealista de las obras modernistas, por otro lado, no se puede negar. Su rebelión literaria no sólo abrió el camino a las diversas vanguardias del siglo XX, sino influye hasta hoy en la actitud de los escritores frente al lenguaje. Su pose de poetas-dioses, enclaustrados en el reino del arte, hizo patente lo hueco de la sociedad porfiriana, que obligó a la construcción de reinos paralelos para poder sobrevivir en ella; y, nolens volens, ayudó a preparar su trágico final. Ampliando un poco el modelo de Bourdieu, me atrevo a formular el siguiente oxímoron: Los modernistas acumularon capital real ficticio que, afortunadamente, no quitó capital idealista a sus obras. Buscaron el poder y se dejaron engañar por él, y todo eso muy a gusto.

Gutiérrez Nájera, Nervo, Tablada: acabo de hablar de los clásicos del modernismo mexicano. Pero hubo muchos otros, hoy olvidados o relegados a unas entradas de tres renglones en la inmortal monografía de Max Henríquez Ureña. ¿Qué pasó con autores como Alberto Leduc, Rubén M. Campos, Francisco Olaguíbel, o Bernardo Couto Castillo? Siguiendo el modelo de Bourdieu surge necesariamente la pregunta: ¿Sólo buscaron el capital real y, como castigo, fueron olvidados? Es todo lo contrario. No tuvieron los medios, o no manejaron el suficiente grado de lambisconería para buscarlo. Totalmente ignorados por el poder político, fueron ignorados igualmente por el poder editorial. Las publicaciones más o menos lucrativas se abrieron para Nervo y Tablada, los que acabo de mencionar se tuvieron que contentar con verse impresos en revistas especializadas -que pagaron mal o no pagaron-, o en libros efímeros. El malogrado Couto Castillo podría ser, con todo derecho, el Rimbaud de las letras mexicanas. Algunas de sus narraciones se adelantan varias décadas a su época. Pero, ¿cómo conocerlo si no hay ediciones? Couto tuvo suerte, ya que desde hace dos años existe una edición accesible de sus cuentos. La transformación de capital idealista en capital real sólo se tardó 100 años. Muchos otros siguen esperando.

El austriaco Robert Schneider escribió con su bestseller Schlafes Bruder (La hermana del sueño) una maravillosa parábola sobre el poder de las instituciones culturales y políticas. Su protagonista, Johannes Elias Alder, es quizás el músico más genial de toda la historia, con un oído mucho más fino que el de Mozart. Mas Alder no sabe escribir notas musicales, ya que nace en un pueblo de los Alpes, olvidado en el espacio y el tiempo. Las instituciones escolares y sociales nunca van a llegar a ese lugar. La absoluta falta de relación con el poder impide que las obras geniales de Alder se escuchen más allá de su pueblo, donde, además, nadie las puede entender. El poder tiene el poder de ignorar o alejar las artes y las letras. Los artistas y los intelectuales, a más tardar con la institucionalización de sus oficios, ya no tienen el poder de escoger entre capital real y capital idealista. En este sentido el esquema de Bourdieu necesita una pequeña corrección.

Michael Moore vive escondido, y probablemente contento, en su pequeña empresa fílmica, y no constituye ningún peligro para la administración Bush. De la misma manera los modernistas mexicanos del 1900 vivían -a veces contentos- en su reino bohemio de la idealidad; no en balde las últimas décadas del siglo XIX también trajeron la institucionalización de las artes a México. Tampoco ellos podían elegir entre capital real e idealista.

Para evitar el castigo más severo, es decir, el de ser ignorado por el poder, sea político, editorial, social, cultural, la lambisconería se transformó en una herramienta imprescindible para la mayoría de los artistas / intelectuales del siglo XX. ¿Y por qué no? Tal herramienta está a punto de transformarse en un nuevo género literario, como demostró hace poco Efrén Minero con el caso de Salvador Novo. Pongo como ejemplo la siguiente lambisconería sumamente poética, con la que Novo pretende ganar la amistad de Ávila Camacho: "Me habría gustado mucho profundizar en el espíritu de don Maximino [...] No hubo tiempo ni forma, aunque quizás habría en él una disposición, que yo no podría medir con relación a su genérica bondad para con todo el mundo, a admitirme en su amistad" (Minero, 2002: 51). ¿Quién renunciaría a leer a Novo por tales productos adulatorios? Pero muy poca gente lo leería si nunca hubiera buscado el poder. Desgraciadamente...

¿Un panorama realmente triste, entonces? ¿De intelectuales castrados y lambiscones? No cabe duda: el intelectual, el artista, el escritor ya no generan la vida social y política, y mucho menos la pueden cambiar, pero sí la pueden analizar y verdaderamente penetrar con sus herramientas, con la palabra en primer lugar. Pueden confiar en el poder erosivo de ella, con la fórmula de Rilke: "Son los más solitarios que más participan en la comunidad". Me permito usar otra grosería mexicanísima que, a más tardar con Paz y Fuentes, se acepta hasta en los círculos más finos: el intelectual como "el chingaquedito" que se da cuenta de que la palabra puede construir un mundo, pero -desgraciadamente o afortunadamente- no puede deconstruir la realidad. El discurso intelectual debe darse cuenta que sólo puede esperar a que algún día la realidad se adecue a su palabra. Es decir, estamos hablando de un sistema escatológico, del que -bien que mal- el cristianismo vive con bastante éxito desde hace 2000 años. No se trata de escapismo, de refugiarse de nuevo en la torre de marfil, sino de paciencia y perseverancia. En otras palabras: el intelectual debe, de una vez por todas, asumir su papel de solitario que grita en el desierto. Pero, ¡qué nunca deje de gritar!


Referencias:

Bourdieu, Pierre. Die Regeln der Kunst. Trad. del francés al alemán: Bernd Schwibs y Achim Russer. Frankfurt: Suhrkamp, 1999.
Henríquez-Ureña, Max. Breve historia del modernismo. México: FCE, 1954.
Minero, Efrén. "Dedicatorias". Tierra Adentro. 113. Dic. 2001 - Ene. 2002: 50 - 53.
Rilke, Rainer Maria. "Feder und Schwert". Wladimir der Wolkenmaler. Frankfurt: Suhrkamp, 1977. 9 - 13.
Schneider, Robert. Schlafes Bruder. Leipzig: Reclam, 1992.
Toussaint, Florence. Escenario de la prensa en el Porfiriato. México: Fundación Manuel Buendía, 1989.
Valenzuela, Jesús E. Mis recuerdos. Manojo de rimas. Ed. Vicente Quirarte. México: CONACULTA, 2001.


Mtro. Andreas Kurz
Profesor del ITESM Campus Querétaro, Qro. Colaborador de varias revistas especializadas en Austria, así como en Sábado de Unomásuno y en la Revista de Literatura Mexicana Contemporánea de El Paso, Texas. EUA