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JUEGO DE OJOS
EL PERRO RABIOSO DEL BARRIO
Por Miguel Ángel Sánchez de Armas
El affaire del tabloide sensacionalista inglés News of the World ha puesto en primer plano el viejo debate de la relación gobierno – medios, los límites que debe guardar y los espacios en que debe moverse.
No hay una sociedad en el mundo que no haya vivido este asunto con mayor o menor tensión -incluso las autoritarias- pero en el caso inglés lo que interesa es que se confirma que en el fondo son tanto los medios como las instituciones quienes se ponen a prueba cuando surge una controversia sobre lo que los primeros reclaman en función de su labor de divulgadores y la rendición de cuentas a que están obligadas la segundas.
En una entrega anterior de JdO escribí que “Walter Lippmann entendió bien los alcances movilizadores de la prensa y su función al interior de la sociedad, pero llegó a una aguda conclusión: la prensa no puede suplir a las instituciones políticas. Lippmann escribía en 1922 y sus ideas no han perdido vigencia: mejorar los sistemas de recolección y presentación de las noticias no es suficiente para perfeccionar la democracia, pues verdad y noticia no son sinónimos. La función de la noticia es resaltar un hecho o un evento. La de la verdad, sacar a luz datos ocultos. La prensa –hoy los medios-, en una de las afortunadas metáforas de Lippmann, es como un faro cuyo haz de luz recorre incesantemente una sociedad e ilumina momentáneamente, aquí y allá, diversos episodios. Y si bien éste es un trabajo socialmente necesario y meritorio, es insuficiente, pues los ciudadanos no pueden involucrarse en el gobierno de sus sociedades conociendo sólo hechos aislados.”
La pregunta es si tal función de “faro” que ilumina facetas del acontecer social incluye grabar ilegalmente conversaciones telefónicas o intervenir sistemas de mensajes breves, como llevaron a cabo reporteros del News of the World en numerosas oportunidades, entre ellas en el caso de una niña de 13 años que fue raptada y posteriormente asesinada. Estremece pensar que al borrar los textos de la menor para garantizar su “exclusiva” los periodistas hayan propiciado su muerte.
En México tenemos nuestra cuota de eventos que tienen que ver con el uso cuestionable de información. ¿El fin justifica los medios? El gobernador Marín de Puebla, el perredista Bejarano, el ingeniero Salinas, el rojo Fidel, los soldados asesinados a golpes, las notas inducidas por el crimen organizado e infinidad de episodios en donde los medios impresos y electrónicos sirven como picos de ganso para publicitar situaciones que a un poder, institucional o criminal, conviene difundir entre la población, mantienen caliente la discusión sobre el papel de los medios en nuestra sociedad de círculos rojos y verdes.
La diferencia que vemos en nuestro país con el caso inglés es que allá han comenzado a rodar cabezas y muy probablemente cuando esta columna se publique el gobierno de David Cameron esté herido de muerte, mientras que entre nosotros gozan de cabal salud los que grabaron, quienes les pagaron y los que publicaron. Como bien nos recuerda John Burns (The New York Times, 18 de julio),“Más allá de la inmediatez política, hay un sentir creciente en el país que la crisis ha hecho preguntas fundamentales sobre la cultura de la colusión entre políticos y la prensa […]”.
Colusión entre políticos y la prensa. He aquí el tema relevante. No hay sistema que no vea en los medios un instrumento de gobierno y que no procure alinearlos a su proyecto político. Y no hay conjunto de medios que no tenga claro que el sistema es el principal proveedor de información política. Mantener el equilibrio entre estas visiones sin que el necesario terreno común se convierta en único, es uno de los sostenes del espacio republicano y democrático.
En México somos testigos frecuentes de episodios en donde un medio impreso o electrónico revela hechos que podrían ser delitos, en una acción que también pudiera configurarse como ilegal, mas aparentemente el morbo generalizado por atisbar en las cañerías del poder y la displicencia o el temor de la autoridad frente a los poderosos barones de la prensa, cuando no la colusión, impiden que éstos sean tocados ni con el más leve rozón de un acta indagatoria.
El martes pasado vimos a un farisaico Rupert Murdoch declarar su mansedumbre frente al imperio de la ley. No dudó en cerrar una de las publicaciones más antiguas del mundo para proteger sus negocios y no ser vetado en la venta de un sistema de televisión de paga, mientras decenas de trabajadores del News of the World eran echados a la calle sin empleo y Sean Hoare, quien primero alertó sobre las prácticas de escuchas ilegales para obtener información escandalosa en complicidad con agentes de Scotland Yard, la legendaria y (ya no tan) distinguida corporación policiaca al servicio de la Pérfida Albión, era encontrado muerto. Los investigadores prontamente declararon que nada había de criminal en el deceso, y que Hoare tenía una larga historia de abuso de alcohol y drogas, pero la sospecha de que fue silenciado quedará ahí ensombreciendo aún más el caso.
El régimen de propiedad de los medios, generalmente privado, no cancela el riesgo de corrupción debido al ejercicio prolongado de una actividad que, a diferencia de muchas otras actividades comerciales, se nutre justamente del contacto con el poder. Un ejemplo de libro de texto es precisamente el imperio Murdoch, el séptimo conglomerado en el mundo. El australiano se ha hecho propietario de los cabezales más simbólicos de los medios occidentales gracias a la libertad de operaciones que dan los mercados abiertos. Es válido plantear que la necesidad de poner una barrera entre el legítimo interés comercial y el legítimo ejercicio de la actividad periodística sigue siendo asunto a discutir en profundidad.
Se podría plantear la alternancia en el poder en el manejo de los medios -no necesariamente en el cambio de propietarios- lo cual cabría perfectamente en un código de ética, tema tan de moda en estos días. Debemos preguntarnos si en el fondo no hemos tenido que aprender a vivir con un nuevo fundamentalismo, que podría expresarse así: los medios –como continuidad- se consideran depositarios de la verdad y de las necesidades sociales, sobre todo si de derechos democráticos y de justicia se trata. Pero no sólo por la actividad que les es propia, que es la de investigar, recoger y difundir los hechos cotidianos, sino porque el discurso de reclamo democrático consideran haberlo ganado gracias a su experiencia de relación con los grupos de poder.
Siguiendo esta línea de pensamiento, la información no es un bien que se ofrece a la sociedad para que ésta configure los mecanismos de relación que considere pertinentes con el poder, poder que -además- la propia sociedad ha otorgado, sino que se convierte en patrimonio para una relación de poder a poder. Tenemos que la sociedad ya no es capaz de enterarse por sí misma de lo que sucede en su entorno, de lo que sucede fuera de sus fronteras y, sobre todo, no tiene acceso a muchos sucesos de la vida política.
Ese espacio en el que la sociedad no es capaz de incidir, incluso por cuestiones prácticas y por la complejidad de la vida moderna, es ocupado por los medios, que adquieren por esa vía el papel de líderes. La realidad es que la actividad propia de los medios les hace acumular poder, tanto frente a otros poderes establecidos como frente a la sociedad a la que dicen servir.
Mas los empresarios de los medios entienden esta realidad de otra manera, la suya. Según reveló el NYT, cuando el escándalo del News of the World se reveló como un tsunami que amenazaba borrar del mapa de Fleet Street al holding Murdoch, el hijo de éste, Rupert, amenazó a Paul Dacre, editor del rival Daily Mail, que ellos, los Murdoch, no serían “los únicos perros rabiosos en la cuadra”.
¡Qué hermoso ejemplo de responsabilidad social!
Miguel Ángel Sanchez de Armas
Profesor - investigador en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP Puebla.
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