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JUEGO DE OJOS

La ÚLTIMA Y ME VOY

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Por Miguel Ángel Sánchez de Armas


Dice mi cuata S.C. que me voy a ir “al cielo prehispánico de los periodistas en donde todos viven felices y en armonía y escriben sin censura sobre tópicos álgidos como la política, el narcotráfico, la religión católica y el futbol”. Mi admirado L.F. previene que “así como antes se decía que de lo único que no habría que discutir era de religión o de política, porque se desataban los demonios, hoy tampoco se puede discutir de panbol (como atinadamente le llamas), y si no lo crees, trata de convencer a un fanático del América, por ejemplo, de que las águilas no llegan ni a pollitos, o a uno del Guadalajara, de que las chivitas sólo sirven para hacer birria y... me avisas para llevar flores a tu funeral....” La no menos querida L.R. apunta que “al final no hemos cambiado mucho... seguimos siendo los mismos neandertales que aullamos cuando nuestra tribu se impone sobre sus adversarios... los mismos ciudadanos que enloquecían con la sangre en el circo... es el sentido de grupo, compañero… nada te iguala más que estar en la tribuna, gritando un ¡gooooooooya! a todo pulmón...” Mi viejo amigo G.H. aconseja: “Mejor será que de ya te retractes de todo lo dicho y avergonzado por tus deslices, pidas perdón y en penitencia organices un novenario de repeticiones del festejo de marras. Por si las moscas, desde ahorita hazte cuate de los bomberos más cercanos a tu domicilio…” Todo esto porque tuve la necedad de hollar el territorio maldito de mis recuerdos: cierto día, jovenzuelo de secundaria aún y cargado de libros, los vagos del barrio interrumpieron su cascarita para zarandearme al grito de epítetos impublicables. Compungido, pedí el amparo de mis tíos, temibles pandilleros, y los vagos ya no me tocaron; pero de lejos me gritaban peores pitorreos y pullas seguidos de un sonoro “¡chismooosooo!” En los inicios de mi carrera periodística fui expulsado de por vida del “Bar Negresco”, afamado centro recreativo de la zona de periódicos de la Gran Ciudad y competencia de la célebre “Mundial”. ¿La razón? Declarar, cuba en mano, mi aversión por el “deporte” de las patadas y el dominó. Aprendí entonces que la discriminación no es sólo racial. A mediados de los setenta, como publirrelacionista de una corporación, puse mi empleo en peligro cuando me negué a colocar un televisor en la cabecera del banquete que se ofrecía a dignatarios chinos para que los empresarios aztecas no se perdieran el juego de México contra quién sabe qué país. La justificación, que yo debía ofrecer, claro, sería que compartir esos momentos deportivos ¡era costumbre mexicana inaugurada en la corte de Moctezuma! Otro episodio tuvo lugar unos años después, en el servicio público. Cierta tarde encontré oficinas y pasillos del edificio más muertos que las bodegas del SEMEFO. Alarmado, me dirigí al despacho del Secretario con el temor de que hubiéramos sido víctimas de un atentado terrorista bacteriológico. Pero al llegar… -sí, lo adivinó usted-, nuestro Amado Líder (cuyo nombre omito porque aún aparece todas las semanas en las primeras planas), gritaba a todo pulmón consignas futboleras acompañado de su plana mayor. ¡Larga vida a la República y sus instituciones! Pero el más grande dolor que me ha asestado el corretear de las oncenas adocenadas en persecución de un balón como si del vellocino de oro se tratase, fue el día en que mi adorada hija anunció que iba con sus amigos al bar Equis a ver el partido y apoyar a los nuestros. ¡Maldición! Así pues, la última y me voy. Ante mis lectores hago el voto solemne de no volver a meterme en ese laberinto espiritual en el que el panbol ha sumido a la nación mexicana. Amén.

 

 


Miguel Ángel Sanchez de Armas
Profesor - investigador en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP Puebla.


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